Por su interés, reproducimos el artículo de Investigación y Ciencia en el que nueve científicos explican cómo se busca la verdad en su campo de investigación. Te invitamos a leerlo.
La búsqueda de respuestas en medicina
A diferencia de lo que ocurre cuando queremos saber cuánto tarda una piedra en llegar al suelo, en el ámbito de la vida humana no hay respuestas seguras. Si las hubiera, probablemente no se trataría de la vida, sino de una piedra.
En biomedicina resulta complicado saber si un efecto es real, ya que los estándares difieren entre los distintos campos. No todas las herramientas funcionan con cualquier pregunta, y los niveles de complejidad de nuestro conocimiento varían incluso antes de comenzar un estudio.
A pesar de ello, un elemento común a las diferentes áreas de la biomedicina es la posibilidad de replicar mediante nuevos estudios lo que ya ha sido observado en una primera investigación. Durante años se nos ha desanimado a hacerlo: ¿para qué malgastar el dinero repitiendo lo que alguien ya ha hecho antes? Ahora, sin embargo, numerosos investigadores se están percatando de que no es viable excluir los estudios de replicación.
Para que estos funcionen, es imprescindible disponer de una explicación detallada de cómo se realizó el trabajo original. Ello incluye instrucciones, datos en bruto e incluso algunos de los programas informáticos diseñados para la ocasión. En el pasado, los científicos han sido reacios a compartir esta información. Pero la situación está cambiando: la ciencia es una empresa común y debemos ser abiertos y colaborativos.
John P. Ioannidis, profesor de medicina en la Universidad Stanford.
La búsqueda de respuestas en lingüística histórica
Como cualquier otra ciencia, la lingüística se basa en el método científico. Uno de los principales objetivos de esta disciplina consiste en analizar los idiomas del mundo para descubrir qué es posible y qué no en el lenguaje humano. A partir de ahí, los expertos intentan progresar hacia la meta de comprender la cognición humana a través de nuestra facultad para el habla.
La cuestión de la objetividad y la «verdad» científica se halla relacionada con la investigación de las lenguas amenazadas. En cierto sentido, la verdad depende del contexto: lo que hoy consideramos verdadero puede cambiar a medida que obtengamos más datos o indicios que mejoren nuestros métodos. La investigación de los idiomas en peligro a menudo revela cosas que no creíamos posibles en el lenguaje humano. Eso nos obliga a reexaminar las afirmaciones previas sobre sus límites, de tal manera que, en ocasiones, lo que pensábamos que era cierto puede dejar de serlo. Los lingüistas emplean una serie de criterios para identificar aquellos idiomas en peligro de desaparición y determinar hasta qué punto lo están: ¿todavía hay niños que lo aprenden? ¿Cuántas personas lo hablan? ¿Está disminuyendo el porcentaje de hablantes con respecto a la población general? ¿Se están reduciendo los contextos en los que se emplea?Así las cosas, existe una cierta urgencia por describir los idiomas en peligro de desaparición y documentarlos mientras aún se usan, ya que nos ayudan a determinar el abanico de posibilidades desde el punto de vista lingüístico. En la actualidad se conocen unas 6500 lenguas, y alrededor del 45 por ciento de ellas corren el riesgo de extinguirse.
Lyle Campbell, profesor emérito de lingüística en la Universidad de Hawái en Manoa.
La búsqueda de respuestas en paleobiología
La unidad básica de verdad en paleobiología es el fósil, un testimonio inequívoco de la vida pretérita, pero también nos servimos de pruebas genéticas obtenidas de los organismos vivientes para ubicar los fósiles en el árbol de la vida. En conjunto, esos datos nos ayudan a entender la evolución de las formas de vida y los vínculos que mantienen entre sí. Puesto que estudiamos animales extintos que vivían inmersos en un ecosistema mayor, tomamos información de otros campos: el análisis químico de las rocas circundantes permite hacernos una idea de la antigüedad del fósil, de dónde podrían haber estado los continentes en aquella época, qué cambios ambientales estaban ocurriendo, etcétera.
