Habrá a quien Ford Madox Ford le suene acaso vagamente como el escritor británico con el que Joseph Conrad escribió a dúo hasta que se sintió suficientemente seguro de su inglés. En solitario, Ford Madox Ford fue un autor prolífico. Escribió muchos libros: más de 80, de los géneros más diversos, entre los dieciocho y los sesenta y cinco años, edad a la que falleció. Editó a bastantes otros autores: en la lista aparecerían nombres tales como Thomas Hardy, Conrad, J. Galsworthy, Henry James, W.B. Yeats, Ezra Pound, D.H. Lawrence -de quien fue su primer descubridor, según propia confesión, con sólo leerle un párrafo-, Wyndham Lewis, James Joyce, E.E. Cummings, Gertrud Stein, Hemingway, Paul Valery y Jean Rhys -una de sus muchas amantes-.
Tuvo numerosos amores -era tan enamoradizo como atractivo para las mujeres, aunque no por su físico (¡Ver foto! Por cierto que Ford se parece muchísimo al fallecido actor Brion James, habitual "malo" en pelis como Blade Runner)- y cultivó muchos huertos -uno de sus sueños, que su propio carácter inquieto rendía siempre imposible, fue el de una sosegada vida campestre dedicada a la agricultura-. El mismo Ford apuntó con fina autoironía que, si hubiera cavado menos huertos y escrito menos libros, hubiera alcanzado mejores cosechas y mejores obras. De las mujeres no dijo nada. Entre todas sus obras, de muy desigual valor, destaca una novela que se encuentra entre las más exquisitas obras maestras del género: El buen soldado.
El buen soldado tiene una cohorte de admiradores -el premio Nobel de literatura Imre Kertész confiesa, por ejemplo, haberla leído once veces-, entre los cuales humildemente me incluyo. Hay quien la califica como una novela prácticamente perfecta. Ford, en la dedicatoria de la segunda edición de la novela a la que por entonces era su mujer, Stella Bowen, se pregunta asombrado al releer su propia obra: "Cielo santo, ¿es posible que yo escribiera tan bien por entonces?".
El planteamiento de El buen soldado parece sencillo. La historia se sitúa en los años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial -Ford comenzó a escribir la novela en 1913 y la publicó a comienzos de 1915- y nos narra las relaciones a lo largo de esos años de dos acomodados matrimonios, uno americano y otro británico. Todos ellos son "buena gente", pero nada es como aparenta: bajo la tersa superficie de sus perfectas relaciones fluyó desde un principio un torrente de pasiones enrarecidas. Quien nos lo cuenta, entre el horror y la estupefacción, es John Dowell, el marido americano, el último en enterarse.
John Dowell es lo más alejado que uno pueda imaginar al narrador omnisciente de la novela clásica. Año tras año se desarrolló delante de él una historia de pasiones enconadas y rencores sin que él fuera capaz de advertir nada. Dowell nos cuenta, al margen de toda reconstrucción lineal, yendo y viniendo una y otra vez sobre los mismos acontecimientos para descubrirles un significado antes insospechado, cómo, generalmente por boca de otros, fue enterándose de lo que en verdad ocurría. Dowell nunca está seguro. Se sabe un testigo poco fiable. Ha tenido que releer los acontecimientos y cambiar su juicio sobre ellos demasiadas veces como para fiarse definitivamente de su competencia para interpretar y juzgar.
El buen soldado es, en sí misma, una obra abierta a múltiples interpretaciones. Nadie se pone de acuerdo sobre cuál es su verdadero tema de fondo (¿lo necesita una novela?). A mí me ayuda considerarla en comparación con las novelas de la espléndida Jane Austen, autora que tantos admiradores tiene en este blog. Dicho muy brevemente: en las maravillosas novelas de Austen sus protagonistas, al principio, no saben interpretarse a sí mismas ni a los demás. Cuando, a través de sus errores, lo aprenden y, con ello, descubren lo que realmente quieren, consiguen encontrar su lugar en el mundo. En El buen soldado sucede justamente lo contrario: todo parece estar inicialmente en su sitio. Poco a poco descubrimos que no es así, que nada encaja y, cuanto más conocemos a los demás, más clara queda la imposibilidad de engarzar los deseos de unos y otros en unas relaciones satisfactorias. Que nadie tiene lo que quiere es una de las conclusiones de la obra que el propio Ford nos ofrece.
En el momento en el que Ford sitúa y escribe su novela todo un mundo está a punto de romperse en pedazos. La cruel guerra que pronto estallará cumplirá la tarea. Pero ya hace tiempo que, bajo las apariencias de que "todo va bien", todo se descompone. El mundo ha dejado de resultar acogedor, ni siquiera, como en las novelas de Austen, en la forma de un nidito de felicidad burguesa lejos del mundanal ruido. Ya no resulta posible una narración coherente que nos muestre cómo hallar en el mundo aquello que realmente queremos, para acomodarnos a él. Ya no nos encontramos en el mundo como en casa y no conseguimos orientarnos. Ya no hay final feliz.
Desesperanzada, lúcida con nuestro anhelo y nuestro desconcierto, compasiva también, El buen soldado es una novela apasionante que se puede leer muchas veces (¡que se lo digan a Kertész!) porque cada lectura nos descubre algo nuevo.
Para comprobar la calidad de cualquier novela, Ford nos sugería la "prueba de la página 99". Se trata de abrir la novela en cuestión por la página 99: si ésta nos parece buena, la novela nos lo parecerá también. Tiene su lógica: no es el principio, no es el final, si el escritor se ha esmerado en la página 99, quiere decir que todo el libro probablemente sea bueno. Yo voy a traicionar un poco la sugerencia y, si alguien tiene a mano la traducción castellana en la edición de Cátedra, que es la versión castellana que yo tengo, le pido que la abra algunas páginas después: entre la 108 y la 109. Desde hace algunas páginas, Dowell describe la primera vez que vio a Edward Ashburnham, el marido inglés, el "buen soldado". Teddy Ashburnham entra en un salón donde le espera Leonora, su mujer. De repente, Dowell cree apenas advertir dos gestos insinuados en su mirada de perfecta inexpresividad británica: una mirada de reconocimiento llena de orgullo hacia su bella mujer, por la que hace mucho tiempo que no se siente atraído, y otra mirada valorando las posibilidades de una nueva conquista en alguna dama de aspecto frágil o en apuros, las únicas por las que, como un perfecto caballero andante, se siente encandilado. La elegida resulta ser Florence, la mujer de Dowell. En apenas una mirada, el drama está servido. ¡Realmente Ford escribía muy bien por entonces!
Para el lapidario: "Si te gusta mucho un libro nuevo, puedes llamarlo literatura aunque nadie en el mundo esté de acuerdo contigo; y si un libro no te gusta, puedes proclamar que no es literatura, aunque un millón de voces te griten que estás equivocado. La decisión última la dará el Tiempo." (Ford Madox Ford, The March of Literature, 1939)
Ana Isabel Rábade Obradó