En el marco del Congreso Internacional «Mapping Frameworks» Cartografía y territorialidad en América, el Proyecto MAPWORKS PID2022-141020NA-I00 y la Biblioteca Americanista de Sevilla presentan una selección de los mapas antiguos que custodia entre sus fondos. El estudio de un mapa antiguo no solo nos habla de la visión que una sociedad concreta tuvo sobre un determinado ámbito geográfico. Los mapas despliegan un conjunto de informaciones culturales, técnicas y políticas que se imbrican en los procesos de producción, circulación, consumo y manejo en los que se vieron implicados dichos artefactos. Específicamente, entre las páginas de un libro, el mapa nos habla también de las relaciones entre la imagen y el texto, de las expectativas de sus autores y editores o del público potencial al que estaba dirigido.
El botánico André Pierre Ledru (1761-1825) recopiló en su Voyage aux Iles Ténériffe, La Trinité, Saint-Thomas, Sainte-Croix et Porto-Ricco, numerosas plantas y paisajes. El trayecto que narró de Canarias al Caribe, traducido al alemán en 1812, incluyó también un mapa de la isla de Puerto Rico. El mapa original había sido hecho por el geógrafo real Tomás López (Madrid, 1791), quien se había formado con los mejores cartógrafos y productores de mapas en París.
En el siglo XVIII, a París llegaban las noticias, descripciones y mapas desde las partes más diversas y alejadas del mundo. Los cartógrafos de gabinete, como Guillaume Delisle (1675-1726), conjugaron los mejores reportes que podían conseguir con su intuición y su buen gusto: de sus prensas salieron mapas útiles y estéticamente admirables. Este es el caso de las cartas de «L'Amerique Septentrionale» y «L'Amerique Meridionale» (París, 1700), «realizados según las observaciones los señores de la Academia Real de Ciencias y algunos otros, y sobre las memorias más recientes». Estos grandes mapas no iban insertos en un libro, pero -en el ejemplar dedicado a América del Norte- Delisle invitaba a consultar su Nouvelle Introduction a la Geographie para comprender los motivos por los que había elegido representar así aquellos territorios:
Como hay varias cosas en este mapa y en los otros que he sacado a la luz que son diferentes a lo que se encuentra en los mapas aparecidos hasta ahora, es apropiado advertir aquí que esto no ocurrió por casualidad y que explico estos cambios en la Nueva Introducción a la Geografía.
Los miembros de la Compañía de Jesús fueron de los grandes proveedores de mapas e informaciones geográficas, sobre todo, de los territorios más remotos de América, Asia, África y Oceanía. Los jesuitas reconocieron sus lugares de misión, realizaron sus propias observaciones astronómicas y acopiaron numerosos testimonios, descripciones y experiencias locales, que integraron en sus publicaciones. El mapa con el «Curso del Río Marañón por otro nombre Amazonas» apareció en las Cartas edificantes, y curiosas... (editadas entre 1702 y 1776): una recopilación de noticias geográficas, con un claro fin apologético y propagandístico, que circuló por toda Europa. Este se basaba en un diseño ejecutado por el padre Samuel Fritz (1651-1725), fruto de su incursión por el Amazonas en 1693, cuando reveló el origen del Marañón en la laguna de Lauricocha. Esta cartografía no solo actualizaba el conocimiento geográfico de regiones inexpugnables, sino que constataba la activa labor científica y evangélica de los jesuitas. El uso de las matemáticas no impedía que, en la decoración, por ejemplo, se dibujase a un indígena vestido con una cruz colgada en el cuello, como muestra de civilidad. La primera versión del mapa se imprimió en Quito en 1707. La versión corregida que vio la luz en las Cartas edificantes se debe al matemático y naturalista francés Charles Marie de La Condamine (1701-1774): protagonista de la expedición geodésica hispanofrancesa al Reino de Quito, para medir un grado de meridiano terrestre a la altura del ecuador, en la que participaron los marinos españoles Jorge Juan y Antonio de Ulloa.
Más allá de las expediciones geográficas, el día a día en los territorios americanos también transcurría con mapas. En la ciudad de México, los problemas que acarreaban las frecuentes inundaciones propiciaron un sinfín de proyectos, propuestas y memorias, donde los mapas del valle ocupaban un lugar destacado. En 1748, José Francisco Cuevas Aguirre Espinosa acompañó su análisis de la situación de las lagunas, ríos y afluentes con una adaptación del mapa creado por Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) hacia 1691. El original del sabio criollo se perdió y solo se conoce por esta y otras copias posteriores. Sin embargo, parece que Sigüenza también se pudo basar en mapas anteriores y arrastró llamativos errores que no dejaron de anotar sus críticos.
