"Desgraciado aquél a quien como su sombra asusta el ladrido de los perros y el viento siega, y pobre aquél quien, medio vivo, limosna pide a la sombra"
Ósip Mandelstam fue uno de los más grandes ensayistas y poetas que ha dado Rusia a la literatura universal, con obras poéticas como Cuadernos de Vorónezh, Tristia, Segundo cuaderno, La sirena, o La piedra; y los ensayos: La cuarta prosa, Coloquio sobre Dante, El rumor del tiempo, etc. Su Oda a Stalin, de 1934, cuyos versos produjeron la ira del tirano, le costó una condena de tres años en un gulag próximo a los Urales:
"Vivimos sin sentir el país a nuestros pies, /nuestras palabras no se escuchan a diez pasos./La más breve de las pláticas / gravita, quejosa, al montañés del Kremlin./ Sus dedos gordos parecen grasientos gusanos, / como pesas certeras las palabras de su boca caen. / Aletea la risa bajo sus bigotes de cucaracha... / Una chusma de jefes de cuello blanco lo rodea, / infrahombres con los que él se divierte y juega. / Uno silba, otro maúlla, otro gime, / sólo él parlotea y dictamina. / Como herraduras forja un decreto tras otro: / A uno al bajo vientre, al otro en la frente, al tercero en la ceja, al cuarto en el ojo, / y cada ejecución es un bendito don / que regocija el ancho pecho del Osseta".
Puesto en libertad en 1937, pocos meses después volvería a ser detenido y confinado en un campo de concentración cercano a Vladivostok. Su precaria salud no le permitió soportar los malos tratos y los rigores del gulag y moriría en diciembre de 1938 durante un traslado forzoso a otro campo. "Los supervivientes -advierte Nadiezdha Mandelstam en el capítulo La Oda (pág. 328)- resultaron tan muertos como los difuntos". El llamado "deshielo de Jruschov" rehabilitó la memoria y parte de la obra del poeta en 1956, año en el que su viuda Nadiezdha Mandelstam fue autorizada a regresar a Moscú. Cuando su marido fue arrestado la primera vez, logró huir de las persecuciones a que fue sometida. Durante dieciocho años tuvo prohibida la entrada a cualquiera de las ciudades importantes como Moscú o Leningrado, teniendo que sobrevivir en aldeas y pequeñas ciudades de manera muy precaria como profesora de inglés. No fue hasta su vuelta a la capital cuando pudo iniciar este relato sobre la trágica historia de su marido y de todos los poetas que como él sufrieron la falta de libertad de un régimen que pretendía bajar el paraíso a la tierra.
El poeta ruso Joseph Brodsky escribe en el prólogo: "En los años treinta y cuarenta el régimen creaba viudas de escritores con una eficacia tal que a mediados de los sesenta había un número suficiente como para haber organizado un sindicato". Y en 1984 había escrito: "No hay ningún país que domine como Rusia el arte de la destrucción de sus súbditos, y un hombre con una pluma en la mano no puede remediar la situación" (cita tomada de Letras libres, nº 13, enero 2000).
Las memorias de Nadiezdha Mandelstam poseen en sí mismo un valor literario indiscutible por su prosa y su estilo esmerado, además de la traducción excelente de Lydia Kúper. Brodsky le otorga, además, un particular significado que no podemos obviar: la autora pretendió, y logró con creces, conservar no sólo la memoria de su esposo, sino sus propios versos. "Durante cuarenta y dos años -afirma Brodsky-, se convirtió en la viuda de ellos, no de él". Porque durante décadas, el papel era un material peligroso en la Rusia soviética para los escritores como Ósip Mandelstam, Anna Ajmátova, el mismo Joseph Brodsky y tantos otros poetas, novelistas, intelectuales, científicos o artistas que cuestionaran cualquier dogma de la dictadura impuesta por Stalin. Nadiezdha Mandelstam decidió confiar a la memoria lo que resultaba arriesgado confiar al papel, y para ello se dedicó durante largos años a repetir día y noche los versos de su esposo encarcelado en Vorónezh o algún otro de los gulags que el régimen poseía en todo el territorio soviético para relegar a sus disidentes. Con sus repeticiones, la viuda del poeta logró no sólo comprender su obra con toda la carga de profundidad que conlleva sino principalmente resucitar su auténtica voz rescatando sus entonaciones, su ritmo o su timbre, impregnándose de su palabra ausente para sentir su presencia. Como dice Brodsky, "si hay algún sustituto para el amor, es la memoria. Memorizar es restaurar la intimidad". Pero la autora no sólo contribuyó a rescatar los versos y la memoria de su esposo. Hizo también lo propio con su gran amiga y también inmensa poeta igualmente repudiada por la dictadura, Anna Ajmátova. Nadiezdha Mandelstam y su esposo lograron convertirse, gracias a la implacable labor de conservación de ella, en autoridad moral y cultural de la nación rusa, cuya conciencia fue magistralmente iluminada por sus obras.
