Comento el último libro del escritor complutense "Medardo Fraile ", que vino a presentar su libro a la Biblioteca Histórica Marqués de Valdecilla. Un verdadero lujo para nuestra Universidad.
Permítanme comenzar esta columna con una anécdota y una confesión. Conocí a Medardo Fraile el pasado mes de mayo, en una cena organizada por nuestro común amigo José López Rueda y su mujer Adelina; amigos desde los tiempos en que dirigían en Alcalá el programa de la Universidad de Bowling Green; es decir, amigos desde hace muchos años. Fue una cena maravillosa, en que Medardo comenzó a recordar una vida que se entretejía con los de la historia de Madrid y con el ambiente cultural y literario de los años de la postguerra. Seguramente son historias conocidas por muchos pero a mí me parecieron fascinantes. Tanto que estuvo toda la noche diluviando, con esas lluvias feroces y sin límites que a veces nos sorprende mayo.
Pero nosotros ni nos enteramos, así como estábamos pegados al hilo de su voz, de sus historias, de sus cuentos, de los recuerdos de Medardo Fraile, que es capaz de diseccionar la realidad con la elegancia de un cirujano experto, de esos que te hacen varias operaciones a corazón abierto sin pestañear, sin perder ni la sonrisa ni la blancura de su bata. Y aquí es pertinente mi confesión, que es la demostración de las lagunas (casi océanos) en mi cultura, en la de toda mi generación me atrevería a decir. Cuando llegué a la casa de Pepe y Adelina tan sólo conocía a Medardo Fraile de nombre lejano, como prologuista de un libro de poemas de José López Rueda publicado en Venezuela y pocas noticias más sacadas de allí y allá. A nuestra generación nos han robado una parte bien importante de nuestra historia, de nuestro pasado: la de la tercera República, a la que nunca se llegaba en los libros de textos, y la de la primera postguerra. En la literatura, después de la Generación del 27, con algunos epígonos adscritos a ellas con todo derecho como Miguel Hernández, se pasaba a la generación del cincuenta (Ángel González, Claudio Rodríguez...), y de allí a los grandes autores de los años setenta, esas obras vanguardistas... detrás sólo quedaban algunos nombres sueltos (Luis Rosales, Blas de Otero, Gabriel Celaya, Buero Vallejo...), y la sombra imponente de algunos narradores que llegaron a lo más alto, como Camilo José Cela. Y poco más. Carmen Martín Gaite o Ferlosio eran autores sin tiempo; y de Aldecoa se hablaba como de una leyenda. Poco más. Pero hubo mucha más vida. Mucha más literatura. Y de la buena, tanto en teatro como en el cuento, en poesía como en novela. Mucho más.
Medardo Fraile acaba de publicar un curioso libro que recomiendo para todos aquellos que quieran adentrarse en este momento fascinante de nuestro tiempo, y hacerlo de la mano de alguien que lo vivió, de alguien que no tiene que inventarse tramas policíacas o novelescas tan de moda en la actualidad: “El cuento de siempre acabar ” (Valencia, Pretextos, 2009). Un curioso libro porque es de memorias ya que cuenta su vida desde sus primeros recuerdos hasta su viaje a Inglaterra en los años sesenta; pero al mismo tiempo, es una novela, un conjunto de cuentos, un verdadero perfil de una época a partir de los ojos de un niño, de un joven, de un hombre maduro. Medardo Fraile, que comenzó con Paso y Sastre, compañeros suyos de aula, una renovación del teatro en la primera postguerra, con un movimiento que, sin ser casualidad, se llamó “Arte nuevo”, es sin duda uno de los mejores cuentistas que ha dado la literatura española del siglo XX. Unos cuentos que son capaces de situarte en una época, en unas costumbres, en unos sentimientos y sensaciones en tan solo unos folios, con pocas palabras y mucha maestría. Cuentos que parecen ventanas abiertas a la realidad. Ventanas por las que nosotros podemos conocer los sentimientos de los otros, sus pensamientos, sus miedos y alegrías... su vida, a fin de cuentas. Si del desconocimiento del primer momento (que confieso con cierto rubor) pasé a la iluminación al leer los cuentos de Medardo en una antigua edición de Alianza Editorial, con el libro “El cuento de siempre acabar” he dado el salto al deslumbramiento. Ya que aquí, en sus más de seiscientas páginas -que se leen como una tormenta- se conjugan magistralmente el arte del escritor con la vida, con esa vida que dio sentido a su obra. ¿Es un texto de memorias o es un interminable cuento -el de nunca acabar- que tiene los recuerdos y la vida de Medardo como hilo conductor?
Escuchen cómo se narra el comienzo de la guerra civil: “La tarde del 17 de julio en Madrid fue nublada y ventosa y yo, que todavía no calificaba el tiempo de alegre o triste, me fui a jugar una partida de ras a San Fermín de los Navarros con cualquiera que estuviera allí. Las puertas de la vivienda de los religiosos, a ambos lados de la iglesia, estaban cerradas. Llamé repetidas veces sin obtener respuesta y, cuando me marchaba, se abrió a medias una de ellas y el padre Antonio, un sacerdote joven, me diijo: 'Vete a casa, hijo mío, que se han sublevado los militares en África'” (p. 95). Parecen líneas sacadas de cualquier conversación, de cualquier evocación, pero no es así: en unas líneas se nos presenta el ambiente distendido el día del alzamiento por parte de un niño, la preocupación de los religiosos, el tono paternalista del más joven y ese no juzgar tan sólo informar: “se han sublevado”... nada de reconquistas, de alzamientos; nada de adelantar lo que vendría después.