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Cine negro francés

María Luisa Esteban Hernández 4 de Julio de 2012 a las 13:57 h

Un género tan inequívocamente americano como el cine negro tiene sin embargo también mucho de europeo; de entrada gran parte de sus creadores, que en el Hollywood de los '40, cuando el género cristaliza, están allí trabajando.

 Sirvan de ejemplo un buen puñado de títulos de entonces que se cuentan entre los mejores de este tipo: "Deseos Humanos", "Laura", "Perdición", "Forajidos", "Detour"... Detrás de ellos, por este orden, Fritz Lang, Otto Preminger, Billy Wilder, Robert Siodmak, Edgar Ulmer, todos en América, pero todos judíos austríacos huyendo del nazismo... Así que ¿raíces europeas? Sin duda, pues si no son estos directores los únicos grandes del género, sí figuran entre los mejores. Sin embargo no deja de ser justo que cuando se hable de cine negro se piense sobre todo en el americano, ya que allí, por quien quiera que fuere, se realizaron en calidad y cantidad el mayor número de títulos de proyección mundial.

 Pero el género no se agota en Estados Unidos; cada cinematografía nacional tiene sus títulos inolvidables y sus diferentes formas de abordar los relatos. Francia, por ejemplo; su producción en películas de esta clase es abundante y variadísima en enfoques y desarrollos. No por casualidad el nombre con que se bautiza mundialmente al género, film noir, proviene de allí; de una serie de títulos que mostraban, en fuerte claroscuro, una sociedad violenta amenazando fatalmente al héroe; constantes que marcarán para siempre al género.

Algunas policiacas francesas, cinco en particular que seguramente se cuentan entre las mejores, servirán en esta ocasión para evocarlo: "Le quai des brumes", "À boût de souffle", "Samuraï", "Monsieur Hire" y "La ceremonie". Todos ellas, salpicadas en el tiempo, tienen en común la singularidad de su estilo, su enorme capacidad de impacto emocional, su habilidad para atrapar al espectador y sumergirle en mundos propios. Y por si fuera poco, ninguna se parece más que en la excelencia, que todas ofrecen resultados radicalmente distintos.

 "Le quai des brumes" ("El muelle de las brumas") es una de las que dieron nombre al género. Una tristeza difusa, irremediable, flota en esa historia que Marcel Carné desarrolla en 1938, a partir de una novela de Pierre Mac Corlan y diálogos de Jacques Prévert, para contarnos el encuentro entre un hombre y una mujer víctimas de un destino ciego. Son ellos seres marginales, desarraigados, imbuidos de tristeza, moviéndose en ambientes oscuros y sórdidos de mundos impregnados de fatalidad. Dos perdedores huyendo de su pasado, que se saben en un presente sin futuro, y que son sin embargo, contra toda esperanza, capaces de amar y de amarse. El resultado es un cine más hondo y más amargo que el americano que nos arrastra tras sus personajes, habitantes de climas densamente poéticos de un romanticismo desesperado.

 En 1960, sobre guión de François Truffaut, que acababa de presentar con gran éxito su primer largometraje, "Los cuatrocientos golpes", Jean-Luc Godard realiza "À bout de souffle", ("Al final de la escapada"), una película que se percibe en su momento como una nueva forma de hacer cine y que hoy con más de medio siglo a sus espaldas sigue resultando extremadamente actual, hasta el punto de permanecer como un icono de modernidad.

 Es una historia contada en blanco y negro; con diálogos misteriosos e irreverentes; de montaje incoherente y lógico a la vez; filmada en escenarios naturales con una tecnología que abre otra forma de decir. Cargada de guiños de cinéfilo, (alusiones a "Casablanca", "Ciudadano Kane", "Viaggio in Italia"...; también a Renoir; cameos  a lo Hitchcock del propio Godard...), "À boût de souffle" pronto se convertiría en una de las películas más rompedoras de esa corriente fresca e innovadora que se llamó nouvelle vague. Y hoy la imagen de Jean Seberg, pelo cortísimo, pantalón pitillo, suéter anuncio del Herald Tribune y manojo de periódicos bajo el brazo mientras pasea por los Campos Elíseos con Jean-Paul Belmondo, (éste, cigarrillo en boca y sombrero a lo Bogart), es todo un símbolo del cine mundial.

Godard, Truffaut..., tal vez Chabrol. Cuando se piensa en el cine francés de los años '60 son estos nombres de la nouvelle vague los primeros que acuden a la mente, mientras otros de interés no menor quedan injustamente postergados, como el de Melville, hacedor de un cine tan personal, extremadamente elegante, profundo y rico en lecturas.

Frente a su película "Le Samuraï", ("El silencio de un hombre", 1967), nos encontramos situados ante un clásico del género negro trazado con un estilo propio y diferenciado. Se trata de una obra de peculiar grandeza y densa gravedad. Nada que ver por supuesto con el vanguardismo de Godard; el cine de Melville es de una pureza clasicista. Tampoco se trata ya como en el de Marcel Carné de historias de amor; las suyas hablan de soledad y soledades; perseguidores y perseguidos presentados en paralelo, viviendo a veces en estrecha dependencia.

