De acuerdo con una de las numerosas anécdotas que se atribuyen a Alejandro Dumas padre, sus desavenencias con un político le condujeron a un duelo. Tanto el político como el escritor eran excelentes tiradores, por lo que decidieron que, en vez de llevar el duelo a efecto, echarían el resultado a suertes. El perdedor quedaba obligado a pegarse él mismo un tiro. Dumas perdió. Llegó el momento de cumplir lo acordado. El escritor se encerró en una habitación con su pistola, mientras algunos amigos esperaban fuera cariacontecidos. Se oye una detonación. Al poco, sale Dumas fumando un puro: "Caballeros, ha ocurrido algo verdaderamente lamentable: ¡he fallado!". La anécdota, con todo el aspecto de ser espuria, merecería ser cierta.
A espada, a pistola, a primera sangre, a muerte, en el claro de un bosque, en la cubierta de un barco, subiendo o bajando por las lóbregas escaleras de un castillo, detrás de una iglesia, a la salida de una posada, con resultado luctuoso, con un final feliz, principio de enconadas enemistades, comienzo de una amistad para toda la vida... ¿De cuántos duelos habremos sido testigos en las páginas de los libros o en las pantallas de los cines? ¿De cuántos protagonistas en nuestra imaginación? ¿Quién no lanzó a un amigo -o a un imaginario contrincante- un retador "En garde!" para comenzar a exhibir sus habilidades en el noble arte de la esgrima? ¿Quién no esperó tenso, espalda contra espalda, a que comenzara la cuenta que marcaba los pasos antes del primer disparo?
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