Entre dejar un cadáver joven y bello para la eternidad o aislarse del mundo en busca de una paz que le redimiera de las secuelas de una guerra que lo dejó estigmatizado, Salinger eligió la segunda opción, aunque dentro del territorio literario personalizara sus miedos haciendo realidad, en más de una ocasión, la primera.
Algunos de sus mejores relatos, como Para Esmé, con amor y sordidez o Un día perfecto para el pez plátano, están protagonizados por personajes dañados, desencajados, que viven en una sociedad en la que se sienten extraños, donde muchas veces la inadaptación es una muralla demasiado ancha, excesivamente alta, que cuesta superar sin dejarse algo en el intento. El propio Salinger, durante el mes de julio de 1945, terminó afectado por un colapso nervioso, según afirma Ian Hamilton en su biografía, En busca de Salinger. En una carta que escribió a su, por entonces colega, Ernest Hemingway, mencionaba su hospitalización en Nuremberg para seguir un tratamiento por motivos psiquiátricos. No sabemos qué cura utilizaron para restablecerle de sus problemas, pero no cabe duda que la terapia que salvó a Jerome David Salinger, en todos los sentidos, fue otra patología incurable: la escritura. Algunos compañeros de armas revelaban su obsesión enfermiza de una manera un tanto heroica: "Arrastró con él por toda Europa aquella pequeña máquina de escribir portátil. Lo recuerdo aporreando el teclado bajo una mesa mientras nos estaban atacando, no lejos del frente. Quería ser un buen escritor, y se pasaba el día escribiendo".
Durante la posguerra, Salinger se entregó a la literatura escribiendo diferentes relatos que fueron publicados en la prestigiosa revista, The New Yorker, hasta que en 1951 apareció su primera y más exitosa novela, El guardián entre el centeno. Unos años antes había empezado a estudiar filosofía oriental, mostrando un interés considerable por el pensamiento vedántico y la obra de Sri Ramakrishna, que incluía en su dogma frases como: "haz tu trabajo, pero ofrécele a Dios sus frutos". A raíz de estas influencias religiosas, Salinger empezó a considerar el acto de escribir como una búsqueda de la iluminación o una forma de contactar con Dios.
Por esta época, en el otoño de 1952, decidió abandonar la neurótica ciudad de Nueva York y compró una casa en Cornish, New Hampshire, una villa rural apartada del mundo urbano. A partir de este momento, su figura comenzó a diluirse progresivamente hasta que desapareció por completo de la vida pública, apartándose del rumor deslumbrante de los flashes y parapetado en un mundo que le proporcionaba equilibrio y sosiego. Este afán por pasar desapercibido se revelaba tanto en sus distintas manías -por ejemplo, la tenaz prohibición de reproducir cualquier imagen suya en sus libros o negarse a conceder entrevistas en cualquier medio informativo- como en una actitud evasiva que, paradójicamente, chocaba con una sociedad que inauguraba una nueva era basada en la imagen y que desarrolló simultáneamente un terreno propicio para la mitomanía.
En una de sus imágenes más famosas, el escritor aparece con el pelo blanco y el gesto adusto por la presencia de un fotógrafo. Tiene la frente arrugada, los ojos bien abiertos, el ceño fruncido, la boca ligeramente abierta y un puño amenazante que está a punto de golpear a la cámara. No deja de resultar curioso que ante esta defensa férrea de su intimidad, los biógrafos se hayan visto obligados a bosquejar su vida analizando sus relatos literarios, paliando el vacío que obraba su silencio, como si la ficción fuera más real que la propia realidad. Su hija, Margaret A. Salinger en El guardián de los sueños, libro que tampoco autorizó su progenitor, corroboraba esta idea describiendo a un enfermo de literatura: "Para mi padre, la ficción y los otros mundos, sus otras realidades, son más reales que la flora y la fauna que le rodeaba, más reales que la carne y el hueso".
Estas palabras parecen confirmar una sospecha: Salinger, a pesar de su silencio literario iniciado en 1965, cuando publicó su último libro conocido, Hapworth 16, 1924, continuó escribiendo. En el "bunker" que el propio escritor se construyó cerca de su casa para dedicarse en cuerpo y alma a lo que más amaba, se debió repetir la misma escena diariamente como un ritual místico. El escritor se sentaría en su silla tratando de ponerse cómodo, erguiría la espalda y miraría fijamente la página en blanco. Quizás se encendería un cigarro. Con el paso de los minutos, arquearía la espalda y reclinaría la cabeza levemente hacia delante. Poco a poco, empezaría a tener una intuición. Un lugar, un personaje o una voz. Cuando encontrara las palabras exactas, apagaría el cigarro y comenzaría a teclear en la vieja máquina de escribir. En ese momento, los murmullos de la vida rural dejarían de existir, mientras las voces de los personajes se abrirían paso en la mente del escritor neoyorkino, quien empezaría a ser invisible, fruto de un proceso químico indescifrable, encarnándose en Seymour Glass o Holden Caufield, ocultándose en el reverso de la realidad para dar paso a otra naturaleza, más viva, más importante, quizás, sólo Salinger lo sabe, más real.