Para descubrir los fósiles, peinamos el paisaje para vislumbrarlos entre las rocas. Es posible distinguir uno de una piedra antigua por su morfología y su estructura interna. Un hueso fosilizado contiene cilindros diminutos, llamados osteonas, por donde los vasos sanguíneos atravesaban el tejido óseo. Algunos fósiles son inconfundibles: el fémur entero de un dinosaurio es un hueso de dimensiones gigantescas. Los fragmentos pequeños también pueden ser reveladores. En los mamíferos, mi tema de estudio, es posible averiguar mucha información a partir de la morfología de un único diente. Y podemos combinar esos datos con los genéticos. Estos los obtenemos de muestras de ADN de especies vivas que creemos emparentadas con los fósiles, en virtud de la anatomía y de otros indicios.
No solo emprendemos esas investigaciones para reconstruir el mundo del pasado, sino también para averiguar qué pueden decirnos sobre el mundo contemporáneo. Hace 55 millones de años hubo un enorme repunte de la temperatura, en nada equiparable al actual, pero aun así hemos descubierto cambios drásticos en la fauna y la flora de la época. La comparación de esos cambios podría indicarnos de qué modo podrían responder al cambio climático en curso los organismos actuales emparentados con los de ese período.
Anjali Goswami, profesora e investigadora principal en el Museo de Historia Natural de Londres
La búsqueda de respuestas en inteligencia artificial
La cuestión epistemológica más importante en el campo del aprendizaje automático es: ¿qué capacidad tenemos para demostrar una hipótesis?
Los algoritmos aprenden a detectar patrones y detalles a partir de conjuntos enormes de ejemplos; identifican así un gato después de ver miles de fotografías de ellos. Mientras no tengamos una mayor capacidad de interpretación, podemos probar cómo se ha llegado a un resultado recurriendo a las conclusiones de los algoritmos. Ello hace aparecer el fantasma de que no tenemos una responsabilidad real sobre los resultados de los sistemas de aprendizaje profundo, por no hablar de sus efectos sobre las instituciones sociales. Semejantes temas forman parte de un vivo debate en este campo.
Otra pregunta que nos surge es: ¿representa el aprendizaje automático una suerte de rechazo del método científico, el cual aboga por encontrar, no solo correlaciones, sino también causalidades? En muchos estudios de aprendizaje automático, la correlación se ha convertido en el nuevo principio rector, dejando de lado la causalidad. Eso plantea verdaderas cuestiones sobre la verificabilidad.
En algunos casos, puede que debamos dar un paso atrás, como en el campo de la visión automática y el reconocimiento de las emociones. Se trata de sistemas que extrapolan a partir de fotografías de personas para predecir su raza, género, sexualidad o posibilidad de ser criminal. Estos enfoques preocupan desde el punto de vista científico y ético (por la influencia de la frenología y la fisiognomía). Centrarse en la correlación debería despertar sospechas profundas acerca de nuestra capacidad para hacer afirmaciones sobre la identidad de las personas. Esa es una declaración muy enérgica, pero, dadas las décadas de investigaciones sobre estos temas en las humanidades y las ciencias sociales, no debería resultar polémica.
Kate Crawford, profesora distinguida de la Universidad de Nueva York, cofundadora del Instituto AI Now en dicha universidad y miembro del comité de asesores de Scientific American.
La búsqueda de respuestas en estadística
En estadística no vemos todo el universo, sino solo una porción del mismo.
Una pequeña porción, por lo general, que podría contarnos una historia completamente distinta a la de otra pequeña porción. Tratamos de pasar de esos fragmentos a una verdad más general. Muchos consideran que esa unidad básica de verdad es el valor p, una medida estadística de cómo de sorprendente es lo que observamos en nuestra pequeña porción, suponiendo que nuestras premisas sobre el universo son válidas. Pero no creo que eso sea correcto.