La crónica de la provincia franciscana de San Diego, de fray Baltasar de Medina (1634-1697), se ilustró con un bello mapa del centro de la Nueva España, entre la cartografía y la vista de paisaje. Ejecutado por el grabador Antonio Ysarti, es uno de los mapas más antiguos impresos en México (1682). El diseño representa dicho territorio, con su orografía y principales ciudades, pero también capta un momento concreto, en el que se recrearon numerosos autores novohispanos: México (y, por extensión, América) como centro del mundo, a donde llegan los barcos de Filipinas y desde donde parten las flotas hacia la Península a través del Atlántico.
El poema épico La Araucana (1569-1589), del poeta y soldado Alonso de Ercilla (1533-1594), relata las primeras fases de la conquista de Chile, particularmente la llamada guerra de Arauco, donde se enfrentaron españoles y mapuches. En la edición de Antonio de Sancha (Madrid, 1777) se publicó un mapa ejecutado por el citado Tomás López. Según el cartógrafo madrileño, lo había «compuesto por el mapa manuscrito de Poncho Chileno». Parece ser que Juan Poncho era el seudónimo del jesuita chileno Juan Ignacio Molina, autor de varios mapas y de un tratado geográfico e histórico del Reino de Chile. La carta representa la distribución de las comunidades indígenas, los caminos, ríos y ciudades, así como los escenarios donde tuvieron lugar las batallas.
Para la Monarquía hispánica, aquellas alejadas tierras del extremo sur de América requerían constantemente ser redescubiertas, recartografiadas y, por ende, firmemente controladas. Otras potencias avanzaban sus pesquisas y reconocimientos sobre aquellos mismos territorios alguna vez pisados por los españoles. En los años setenta del siglo XVIII, el capitán James Cook había reconocido las costas del Pacífico americano y numerosas islas, entre las que se contaban las Marquesas, alcanzadas por Álvaro de Mendaña en 1595. El «Plan des Marquises de Mendoça», conjunto de islas cuyo nombre remitía al virrey del Perú en el momento de su avistamiento, García Hurtado de Mendoza y Manrique, IV marqués de Cañete (1535-1609), fue publicado en la edición francesa de los viajes de Cook (1778) traza el recorrido de la nave inglesa en 1774 y los trabajos de batimetría en la bahía de la Resolución.
Entre 1786 y 1787, la fragata Santa María de la Cabeza volvió a recorrer y a cartografiar el estrecho descubierto por Magallanes. A los objetivos geopolíticos de la expedición, se sumaba el interés científico de dotar a la Armada con nuevos y ajustados mapas, empleando para ello los últimos instrumentos de medición disponibles. Dionisio Alcalá Galiano, Alejandro Belmonte o Joaquín Camacho realizaron una intensa labor de registro y medición del paso interoceánico. A este viaje siguió el de los paquebotes Santa Casilda y Santa Eulalia, que completó el reconocimiento del estrecho. En la memoria de dicha jornada, preparada por José Vargas Ponce (1760-1821), vio la luz la «Carta reducida del Estrecho de Magallanes... construida sobre las observaciones hechas en los viajes de 1786 y 1789». El mapa fue grabado por Juan de la Cruz Cano y Olmedilla, quien ya había elaborado el famoso «Mapa geográfico de América Meridional» (Madrid, 1775), con los límites de España y Portugal en América.
Entre las páginas de los libros, los mapas llegaban a los lectores ocultos y plegados. En el acto de desdoblar la imagen, las manos y los ojos de los espectadores se equiparaban a los de Dios, quien retira las nubes para contemplar un orbe que domina desde los cielos. El almeriense Pedro Murillo Velarde (1696-1753), misionero de la Compañía de Jesús en Filipinas, dio a la imprenta una extensa Geographia histórica (1752) donde trataba los cinco continentes. Sin embargo, en sus diez tomos, solo apareció un mapa: un mapamundi. Las limitaciones técnicas y económicas no siempre permitieron incluir tantas láminas o mapas como el autor del libro hubiese deseado. Sin embargo, con una sola imagen se podía transmitir ese poder que logra sentir quien descubre un mapa. En la parte inferior de su composición, Murillo Velarde dispuso una esfera sostenida por un Atlas. Sobre esta, la imagen del mundo se desdobla en dos hemisferios, totalmente visibles, ante la mirada del lector, como un todo compacto y ordenado. Quien quisiere conocer más de cerca tal inmensidad debería sumergirse entre las páginas del tratado. Y es que, aunque una imagen valga más que mil palabras, el mundo no cabe entre los trazos selectivos y esquemáticos de todo mapa.