No sabemos si el escritor noruego Knut Hamsun tenía el estómago vacío cuando regaló su medalla del Premio Nobel de Literatura al ministro de propaganda de Hitler, Joseph Goebbels, pero sus simpatías hacia el régimen nazi hicieron añicos su reputación. Resulta doloroso admitir que la historia de la literatura está plagada de magníficos escritores que cometieron graves errores, pero entraña más dificultad leer sus obras y reconocer la indudable calidad literaria que contienen. Sin duda, Hamsun es un caso paradigmático, porque podría considerarse genio y demonio, pero también incurre en la contradicción de admirar el poder cuando sus novelas están protagonizadas por seres oprimidos que luchan contra fuerzas superiores.
El acertado aforismo que intitula este post, escrito por Mary Anne Evans, -más conocida quizá por el pseudónimo de George Eliot-, bien podría servir de epílogo a la primera novela de Hamsun, "Hambre", publicada en 1890. El argumento de la novela trata sobre un anónimo escritor del que nada sabemos de su pasado que lucha diariamente por sobrevivir en la ciudad de Cristianía. Atormentado por el hambre, intenta buscar una salida a su precaria situación, pero ninguna de sus ideas llega a fructificar, ni siquiera cuando, ingenuamente y empujado por la desesperación, arranca los botones de su chaqueta y se dirige a la casa de empeños para conseguir unos cuantos øre. El largo lamento en que se convierte la novela nos regala escenas verdaderamente dramáticas, como el momento en que mastica virutas de madera o cuando se lleva a la boca una sucia cáscara de naranja, pero no son los únicos ejemplos que nos muestran la figura de un hombre abocado a un camino sin retorno, como así podemos apreciar en uno de sus desquiciados monólogos: "Volví a maltratarme, golpeándome intencionadamente la frente contra las farolas, clavándome con fuerza las uñas en las palmas de las manos, mordiéndome enloquecido la lengua cuando no pronunciaba claramente y riéndome lleno de rabia cada vez que no me dolía lo suficiente".
El hambre y la locura siempre han sido temas literarios muy recurrentes -recordemos por ejemplo a los pobres de solemnidad del siglo de oro español retratados en una literatura de hambruna y picaresca-, sin embargo el mayor acierto de esta novela es proporcionar una dimensión humana al personaje a través de la descripción de sus rasgos psicológicos y de los pensamientos que nos revelan una personalidad fragmentada. Las neurosis obsesivas y las consecuencias de la inanición que persiguen al protagonista sugieren a Øystein Rottem, uno de los críticos que mejor conoce la obra de Knut Hamsun, la definición de "Hambre" como "novela psicofisiológica". Existen muchas teorías sobre la controversia causada por el binomio hambre y locura, pero es difícil dirimir si del hambre nace la locura o es la enfermedad mental quien origina el abandono total del sujeto, aunque el protagonista afirme en algún momento: "se me habían salido los ojos de la cabeza de tanto leer y el hambre me había hecho perder la razón".
El mencionado binomio quizás sea una de las razones por las que esta obra siga estando vigente y no haya quedado anticuada como otras obras maestras coetáneas, que sin dejar de ser buenísima literatura no logran la empatía que sí consigue "Hambre". Los retortijones que nos provocan las imágenes de los millones de hambrientos en el cuerno de África o nuestra propia conciencia avisando de que cualquiera de nosotros reaccionaría de la misma forma que el personaje de Hamsun son motivos que nos acercan más aún a esta obra. Afortunadamente la lectura de "Hambre" no es agradable, nos hace girar la cabeza de nuevo donde antes la habíamos apartado, obligándonos a mirar hacia los lugares donde habíamos cerrado los ojos, en los recovecos de nuestras ciudades o en los márgenes de nuestra felicidad para comprobar que existen millones de seres humanos excluidos -como este personaje de ficción que parece instalado en la realidad-, que pasan calamidades y hambre y que, muchas veces, se ven resignados al peor de los infiernos.