Los esposos Mandelstam sentían que el régimen de Stalin había sumido al país en una profunda ignorancia porque toda expresión cultural o artística no ya que cuestionara sino tan siquiera se desviase un milímetro de los rígidos esquemas impuestos por la dictadura era violentamente perseguida y repudiada y sus autores encarcelados. Para el régimen, el arte y la literatura debían cumplir el encargo de la clase, de modo que todo escritor o artista debía necesariamente ponerse del lado de su clase, el proletariado. Conceptos como ‘honor' o ‘conciencia' desaparecieron del lenguaje si no era para vincularlos a la clase obrera (pág. 264). "Lo ‘viejo' -recuerda la autora- debía ceder plaza a lo ‘nuevo'... Esta concepción era fruto de la teoría del progreso y del determinismo histórico de la nueva religión. Los capituladores socavaban todos los viejos conceptos por el mero hecho de que eran viejos y por consiguiente habían caducado".
"Lo más terrible -afirma Nadiezdha Mandelstam en el capítulo Los trabajadores de la industria textil- es la falta de cultura y en un terreno así se hallará siempre el terreno abonado para el fascismo, para las formas bajas del nacionalismo, para el odio hacia todo lo intelectual" (pág. 533). Por eso, el poeta reivindica en uno de sus principales ensayos, Coloquio sobre Dante, "el derecho al susurro de los labios" (Cap. El suicida, pág. 510) y habla de su lucha "por la dignidad del poeta, por el derecho a la voz", que determinaron su vida y su obra.
En palabras de su mujer, Mandelstam se sentía como "la voz que se expande por las ciudades soviéticas". Así, el tema central de otra de sus obras, Segundo cuaderno, es la autoafirmación del poeta en la poesía, objetivo que no se alcanza por el solo raciocinio porque se trata de un fenómeno y no de un propósito racional (Cap. El último invierno en Vorónezh, pág. 321). Para el poeta, "la poesía despierta a la gente y forma [y estimula] su conciencia... y el intelecto" (Cap. El anunciador de la nueva vida, pág. 521). Mientras escribe versos, el poeta va comprendiendo la realidad porque en aquellos" existe un elemento de anticipación del futuro". Para el artista, la percepción del mundo "es el medio y el instrumento de su trabajo" (El archivo y la voz, pág. 424).
Igual que su gran amiga la poeta Anna Ajmátova, Mandelstam se sentía partícipe de una de las escuelas poéticas más importantes de Rusia, el acmeísmo, corriente opuesta al simbolismo impuesto en la Rusia de los soviets, y que el propio poeta definía como "la nostalgia por la cultura universal". No es casual que el acmeísmo pusiera la cultura en el primer plano de todas las manifestaciones humanas, "sin la cual no hay historia", y esta idea le llevó a sentir el Mediterráneo como tierra sagrada. Ello explica sus constantes referencias a Italia y a Roma en sus versos, y a La Toscana en particular, porque, según sus propias palabras, "pertenecían a toda la humanidad" (pág. 392). Mandelstam sentía a Roma como el lugar del hombre en el Universo. Incluía también en el Mediterráneo a Crimea, Georgia y Armenia: el mar Negro que las unía con el Mediterráneo y la cultura universal, tal como exponía en su poema a Ariosto: "Fundiremos en un solo y fraternal azul tus rosicleres y nuestras costas del mar Negro..." (pág. 396). En sus comentarios al Viaje a Italia de Goethe, Mandelstam afirmaba que "la peregrinación a los sagrados lugares de la cultura europea era una etapa necesaria y decisiva en la vida de cada artista" (Cap. Italia, pág. 399).
