Dos obras capitales de la literatura universal se ocupan de la infidelidad femenina. La primera, Madame Bovary, publicada en 1857 por Gustav Flaubert, es una de las novelas que dieron principio a la narrativa moderna; la segunda, Ana Karenina, publicada por Tolstoi en 1887, está valorada entre las obras señeras del realismo.
Entre ambas median treinta años de distancia. La primera provocó tal controversia en la sociedad de su tiempo que su autor, tachado de inmoral, tuvo incluso que comparecer a juicio. Cuando se publica la segunda los peores críticos del momento la conceptúan sólo como un romance de la alta sociedad. Parece, pues, que en ese intervalo de tiempo la sociedad ha ido suavizando sus juicios morales; pero no hay que hacerse ilusiones, en ambos casos las heroínas se ven, irremediablemente, impelidas al suicidio, ya que el clima social en que transcurren sus historias no ofrece vías de escape a sus conductas fuera de norma.
La lucha era desigual: Emma y Ana están solas frente a la sociedad. Su rebeldía está abocada al fracaso. Pero sus posturas ante la vida son radicalmente distintas: Emma es una campesina normanda, con la cabeza llena de pájaros por sus lecturas. Casada con un médico de pueblo, no acepta la vida que le ha tocado vivir y apetece un mundo distinto: quiere gozar, quiere que en su existencia figuren la aventura y el riesgo. Su historia es una rebelión desesperada y tenaz contra su pertenencia a una clase mediatizada por los prejuicios; contra su condición provinciana que le ofrece un espacio mínimo de pequeñeces, hipocresías, mezquindades y miserias, y sobre todo frente a su realidad de ser mujer en un mundo en que a la mujer todo le está vedado. Emma tiene clara conciencia de su inferioridad social. Vive pues siempre insatisfecha y siempre en rebeldía. Ambiciona amor y riqueza, confundidas ambas en un mismo placer; lucha sin descanso contra una realidad que queda siempre muy por debajo de sus sueños, tratando de llenar ese abismo a base de objetos. Y este apetito de objetos que se confunde con sus amores, sus desengaños y su aburrimiento es el que acabará por destruirla.
Ana, en cambio, se mueve como pez en el agua bajo fórmulas propias de un galante ambiente aristocrático "fin de siècle". No lo cuestiona, sino que acepta su juego. Ha nacido en ese ambiente y participa de la avidez de experiencias consustancial a su condición; del ansia de erigir la excentricidad en norma y de imponerla hasta crear un dificilísimo contrapunto entre un mundo de apariencias, rígidamente codificado, y otro libre al que su elevado status le brinda acceso. Su aventura aparece casi como una especie de deber mundano y una contribución al juego de transgresiones de una sociedad refinada que sólo busca la intensidad de las vivencias. Pero el juego consiste en rozar la culpa sin llegar a tocarla, a sabiendas de que quien pierde no encuentra misericordia. Y, entre tantas jugadoras, Ana pierde; es su excesiva osadía lo que la pierde. Sin embargo, un halo de seducción rodea constantemente a Ana; su drama es el verse expulsada de su núcleo social, pero ella sigue siendo una figura del gran mundo, no es una rebelde ni mucho menos y cuando comprenda que la partida está definitivamente perdida es cuando se sentirá aniquilada.
Ambas obras han sido objeto de diferentes adaptaciones cinematográficas. Vamos a detenernos un momento en algunas y en la figura de determinados directores que las han llevado a la pantalla.
Con respecto a la novela de Flaubert, después de las versiones de Renoir en 1933 y Schlieper en 1946, Vincent Minnelli realiza, en 1949 y en su estilo siempre elegante, una estupenda adaptación de Madame Bovary. Su original enfoque, el ritmo que consigue imprimir a la narración y, sobre todo, las brillantes escenas del baile, en las que alcanza el climax de la historia, hacen de esta película un drama inolvidable.
Ahora bien, el talento de Minnelli se puso de manifiesto en todos los géneros y es tan desbordante que nos resistimos a pasarlo por alto. Además de la obra que nos ocupa no podemos dejar de destacar otros dramas dentro de su producción tales como Cautivos del mal (basada en la novela corta de George Bradshaw), Con el llegó el escándalo, (en la de William Humphrey) o Los cuatro jinetes del Apocalipsis, (sobre la homónima de nuestro Blasco Ibáñez). O de mencionar alguna de sus comedias, como la risueña El padre de la novia, adaptación de la obra de Edward Streeter (que cuenta además con una curiosa colaboración de Dalí para el episodio de la pesadilla). De igual modo, imposible olvidar su aportación al género biográfico con su visión de Van Gogh en la espléndida El loco del pelo rojo... Y, por encima de todo Vincent Minnelli es reconocido y admirado en el musical, hasta el punto de ser considerado el padre del musical americano (eternas e irrepetibles sus geniales Melodías de Broadway y Un americano en París, pero también Cita en San Louis, basada en la obra de Sally Benton; El pirata, adaptación de la pieza teatral de S. N. Berham, con canciones de Cole Porter; Brigadoon, versión de la comedia musical de Alan Jay Lerner, o la deliciosa Gigi, sobre la homónima de Colette).