En realidad, la noción de significación estadística se basa en un umbral arbitrario para el valor p, y puede que guarde poca relación con la significación sustantiva o científica. Resulta demasiado fácil caer en un esquema mental que le asigne un significado a ese umbral arbitrario: nos da una falsa sensación de certidumbre. Y también resulta demasiado fácil ocultar una multitud de pecados científicos tras el valor p.
Un modo de reforzar el valor p sería mediante un cambio cultural hacia la transparencia. Si, además de comunicar el valor p, mostramos también cómo hemos llegado hasta él (el error estándar, la desviación estándar u otras medidas de la incertidumbre, por ejemplo) podremos reflejar mejor lo que significa esa cifra. Cuanta más información publiquemos, más difícil será esconderse detrás del valor p. Ignoro si lo lograremos, pero creo que deberíamos intentarlo.
Nicole Lazar, profesora de estadística en la Universidad de Georgia.
La búsqueda de respuestas en periodismo de datos
El público asume que la mera existencia de datos implica que esos datos son veraces. Pero la realidad es que todos los datos están contaminados. Son las personas quienes generan los datos y, por tanto, estos presentan defectos, igual que las personas. Uno de los cometidos de los periodistas de datos consiste en cuestionar la premisa de veracidad, lo que supone una importante labor de responsabilidad -una herramienta de control para asegurarnos de que no nos estamos dejando arrastrar por los datos de forma colectiva y que no estamos tomando decisiones sociales inadecuadas.
Para cuestionar los datos debemos llevar a cabo un enorme trabajo de limpieza. Hay que depurarlos y organizarlos: hay que comprobar las matemáticas. Y también debemos admitir la incertidumbre. Si eres un científico y no posees datos, no puedes escribir tu artículo. Pero uno de los aspectos maravillosos de ser periodista de datos es que la escasez de datos no nos disuade -en ocasiones extraigo conclusiones igual de interesantes a partir de la falta de datos-. Como periodista puedo emplear las palabras, que son una herramienta magnífica para comunicar la incertidumbre.
Meredith Broussard, profesora asociada del Instituto Arthur L. Carter de Periodismo de la Universidad de Nueva York.
La búsqueda de respuestas en ciencia del comportamiento
El control que uno tiene en las ciencias experimentales es mucho más férreo que en la ciencia de la conducta- la capacidad para detectar pequeños efectos en la gente es mucho menor que, pongamos por caso, en la química. No solo eso; el comportamiento humano cambia con el tiempo y según la cultura. Cuando pensamos acerca de la veracidad en la ciencia del comportamiento, no solo es muy importante reproducir un estudio directamente, sino extender su reproducibilidad a un gran número de situaciones: estudios de campo, estudios correlacionales, longitudinales, etcétera.
Entonces, ¿cómo medimos el racismo? Algo que no es una conducta individual sino un patrón de consecuencias, un sistema integral que oprime a las personas. La mejor aproximación es observar las pautas de conducta y luego ver qué ocurre cuando se altera o se controla una variable. ¿Cómo cambia la pauta? Tomemos el mantenimiento del orden. Si quitamos el prejuicio de la ecuación, la absurda pauta racial persiste. Lo mismo sucede con la pobreza, la educación y multitud de cosas que creemos que predicen el delito. Ninguna basta para explicar las pautas de las actuaciones policiales condicionadas por la cuestión racial. Eso significa que aún tenemos trabajo que hacer. Porque es como si no supiéramos mantener el orden sin ejercer una violencia innecesaria y con una actitud igualitaria. Miremos simplemente a los suburbios. Lo hemos estado haciendo durante generaciones.
Desde luego que existe incertidumbre. En casi ninguna parte de este mundo estamos cerca de confiar en la causalidad. Nuestra responsabilidad como científicos es acotar esas incertidumbres, pues un cálculo erróneo en lo que conduce a algo como el racismo supone la diferencia entre ejercer una función policial correcta o una que no lo es.
