Leonardo Padura. Herejes. Tusquets, 2013
Es un placer contribuir en este blog a una lectura más de un autor esencial como Leopoldo Padura, junto a otros comentarios de grandes novelas suyas como El hombre que amaba a los perros o La novela de mi vida, a los que hay que añadir el publicado por Marta Torres en Folio Complutense, sobre La neblina del ayer. No pocos críticos han calificado Herejes como la mejor de las novelas de quien resultó galardonado con el Príncipe de Asturias 2015. Su última obra, de 2015, es el libro de cuentos Aquello estaba deseando ocurrir.
No es difícil coincidir con esa opinión, máxime cuando nos hallamos ante la confluencia de tres géneros novelísticos cuya ejecución sólo puede llevarse a cabo por quien domina con magistral pericia la técnica narrativa en cualquiera de sus variantes: la novela policíaca, de la mano del inefable Mario Conde, bien conocido por los asiduos de Padura; la novela social, cuya maestría demostró sobradamente en El hombre que amaba... y otras; y novela histórica, que para calificarse de excelente, ha de serlo tanto en su vertiente literaria como histórica, cuyas pruebas el autor pasa con creces, como asimismo pudimos comprobar en El hombre que amaba...
La obra se compone de tres partes diferenciadas, de modo que podrían leerse por separado como si de tres novelas [no tan] cortas se tratase. La primera se desarrolla en la Habana, y es donde mejor se percibe la mezcla de los tres géneros mencionados. El marco del que se sirve Padura para construir esta primera parte es la tragedia de 900 judíos procedentes de una Europa al borde del holocausto, cuyo barco, el Saint Louis, permaneció en 1939 fondeado en la entrada del puerto de la Habana por no obtener el permiso de las autoridades para desembarcar. Se narra entonces la odisea de una de las familias que viajan en el S. Louis, la familia polaca Kaminsky. En el puerto habanero, aferrado a la mano de su tío Joseph, esperaba ansioso el niño Daniel Kaminsky, cuyos padres pudieron mandarle a Cuba meses atrás. Ambos confiaban en que su progenitor pudiera sobornar a algún gobernante cubano con un lienzo auténtico de Rembrandt de valor incalculable que llevaba consigo. Pero no pudo ser y del lienzo nunca más se supo. Como el resto de viajeros, la familia Kaminsky no consiguió pisar suelo cubano y se vio obligada a regresar a Europa, donde encontraría la muerte en los campos de exterminio.
Muchos años después, Elías, hijo de Daniel, encarga a Mario Conde que investigue el paradero de aquel Rembrandt desaparecido. A partir de ese momento, el relato alcanza una fuerza narrativa trepidante, tan propia de escritores de la talla de Padura, donde la intriga policial se mezcla con la tragedia de los Kaminsky, que es la de los 900 judíos del Saint Louis, tan sólo una minúscula muestra de la tragedia del pueblo judío a lo largo de la historia. Intriga, historia y también crítica y denuncia de aquellos políticos cubanos pero también estadounidenses y europeos que se confabularon para negar el asilo de quienes iban a una muerte segura; denuncia sin disimulo de una política cubana actual que rechaza a quienes no piensan de manera correcta, y crítica implacable del dogmatismo judío y de todos los dogmas que impidieron e impiden aún hoy el desarrollo de la libertad individual.
El cuadro de Rembrandt que constituye el eje central sobre el que gira la trama de la primera parte, es asimismo el núcleo de la segunda, a nuestro juicio la mejor de las tres desde un punto de vista estilístico y narrativo. Tiene el interés de una novela histórica ambientada en el Ámsterdam del siglo XVII que incorpora el ensayo artístico como elemento sustancial. El papel que para Rembrandt desempeña el artista en su entorno y su teoría del arte enriquecen de manera notable el texto narrativo, como podemos apreciar en estos pasajes: " Para un artista -dice Rembrandt a su discípulo- todos los compromisos son un lastre: con su iglesia, con un grupo político, hasta con su país. Reducen tu espacio de libertad, y sin libertad no hay arte." En otra ocasión, le recuerda el pintor a su alumno judío: "Tu gente ha sufrido mucho desde hace demasiado tiempo y todo por culpa de un mismo dios que unos ven de una forma y otros de una manera diferente... Siempre habrá iluminados dispuestos a apropiarse de la verdad e imponérsela a los demás... Siempre hay otros hombres que entienden la libertad de otros modos y llegan al extremo de pensar que su modo es el único correcto y con su poder deciden que los demás tienen que practicarla de esa manera... Y ese resulta ser el fin de la libertad".
La exposición que hace Rembrandt de sus técnicas artísticas y de su propia concepción de la pintura es reflejo de su profunda sabiduría y dominio del pincel. Así, para explicar a su alumno cómo representar la tristeza en un cuadro, dice: "La tristeza está más allá de los ojos... Hay que llegar al pensamiento, al alma del hombre para verla y hablar con esas profundidades para intentar reflejarla... Por eso muy pocos hombres han logrado retratar la tristeza... Un hombre triste nunca miraría al espectador. Buscaría algo que está más allá de quien le observa, una huella remota, perdida en la distancia y a la vez dentro de sí mismo. Nunca miraría hacia arriba... Tampoco hacia abajo. Debe tener la mirada fija en lo insondable... El rostro levemente inclinado hacia adentro, la luz no demasiado brillante en la mejilla que da al espectador, los párpados bien visibles... Para hacer que el rostro resalte y puedas concentrar la fuerza en él, lo mejor siempre ha sido un fondo marrón oscuro, pero nunca negro: la profundidad de la atmósfera se confundiría con la profundidad de los sentimientos, los reiteraría y acabaría con su misterio".
Vuelve en esta segunda parte a la crítica del dogma judío que prohíbe a los miembros de esta colectividad el ejercicio de la pintura, por tratarse, como la musulmana, de una religión iconoclasta, de ahí la persecución que sufre el discípulo de Rembrandt y todos los judíos que cuestionan los dogmas de quienes pretenden someter el libre pensamiento. "Son ellos [los rabinos] -advierte el pintor a su alumno- los que ponderan la libertad, quienes te castigarían sin piedad si supieran por qué estás aquí... Aunque sólo sea porque te gusta pintar y no porque pretendías ser un idólatra".
La tercera y última parte consideramos que es la menos lograda. Vuelve la intriga pero introduciendo elementos que, a nuestro juicio, rompen el hilo narrativo de la novela y, finalmente, deja en manos del lector la interpretación de lo que pudo haber pasado con el lienzo de Rembrandt.