Collins, W., Sin nombre [No name]. Barcelona, Alba, 1998.
Quien todavía no haya leído a Wilkie Collins, por poco aficionado que sea a la lectura, que eche a correr a la biblioteca o a la librería más próximas y se haga con cualquiera de sus grandes (en la doble acepción de estupendas y gruesas) novelas, especialmente La piedra lunar (varias veces adaptada al cine y la televisión), La dama de blanco o, la que a mí más me gusta, Sin nombre (soy algo menos fan de otras también conocidas como Armadale).
Wilkie Collins tiene una virtud nada fácil de encontrar (aparte de haber sido capaz de vivir con dos mujeres a la vez en dos hogares distintos): es un escritor tremendamente ameno y, además, de una calidad literaria asombrosa, a la altura de los más grandes -tanto como Charles Dickens, su gran mentor y amigo íntimo (hasta que el hermano pequeño de Wilkie se casó con una hija suya). Suele considerarse a Collins el padre de la novela detectivesca (el Sargento Cuff de La piedra es un precedente clarísimo -y a mi parecer aventajado- del Sherlock Holmes de Doyle y, por supuesto, de los Poirot y Miss Marple de Christie); su técnica narrativa es magistral, en particular cuando, a través de cartas de diversos personajes, narra los mismos hechos con perspectivas, lenguajes y psicologías distintos; sus tramas son ingeniosísimas (a veces, particularmente en el caso de Sin nombre, tan intrincadas que no sabe bien cómo resolverlas); denuncia a través de sus historias injusticias sociales de la Inglaterra victoriana (a decir de Somerset Maugham, la insistencia creciente en este punto fue lo que terminó mermando la calidad literaria de su producción tardía; además del abuso del láudano, que ingería generosamente para combatir una gota reumática); pero, por encima de todo, Wilkie Collins es el padre de algunos de los personajes más singulares y, en algunos casos, hilarantes de la historia de la literatura universal. Dejando aparte a la terrorífica Lydia Gwilt de Armadale, algunos de sus "villanos", en especial el Conde Fosco de La dama y, sobre todo, el Capitán Wragge de Sin nombre, son creaciones absolutamente geniales que nadie debería perderse; son unos malos tan entrañables y divertidos que uno llega a quererlos de verdad.
En cuanto a la protagonista de Sin nombre, Magdalen Vanstone, es la antítesis misma de los tópicos femeninos románticos, tanto de la lánguida damisela, como de la malvada femme fatale; es una mujer con auténticos motivos para obrar como lo hace -porque la injusta justicia inglesa le priva de su nombre y de su herencia- y hace gala de tales arrestos, tal inteligencia, tal desparpajo y tal determinación que uno no deja de asombrarse a medida que avanza en la lectura. Su alianza con el Capitán Wragge -autodenominado "agricultor moral" y un perfecto e imaginativo sinvergüenza, que anota en un libro de cuentas, con la meticulosidad de un contable, los réditos de sus sablazos- para timar al grimoso Noel Vanstone conduce al lector a cotas de diversión prácticamente inigualables. La narración alcanza tal brillo en esos pasajes que no es de extrañar que -al menos en mi opinión- la última parte del libro no consiga rayar a tanta altura. Pero no importa: como sucede con las personas, una vez que un libro te ha atrapado y te ha enamorado de verdad, terminas por encariñarte hasta con sus defectos.
Javier García García