Volvamos a la Bovary, esta vez de la mano de nuestro reciente premio Nobel, Mario Vargas Llosa, a quien debemos un penetrante estudio de la novela, cuya lectura es una fiesta, "La orgía perpetua", donde se desmenuza con pasión la figura de Emma Bovary. Vargas Llosa confiesa que el personaje de Emma removió estratos profundos de su ser. Y analiza su rebeldía: "...su personalidad atormentada y su mediocre peripecia vital..." su carácter"...capaz de fabricar ilusiones y la loca voluntad de realizarlas..." su "insatisfacción" su "audacia" su entrega al "... consumismo como desfogue de la angustia..."
Así, insatisfecha, audaz, consumista... trató de reflejárnosla, en 1991, otro gran director, esta vez maestro del cine negro, Claude Chabrol, que, lamentablemente, acaba de abandonarnos. Si lo logró o no, es opinable, pero es indiscutible el cuidado que puso en la recreación de ambientes. Su Madame Bovary, interpretada además por una de sus actrices predilectas, Isabel Huppert, fué sin duda una adaptación fiel, rigurosa e impecable de la novela, si bien no tuvo demasiada suerte con la crítica.
Haciendo justicia a Claude Chabrol, exponente en sus inicios de la nouvelle vague, y en activo casi hasta su reciente desaparición, conviene recordar que fué cuajando a lo largo de su carrera una estructura de relato cinematográfico muy personal. Aunque en este caso se ocupó de una de las obras capitales de la literatura francesa y mundial, en general sus historias partían a menudo de los clásicos de la novela policíaca (Simenon, Ellery Queen, Patricia Highsmith, Ruth Rendell...) y se desarrollaban con brillantez y un punto de ironía. Citemos de pasada algunas de sus mejores creaciones: "El carnicero", "La mujer infiel", "Un asunto de mujeres", "La ceremonia"...
Respecto a Madame Bovary, habrá que esperar a 2002 para contar con otra puesta en escena. Ese año Fywell vuelve a llevarla a la pantalla, consiguiendo una obra de larga duración, que se sigue con interés, aunque no alcanza en sus resultados la fuerza y elegancia de la de Minnelli ni el nervio de la de Chabrol.
Por lo que toca a la obra de Tolstoi contamos con diferentes adaptaciones cinematográficas, desde la mítica Ana Karenina del año 1935 a la serie británica que David Blair en 2000 dirige y desarrolla en cuatro episodios.
La Karenina de 1935 fue producida, derrochando lujo, por O'Selznic, quien tanto poder ejerciera sobre Lo que el viento se llevó. La dirigió, con gran competencia, Clarence Brown, consiguiendo en su versión envolvernos en una atmósfera de desdicha, que va intensificando progresivamente el drama hasta su abrupto final. Y la interpretó, de manera sublime, Greta Garbo que consolida aquí su estrellato.
Interesantes también son otras dos versiones: la de Julien Duvivier, en 1945, con Vivian Leight, (la inolvidable Escarlata O'Hara de "Lo que el viento se llevó"), en una recreación muy convincente del personaje, y la de Bertrand Rosse en 1997, con Sofie Marceau como Ana Karenina. Este último film fue muy controvertido, obteniendo críticas contrapuestas, desde las que lo califican como un hermosa película de bellos paisajes rusos, cuidada ambientación y adecuada música de Tchaikovski, a los que lo tachan, de versión academicista, fría y aburrida de la novela. Como suele suceder en estos casos, ambas visiones tienen su puntito de razón.
Y por aproximación, puesto que de alguna manera hablamos de Tolstoi y el cine, hay que señalar las numerosas y magníficas adaptaciones cinematográficas de Guerra y paz que se pueden consultar en la Biblioteca de Filología (las de King Vidor, 1963 ; Sergei Bondarchuk, 1965/1968; John Howard Davies, 1972; Robert Dornhelm, 2007), así como recordar la interesante novela histórica de Jay Parini, "La última estación", que nos relata los años finales de la vida de Tolstoi y que ha sido llevada al cine con el mismo título por Michael Hoffman en 2009, logrando una película llena de talento.