Hollywood nos tiene muy acostumbrados al Apocalipsis. Son innumerables las veces que hemos visto el fin de la civilización en su cine. En los años noventa, Hollywood explotó hasta la saciedad innumerables amenazas globales, motivadas por monstruos gigantes, extraterrestres, o cualquier otro ente de carácter, claro está, siempre hostil. En años recientes, la aniquilación proviene de algún desastre natural.
Recuérdese, por ejemplo, el calentamiento global en The Day After Tomorrow (El día de mañana) o en la reciente (y fallida) 2012. Y si Hollywood decide no explotar historias sobre amenazas climáticas (por lo que parece, siempre dirigidas por el alemán Roland Emmerich), se comercializa alguna pandemia terrorífica que en un futuro cercano transforma a la gente en vampiros (Daybreakers) o incluso en algo peor: psicópatas descontrolados, al acecho del vecino incauto (The Crazies, aún por llegar a España, es una nueva versión del clásico de George A. Romero de 1973). Todo muy novedoso.
Afortunadamente, siempre queda espacio para algo diferente. En medio de esta demencia, nos llega una visión muy diferente del Apocalipsis: The Road, dirigida por el australiano John Hillcoat. La historia nada tiene que ver con la obsesión por la acción destructiva del cine más comercial. No podía ser de otra manera si el narrador de la historia es Cormac McCarthy, aclamado novelista contemporáneo de EEUU.
Publicada en 2006 y ganadora del premio Pulitzer, la novela de McCarthy no cuenta ningún cataclismo. Cuando abrimos la primera página, ya hace tiempo que el desastre se ha producido. No sabemos qué sucedió ni qué causas tuvo. Sólo sabemos que la civilización que conocemos ya no existe, y que los pocos humanos que quedan tratan de sobrevivir en un mundo agresivo y gris, habitado por una nebulosa cenicienta que invade restos urbanos y medio natural. A través de ciudades fantasma y de montañas despojadas de vida, un padre (Vigo Mortensen en la película) y su hijo de diez años (Kodi Smit-McPhee) avanzan débiles por una carretera perpetua, con la intención de alcanzar la costa, donde el padre supone que el invierno será menos hostil que en el interior. Todo lo que tienen, incluidos unos pocos alimentos, cabe en un carro de supermercado. La devastación que les ha convertido en peregrinos involuntarios no es reciente, sino que sucedió diez años atrás, por lo que el chico no posee recuerdos de otro mundo que no sea esa amalgama de fuego, ceniza y negrura en la que subsisten. Por si la carencia de alimentos y de refugio no fuera suficiente, también han de hacer frente a la continua amenaza de otros supervivientes que, organizados en bandas armadas, han resuelto el problema de la carestía de comida recurriendo al canibalismo. Alrededor de la violencia ejercida por estos sujetos, (“the bad guys”, como se refiere a ellos el chico constantemente) McCarthy construye una tensión narrativa que puede elevar la ansiedad de algún lector de tal manera que no sabrá si rendirse al deseo de seguir leyendo o a la necesidad de cerrar el libro, único modo de evitar las imágenes truculentas de McCarthy en las escenas donde padre e hijo involuntariamente se adentran en las guaridas de las bandas asesinas.
El estilo de McCarthy en The Road se acerca a novelas anteriores como Child of God (1973) o Blood Meridian (1985). Comparte con aquéllas la descripción minuciosa de la atmósfera plomiza, el ahogo tenebroso al que los personajes están sometidos, y la nostalgia distante que transmiten los objetos en su relación con el humano. Su rigor descriptivo del paisaje contrasta con una sintaxis concisa, austera, produciendo así un estilo lacónico que, combinado con escenas de fuerte violencia, provoca hipnotismo narrativo en el lector. Todos los diálogos de la novela son escuetos, en estilo directo libre, inundados de preguntas breves que se contestan o bien con monosílabos, o bien con un “I dont know” o un “It’s okay”. Estas respuestas, repetidas hasta la saciedad, sugieren un universo nihilista, como si el hombre y su hijo fueran versiones renovadas de Vladimir y Estragón, perdidos en esta ocasión no en un escenario, sino en una carretera interminable por el sudeste de los EEUU. Por otro lado, si The Road está cerca de novelas anteriores de McCarthy en lo siniestro y lo sórdido —siguiendo la estela del Gótico del sur norteamericano— la extrema austeridad narrativa de esta novela la aleja de su ya famosa Border Trilogy, quizá debido al interés por replicar en las páginas de The Road la frialdad del paisaje aniquilado que describe, habitado tan sólo por la quietud de la devastación y por la tensión de la violencia.