"No había elegido a Dante por azar para exponer su credo poético" -indica Nadiezdha. Dante era para él la fuente de la cual emanaba toda la poesía europea y la medida de la certeza poética. En su Coloquio sobre Dante, habla del "injerto italiano" de algunos poetas rusos" (id., pág. 398). Mandelstam fue uno de los mayores especialistas rusos en Dante y llegó a memorizar los versos de la Divina Comedia para soportar los rigores de su confinamiento.
Para Mandelstam el verdadero siglo de oro era el s. XIX porque era el siglo del humanismo, de las tendencias liberales; el siglo de Pushkin, Chéjov, Tolstoi, Dostoievsky y del legado de Goethe y otros artistas y escritores universales, como afirmaba en el Coloquio sobre Dante. La idea de crear una sociedad utópica que asegurara la felicidad de todos los hombres era un producto de aquel siglo que el XX recogió y trató de llevar a la práctica en experimentos como la Rusia de la Revolución. La paradoja surgió cuando hubo que recurrir a una autoridad férrea para lograr el ideal de la sociedad feliz, rompiendo así los principios de libertad preconizados por el humanismo; ello llevó a Mandelstam, entre otras causas, al convencimiento de que el objetivo de la historia no era la felicidad del hombre. Por el contrario, consideraba la teoría de la felicidad "la más burguesa de toda la herencia del siglo XX" (id., pág. 394).
"La libertad de pensamiento, criatura amada del humanismo, minaba la autoridad -afirma Nadiezhda recordando las palabras de su esposo- [...] El programa racionalista de las transformaciones sociales exigía una fe ciega y la subordinación a la autoridad", (Cap. La estructura social, pág. 403-404). "El humanismo del s. XIX -escribe recordando las conversaciones con su marido- sufrió una dura crisis, se derrumbaron todos sus valores éticos porque se basaban únicamente en las necesidades y deseos del ser humano o, simplemente, por su anhelo de ser feliz. El s. XX, por el contrario, nos demostró con meridiana claridad que el mal posee una inmensa fuerza de autodestrucción", cuyo devenir "aboca irremisiblemente al absurdo y al suicidio". "También comprendimos que el mal, al autodestruirse, puede acabar con toda la vida en la tierra" (Cap. La casualidad, pág. 454).
A pesar de su propio sufrimiento y el de su marido, Nadiezhda se confiesa una "optimista incorregible" y se muestra esperanzada en el triunfo de un nuevo humanismo, convencida de que la historia "apartará durante mucho tiempo a los hombres de teorías, seductoras a primera vista, según las cuales el fin justifica los medios. Mandelstam me enseñó a creer que la historia es la comprobación en la acción y en la experiencia de los caminos del bien y del mal. Hemos comprobado los caminos del mal. ¿Sentiremos acaso deseos de volver a ellos? ¿No suenan ahora con fuerza mayor las voces que hablan de la conciencia y de la bondad?", se pregunta, para continuar diciendo que "fuimos testigos de cómo triunfó la voluntad del mal, una vez mancillados y pisoteados los valores del humanismo. La causa de ello, a mi entender, radica en que esos valores no tenían ninguna base, si exceptuamos el entusiasmo ante el intelecto humano" (Cap. El anunciador de la nueva vida, pág. 514-515). Nadiezhda confía en la capacidad que tiene el hombre de aprender de la historia, de los crímenes y de los errores del pasado. Igual que Rusia salvó la civilización cristiana europea de los tártaros, también la ha salvado del racionalismo y del positivismo y su principal consecuencia: la voluntad del mal.