Corría el año 1980 cuando el famoso actor Robert Redford decidió rodar su primera película, Gente corriente, retrato de una familia destrozada por la muerte de uno de los hijos en un accidente de barco. El debut como director no pudo ser mejor, nada menos que dos Óscar a mejor película y mejor director, y otros dos más por el mejor guión adaptado y para el joven actor secundario Timothy Hutton.
La película refleja muy bien las consecuencias que sufre una familia que ha perdido a uno de sus miembros. No falta nada, los recuerdos constantes, los silencios, la incapacidad de seguir adelante mientras el resto de la gente sigue como si nada hubiera pasado, la culpa por lo sucedido, la tristeza que desemboca en depresión, la falta de sueño y de apetito, la no aceptación de lo sucedido, el aislamiento social, la culpa, la irritabilidad, la pérdida de sentido de la vida. Todo ello con simples detalles que hacen que sea una película deliciosamente lenta, no recargada, narrada con sencillez pero donde todo tiene su razón de ser.
Es una película de diálogos, de personajes completos, magníficamente bien interpretados, donde se manifiesta toda la problemática en torno al duelo y la pérdida de un ser querido, en una familia americana de clase media alta, donde la educación puritana juega un papel importante.
La madre. Mary Tyler Moore representó magistralmente el papel de madre fría, incapaz de aceptar lo sucedido ni de expresar sus sentimientos. Es un personaje que debe estar muy generalizado en la sociedad norteamericana porque lo hemos visto en muchas películas y series de tv. Su obsesión es la perfección, que todo esté controlado, todos perfectamente conjuntados en cada cada momento representando nuestro papel de familia feliz y modélica, todo ello en una maravillosa casa junto a un lago en un barrio de clase media alta. Jugar al golf, reuniones sociales, viajes a España. Lo malo es que tu hijo favorito ha muerto, te queda el que menos afecto te genera y quieres seguir viviendo como si nada hubiera cambiado y sintiendo lo menos posible.
La psiquiatra suizo-estadounidense Elisabeth Kübler-Ross (1926-2004), en su libro On death and dying de 1969, estableció las cinco fases o etapas del duelo. La primera sería la no aceptación de lo sucedido, y ahí es donde se encuentra Beth, cualquier cosa que le recuerde la tragedia hace que cambie de conversación, pero es que además su hijo pequeño ha intentado suicidarse, algo injustificable para ella. ¿Ser feliz habiendo ocurrido algo así? No, imposible, y más en su mundo donde no existen los accidentes, ni los intentos de suicidio ni nada feo ni problemático. En un mundo así, es mejor vivir no sintiendo nada, no amando, solo disfrutemos del golf y los viajes, nada más. Beth es incapaz de abrirse a los demás y convierte la privacidad en un valor supremo para evitar que otras personas sepan de sus problemas familiares, esas cosas se quedan en casa, como si de algo vergonzoso se tratase. Su caso sin duda refleja lo que algunos psicólogos han llamado el fenómeno del duelo patológico.
El hijo. Timothy Hutton interpretó a Conrad, un joven adolescente incapaz de superar la muerte del idolatrado hermano mayor. No solo tiene que superar la pérdida, es que además su madre se muestra fría, incapaz de darle siquiera un abrazo, es consciente de que su hermano era el favorito y siente una enorme culpa por ello. Después de haber sufrido un intento de suicidio, decide acudir a un psiquiatra para intentar superarlo. Al contrario que su madre, trata de darle una solución a su desesperada situación, no sin muchas reticencias pero poco a poco va comprendiendo porqué es incapaz de superar lo sucedido. Para ello tendrá que aceptar dos cosas, que su madre es como es, y que él no tuvo la culpa de la muerte de su hermano, que los accidentes suceden, por muy injusto que eso sea, y que no tenemos control absoluto sobre nuestras vidas. Al igual que su madre, se ha criado en una cultura donde la falta de comunicación y la incapacidad de expresar las emociones son casi una característica común de todos y cada uno, sin excepción, volviéndoles muy vulnerables cuando sobreviene la tragedia. En el psiquiatra busca autocontrol, cuando lo que realmente necesita es poder dar salida a sus emociones.
Conrad tiene pesadillas, se aísla de los demás porque no soporta que sus compañeros de instituto sigan con sus tonterías mientras él tiene que seguir adelante arrastrando la pérdida de su hermano. Parece que ya no puede seguir con su vida normal. Sin embargo, conoce a una chica y, aunque con muchos tropiezos, parece que empieza a ver un rayo de esperanza, que las cosas pueden mejorar. Dios aprieta pero no ahoga que dirían algunos. Bueno, y que no todos los cuellos son iguales, que dirían otros.
La figura del psiquiatra es fundamental en la película. Todos parecen sentir prejuicios por no decir una enorme desconfianza. Sin embargo, en una sociedad donde la incomunicación es la norma, es aún más necesaria la figura de un profesional al que comunicarle nuestras preocupaciones. Sin embargo, la figura del terapeuta es tratada con mayor complejidad que otra veces, no estamos ante un confesor, sino ante un profesional que usando numerosas técnicas va consiguiendo que Conrad acabe exteriorizando sus pensamientos y emociones reprimidas. Usando la técnica del role-playing, conseguirá que deje de reprimir sus sentimientos para verbalizarlos y analizar qué tienen de verdad y qué de erróneos. La culpa es lo que consume a Conrad, incapaz de aceptar que las tragedias suceden porque sí y que ni tiene que haber un culpable ni tiene que ser algo justo, y que nada podía haber hecho para evitar lo sucedido.
Sin duda es una película que somete a una fuerte crítica determinadas pautas culturales, no solo presentes en el calvinismo, que abogan por inhibir nuestras emociones sino una defensa de la psiquiatría, o así lo hemos visto, para al menos tratar de salir del pozo negro donde se encontraba nuestro joven protagonista.
Y finalmente tenemos al padre. Donald Sutherland, capaz de todos los registros, insuperable en su papel de padre desbordado que no sabe qué hacer. Un hombre desconcertado, que ve cada vez más difícil mantener a la familia unida, una esposa que trata de huir de todo lo sucedido, que no desea mostrar afecto por su hijo. Es un hombre que ve que no solo ha perdido a su hijo sino que a medida que va conociendo más a su esposa se va dando cuenta que no es la persona con quien quisiera estar. En un mundo donde todos piensan en los negocios, las apariencias, los hijos se van de casa para ir la universidad, él no quiere tener que elegir entre las dos personas que más ama, pero los acontecimientos se irán precipitando impidiéndole aplazar por más tiempo una decisión.
Gente corriente nos habla de la pérdida, de la incomunicación y del sin sentido de la culpa. Problemas todos ellos que se dan en las familias actuales y que Robert Redford supo reflejar en toda su complejidad y detalle.