En los últimos años, cuando se hace público el nombre de la persona ganadora del Premio Noble de Literatura lo normal es que no me suene de nada. Svetlana Alexievich no ha sido una excepción.
También tengo que confesar que habitualmente (por algún mecanismo inconsciente del que no estoy orgulloso) no me interese leer a los premios Nobel. Dentro de mi late un pequeño snob que levanta la nariz ante los escaparates de las grandes superficies y que se resiste a leer lo que aclaman las mayorías por prescripción de los medios de comunicación de masas.
Pero no soy inmune a lo que se cuece en las radios, prensa y redes cada vez que se concede un nuevo Nobel y, en este caso, me llamó la atención que hubiera muchos tertulianos, contertulios y voceros que se extrañaban de que el premio fuera para una periodista. "¿Es que la literatura está tan maltrecha?" "¿Es que ya no hay novelistas que lo merezcan?", clamaban La verdad me sorprendieron esas palabras, escuchadas en más de un medio, porque me resultan injustas y absurdas. Parece que los "opinadores" no se han enterado del interés que despierta la no ficción. Del "hambre de realidad" que, en palabras de David Shields, acompaña a este comienzo del siglo XXI. ¿O es que resulta que Montaigne es menos escritor que tanto novelista posterior? Además, no puedo pensar en el periodismo como en algo menor dentro de la literatura porque disfruto y me emociono con textos de Chaves Nogales, Alvaro Cunqueiro, Josep Pla, Ryszard Kapuscinski o Leila Guerriero.
En fin, que fueron esos comentarios de tertulianos con gustos literarios "viejunos", los que me hicieron interesarme por ella y comentar en una cena "sobre esa escritora bielorrusa que había ganado el Premio Nobel" (en esos momentos ya no retenía su nombre ¡qué más quisiera!). Allí fue donde Silvia Pérez, amiga lectora, me dijo que conocía la obra que Svetlana Alexievich había escrito sobre Chernóbil. Era lo que me faltaba para decidir que lo iba a leer.
Voces de Chernóbil: Crónica del futuro (Debolsillo, 2014) trabaja con testimonios orales sobre el trauma que supuso la mayor catástrofe nuclear de la historia de la humanidad (1986). Fue un accidente, con todas las dosis de negligencia, fanatismo e ignorancia necesarias para que lo grave se convirtiera en gravísimo. Todo el mundo se encogió con las consecuencias. En el caso de Bielorrusia, la tierra de la autora, un país en el que no había una sola central nuclear pero que está pegado a Chernóbil, el accidente supuso una auténtica catástrofe. No se conocía allí nada más terrible que la Gran Guerra Patria (como se conocía en la URSS a la Segunda Guerra Mundial). En Voces de Chernóbil leemos: "[...] los nazis alemanes destruyeron en tierras bielorrusas 619 aldeas, con sus pobladores. Después de Chernóbil, el país perdió 485 aldeas y pueblos: setenta de ellos están enterrados bajo tierra para siempre. Durante la guerra murió uno de cada cuatro bielorrusos; hoy, uno de cada cinco habitantes vive en territorio contaminado. Se trata de 2.100.000 de personas, de las que 700.000 son niños. Entre las causas del descenso demográfico, la radiación ocupa el primer lugar". Hay que tener en cuenta que la población total del país es de diez millones de habitantes.
El libro está escrito a partir de testimonios orales de personas "que estaban allí". Los protagonistas hablan sus propias voces y parecería que la autora no sólo no está presente sino que ni siquiera existe. Naturalmente eso no es así. Detrás hay cientos de entrevistas y un trabajo de buen periodismo.
El libro no sólo es terrorífico creo que lo más terrorífico que he leído nunca porque nos confronta con una realidad, la catástrofe nuclear, que deja de ser algo especulativo para situarse en el terreno de lo real. El miedo, no lo vamos a negar, da mucho morbo y lo cierto es que el libro engancha desde la primera página. Naturalmente, eso tiene mucho que ver con cómo está construido y con la capacidad de la autora para seleccionar, clasificar y poner en orden los testimonios. Mención especial merecen los títulos de cada parte ("La tierra de los muertos", "La corona de la creación" y "La admiración de la tristeza") y de cada uno de los monólogos.
La autora consigue que esa desgracia que ocurrió en el Este se lea en su dimensión más universal y humana. Es verdad que todo se analiza en clave del estado soviético pero las vidas aplastadas, las ilusiones perdidas, la manipulación y la prepotencia del poder son lo suficientemente universales para que podamos identificarnos.