La película de John Hillcoat consigue, en mi opinión, reproducir perfectamente la atmósfera de McCarthy. Al igual que la novela fusiona la descripción del detalle con el minimalismo de los diálogos, Hillcoat combina planos generales de un paisaje metálico, inerte y post-industrial, con el plano muy corto, que se fija en la escualidez de los cuerpos, en los ojos velados por la falta de esperanza, y en la mugre de los dedos, que repetidamente señalan la ruta en un fragmentado mapa. La habilidad de Hillcoat con la cámara se acopla perfectamente con la inmejorable fotografía de Javier Aguirresarobe (Los otros, Mar Adentro, Vicky Cristina Barcelona). El paisaje velado y la opacidad del horizonte de McCarthy, palpables a través del gris, del negro y del ocre de los campos por los que transcurre el peregrinar de los personajes, son trasladados con exactitud en la imagen de la película. La fotografía pone de relieve el naturalismo sucio del estilo de McCarthy. En los paisajes de Aguirresarobe vemos cómo las escenas decimonónicas de las pinturas pastoriles de Winslow Homer o de Thomas Eakins, de los bodegones de William M. Harnett, o incluso de los paisajes silenciosos de Edward Hopper se han fusionado con la negrura sórdida de un Goya postmoderno, impregnando las llanuras y riscos del sudeste norteamericano de un aire espeso e irrespirable, que poco a poco va invadiendo los pulmones, causando una muerte agónica.
Pese a la fidelidad del guión de Joe Penhall y la cuidadosa reproducción de la atmósfera de la novela, la película deja un eco de esperanza más fuerte, a mi juicio, que el descrito por McCarthy. La novela está construida en torno a la confianza y el amor entre padre e hijo, sentimientos que pueden ser motivación para que el chico construya un futuro mejor. La inocencia y la compasión del chico (que prefiere ver siempre a los extraños como “good guys” en vez de como caníbales) son elementos clave para un renacer del mundo. Pero aquí hay un problema: el propio McCarthy parece preferir no enfatizar demasiado esta esperanza. Esa nota positiva en la novela es bastante leve por su parte; y esto, a mi juicio, es acertado, ya que desde el principio sabemos que el fin del mundo llegó y pasó, y en ese contexto obviamente no puede existir ningún futuro. Pero hay algo en McCarthy que se resiste a rendirse ante un vacío tan abyecto. Y nos presenta, poco convencido, destellos de otro futuro posible, cuyo mejor ejemplo es el encuentro del chico con otra familia peregrina, que puede convertirse en su nuevo grupo de acogida. Pero ese encuentro no dura más allá de tres páginas. El hombre de esta familia asegura al chico que ellos no son caníbales y que tienen dos hijos de su edad. Pero hay poco en el texto que nos permita saber si lo que el hombre dice es verdad o no. Los dos hijos que menciona no aparecen en ninguna escena. Aparece, eso sí, la madre de esta familia, que anima, sin éxito, al chico protagonista a hablar con Dios. Más allá de estos trazos, McCarthy no nos dice mucho sobre el futuro del chico.
John Hillcoat, por su parte —quizá haciendo suya la máxima de Hitchcock de no dañar a un niño en la acción de la película, porque la taquilla no lo perdona— no mantiene esta ambigüedad de McCarthy y apuesta por una nota optimista. En la película, los niños de la familia peregrina aparecen en la playa, que en estas escenas se vuelve menos gris y recoge incluso destellos tímidos de luz solar. Parece que Hillcoat le da al chico una oportunidad que McCarthy deja desdibujada: integrarse en una familia nuclear clásica, con dos hijos y con un perro incluido. Con sus ropas raídas y su espíritu solidario, la familia en la película parece ser una imagen casi celestial, de aparecidos, como una sagrada familia dispuesta a recoger a un Mesías.
Es difícil saber por qué Hillcoat elimina una ambigüedad que McCarthy parece temeroso de perder. Es muy posible que, de permanecer en el guión, ciertas ambigüedades que apuntalan la oscuridad de la historia, supongan un daño en taquilla. Parece que hay un deseo de amortiguación, de protección del espectador, frente a la acritud de la novela. Quizá sea ese el deseo que motiva también en parte la banda sonora de la película: Nick Cave y Warren Ellis envuelven la imagen con unas cadencias de piano y cuerda demasiado dulcificadas e intimistas, que discrepan de la historia, y no por ser contrapunto necesario al horror de la pantalla, sino más bien por suavizar lo que quizá imaginan sería de otro modo una carretera intransitable para el espectador. Cierto es que, en manos de otros productores, o de cualquier Tarantino, la película sería una pesadilla sanguinaria. La historia de The Road ya es lo bastante dura —pudieron pensar los productores de la película (Nick Weschler, Paula y Steve Schwartz)— como para reforzar su crudeza con el exceso de sordidez y violencia habituales en McCarthy. Dicha sordidez se acopló bien al cine de Ethan y Joel Coen en No Country For Old Men, pero en The Road —con un padre y su hijo pequeño en el centro narrativo— la violencia burlesca de los Coen no daría el resultado comercial esperado.
Y aquí es donde reside el contraste entre la película y la novela: el cine es más proclive que la narrativa de Cormac McCarthy a hacer concesiones (o imponerlas), quizá por el bien de la taquilla. En ese sentido Cormac McCarthy no casa bien con el Hollywood comercial. McCarthy es un escritor adusto, oscuro, violento, poco complaciente, y siempre dispuesto, según él mismo dice, a una reflexiva exploración de los dos temas fundamentales de la literatura: la vida y la muerte.
Eusebio De Lorenzo, Departamento de Filología Inglesa II, UCM
Cormac McCarthy en la Biblioteca
La Carretera en "Si no lo leo no lo creo" por José Manuel Lucía Megías