Phillip Atiba Goff, catedrático de equidad policial en el Colegio John Jay de Justicia Penal, de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, y presidente del Centro para la Equidad Policial.
La búsqueda de respuestas en neurociencia
La ciencia no busca la verdad, como muchos creen. Su verdadero propósito consiste en formular mejores preguntas. Realizamos experimentos porque ignoramos algo y queremos saber más, y a veces esos experimentos fallan. Pero lo que aprendemos de la ignorancia y el fracaso plantea nuevas preguntas y nuevas incertidumbres. Y son mejores preguntas y mejores incertidumbres que dan lugar a nuevos experimentos. Y así sucesivamente.
Fijémonos en mi campo, la neurobiología. Durante unos cincuenta años la pregunta fundamental sobre el sistema sensorial ha sido: ¿qué información se envía al cerebro? Por ejemplo, ¿qué le dicen nuestros ojos al cerebro? Ahora estudiamos esta idea pero a la inversa: el cerebro en realidad hace preguntas al sistema sensorial. De este modo, puede que el cerebro no esté tan solo elaborando una enorme cantidad de información visual procedente del ojo; al contrario, le pide al ojo que busque información específica.
En ciencia siempre hay cabos sueltos y pequeños callejones sin salida. Cuando podríamos creer que todo está resuelto, siempre surge algo nuevo e inesperado. Pero la incertidumbre resulta valiosa. No debería crear ansiedad. Supone una oportunidad.
Stuart Firestein, profesor del Departamento de Ciencias Biológicas de la Universidad de Columbia.
La búsqueda de respuestas en física teórica
La física es la ciencia más madura y los físicos están obsesionados con la verdad. Ahí fuera se extiende un universo real. El principal milagro reside en que existen leyes subyacentes sencillas, expresadas en el preciso lenguaje de las matemáticas, que nos permiten describirlo. Dicho esto, los físicos no trabajamos con certezas, sino con grados de confianza. Hemos aprendido la lección: a lo largo de la historia, hemos descubierto una y otra vez que algún principio que considerábamos clave para la descripción definitiva de la realidad no era del todo correcto.
Para esclarecer cómo funciona el mundo, formulamos hipótesis y teorías y construimos experimentos para corroborarlas. Históricamente, el método funciona. Por ejemplo, los físicos predijeron la existencia del bosón de Higgs en 1964, construyeron el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) entre finales de los noventa y principios de este siglo, y hallaron la partícula en 2012. Otras veces el experimento no puede llevarse a cabo: o bien es demasiado grande o costoso, o bien no resulta viable con la tecnología disponible. En tales casos, planteamos experimentos mentales basados en la infraestructura de las leyes matemáticas existentes y en los datos experimentales.
He aquí un ejemplo. El concepto de espaciotiempo está aceptado desde principios del siglo XX. Sin embargo, para observarlo a pequeña escala, necesitamos una gran resolución. Esta es la razón por la que el LHC cuenta con un anillo de 27 kilómetros de longitud: para generar la enorme cantidad de energía que hace falta para sondear las diminutas distancias entre partículas. Sin embargo, llega un momento en que esta estrategia falla. Si acumulamos demasiada energía en un espacio lo suficientemente pequeño, acabaremos creando un agujero negro. Nuestro intento de ver lo que ocurre a esas distancias torna imposible dicho objetivo, y la noción de espaciotiempo se desmorona.
En cualquier instante de la historia hemos logrado entender algunos aspectos del mundo, pero no todos. Cuando un cambio revolucionario aporta más elementos a la imagen global, nos vemos obligados a reestructurar lo que ya sabíamos. Lo antiguo sigue siendo una pieza de la verdad, pero hemos de voltearla y encajarla de otra manera en un rompecabezas mayor.
Nima Arkani-Hamed, físico teórico del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton.
Fuente: https://www.investigacionyciencia.es