La que nos cuenta en "Samurai" es la de un criminal, un pistolero de rostro aniñado que destila orfandad por todos sus poros. Personaje impenetrable, taciturno, metódico y triste cuyo oficio es asesinar. Profesional impecable que engañado por sus socios tendrá que defenderse en dos frentes: de la policía y de sus cómplices, enzarzados todos en la caza implacable de un hombre solo. Y la película nos relata el camino hacia la muerte de este "samurai" urbano, que no entiende más códigos que el suyo propio y lo cumple con severa gravedad hasta su inevitable final.

 En su estructura nada se aleja de lo usual en este tipo de cine; es la mirada del director la que lo hace distinto; su interés por el universo de aislamiento y ausencia de valores en que el criminal se mueve; su morosidad al reflejarnos los actos cotidianos de este tipo solitario, ejecutados todos como un rito; el modo en que nos obliga a fijarnos en sus objetos habituales: gabardina, sombrero, su cuarto, impersonal y gris... destacados todos ellos por la cámara, como ahondando en el vacío afectivo del personaje, que se mueve en entornos tan desnudos como su propia vida: apartamento anodino, calles desangeladas, ciudades desiertas...

 Con resultados que nada tienen que ver, pero también de soledad y aislamiento, de arrastrar una existencia sin afectos, nos habla "Monsieur Hire" (1989), una historia que desarrolla Patrice Lecont a partir de la novela de George Simenon "La fiançaille de monsieur Hire", consiguiendo una película extraordinaria, muy por encima de lo que hasta entonces había realizado.

 Esta vez se trata de un personaje con un hábito malsano: es un voyeur. No tiene amigos, no cae simpático a nadie. Sus quehaceres cotidianos, realizados en radical aislamiento, ocupan la tediosa rutina de su vida. Y en la soledad de su casa, a oscuras, su mirada acecha a la vecina de enfrente. Así se pasa las horas muertas. Controla todo lo que le sucede ante sus ojos, deduce lo que no puede ver; se obsesiona con ella; se enamora perdidamente de ella. Llega un momento en que la vecina se percata de ser espiada y a partir de ahí la trama irá entrelazando sus vidas y llevándolas por derroteros insospechados.

 La manera en que el director desde el primer momento nos hace cómplices del mirón; la atmósfera casi de culpa que respiramos mientras le miramos mirar, protegidos como él por la oscuridad de la sala; la sutileza además con que nos acerca a este personaje tortuoso y triste, sumergiéndonos en un malestar confuso y un inquietante desconcierto hasta que experimentamos compasión por su infelicidad... todo ello está conseguido con mano maestra.

 Las miradas, los gestos y los diálogos entre los protagonistas, cada elemento está tratado de una forma delicada y sobria para desvelarnos el misterio de un crimen cometido, (¿por quién?),  y unas historias de amor, (que no es una, que son dos), cargadas con toda la profundidad y complejidad que esa pasión puede presentar: el espejismo del enamoramiento; la necesidad de ser querido; la torpeza en la elección del objeto amoroso; la desesperanza de no ser correspondido y el goce de serlo o de creer serlo; la generosidad, la abnegación o la crueldad de que parece hacernos capaces ese sentimiento poderoso; la traición a que puede inducirnos... Todo ello envuelto en un acertadísimo minimalismo musical, obra de Michael Nyman y apoyado en el buen hacer de dos actores, Sandrine Bonnaire y Michael Blanc, que están soberbios, él sobre todo, que construye un personaje oscuro y turbador, capaz de impresionarnos tanto que ya no se nos borrará de la retina.

 Y, por último, "La ceremonie", (La ceremonia), una película de Claude Chabrol de 1995, basada en la novela de Ruth Rendell "A Judgement in Stone", que se tradujo entre nosotros como "La mujer de piedra". Se desarrolla en las proximidades de Saint-Malo, en una elegante casa solariega, aislada y solitaria, donde habita una familia de acomodados burgueses. Su criada, eficiente y discreta ha entablado amistad con una empleada de correos fisgona, manipuladora e independiente, que va tomando cada vez más ascendiente sobre ella. La historia se inicia apacible y serena para irse complicando a medida que se nos van desvelando interioridades de los diferentes personajes implicados en la trama. Los vemos desenvolverse en su medio y Chabrol nos va descubriendo sus manías y mezquindades, sus debilidades, sus secretos incluso. Todo ello con ironía a veces, con maestría siempre, haciendo avanzar la narración que se va cargando de tensión y se va condensando en un universo cada vez más pequeño hasta alcanzar un clima de catástrofe y violencia insospechadas.

 Una película donde no falta la sátira burlesca de la burguesía de provincias, tan del gusto de Chabrol, pero que trasciende el tema para llevarnos por derroteros aún más perturbadores y escalofriantes. La obra evoluciona a un ritmo perfectamente controlado donde se dosifica el suspense de manera magistral y se crea una atmósfera absorbente en la que Sandrine Bonnaire e Isabelle Huppert, a cual mejor dando vida a esa pareja de sicópatas, nos sobrecogen con unas interpretaciones por demás inteligentes. Chabrol, que tantos títulos espléndidos -"El carnicero", "La mujer infiel", "Un asunto de mujeres", "Betty"... y muchos más- ha proporcionado al género negro consigue con esta película una de sus obras mejores.

 

 

 

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