Los cientos de kilómetros que separan Madrid del País Vasco no es solo una distancia geográfica y espacial. Lo es también de cultura y de realidad. En unos segundos, la televisión nos ofrecía una imagen; una fotografía de un instante que nosotros convertíamos en la película de la realidad, de su realidad. Y eso que por aquellos años las televisiones y las radios no habían descubierto el chollo de los "tertulianos", que les llenan horas y horas de programación hablando de cualquier cosa: para eso le pagan, para hablar y hablar y hablar. "El hombre solo" eran más que palabras: éramos todos nosotros que no estábamos allí pero que, de pronto, nos sentimos dentro de la película de una realidad que nos superaba por falta de datos, falta de sentimientos. A los dos años, Atxaga volvía al mismo tema con "Esos cielos" y luego un silencio con una nueva novela, "El hijo del acordeonista", del 2004, que espero leer en estos días. Confieso que, cuando se publicó, nada me atrajo de ella: Bernardo Atxaga, de alguna manera que ahora desconozco, se había convertido, sin él quererlo y sin yo saberlo, en autor de una única novela, en una autor "solitario" como el protagonista de "El hombre solo".
Pero Atxaga es mucho más que eso. Cómo no podía ser de otro modo en uno de los novelistas más interesantes de nuestra literatura actual, de esos que quedarán cuando los vendavales mediáticos tengan que dejar paso al poso lento y cruel de la historia. Y paso a paso, novela a novela, como deben ir haciendo los escritores, Atxaga va creando una obra, en que su estilo se reconoce, su control del pulso narrativo, al tiempo que no renuncia a abrirse a nuevos territorios, a jugar a confundirnos cuando, como los grandes escritores, termina por hablar siempre de lo mismo, de sus pasiones y obsesiones, como lo es la soledad, la geografía agresiva, y el final trágico cuando uno se deja llevar por las pasiones.
Las siete casas francesas hace alusión a un sueño, a un capricho más bien, de la mujer del poeta y militar belga Lalande Biran: poseer siete casas en Francia como muestra de su éxito y triunfo. Siete casas situadas en los espacios reconocidos por la nobleza europea como lugares de encuentro. Un sueño lejano, ya que la acción de la novela se desarrollará en Yangambi, una aldea perdida al lado del río Congo, desde donde el rey Leopoldo II de Bélgica atesora su fortuna de las colonias, gracias al comercio de la caoba y de los cuernos de rinoceronte. Será este negocio, hábilmente camuflado por Lalande, su segundo a bordo, Van Thiegel, y el asesoramiento y ayuda de Toisonet y los paraísos fiscales y bancarios suizos, el que le permita a Lalande cumplir el sueño de su mujer y, por extensión, el suyo propio: abandonar la selva congoleña para volver a París donde ya se imagina triunfante en las tertulias literarias con sus poemas llenos de una fuerza renovada y renovadora. El amparo de la autoridad de la Force Publique hace que el poblado de Yangambi parezca un universo estable, en que los peligros del exterior, el peligro de los insurgentes, del sonido atronador de la selva y de los mandriles no sea más que el eco lejano de amenazas que quedan muy lejos. Pero es todo una apariencia. La presencia de Chrysostome Liège, que llegará a convertirse en una leyenda por su puntería, vendrá a mostrar a todos el espejo distorsionado de nuestras vidas y sacará el demonio que todos llevamos dentro. La aparente tranquilidad se quebrará para siempre. Y así esta novela que habla de sueños y de pesadillas del siglo XIX, de Bélgica, París y el Congo en realidad no deja de ser una novela más de España y del País Vasco. Una novela más de nosotros mismos, de los oscuros y sombríos rincones que habitan en nuestro corazón. Ayer y hoy. Y lamentablemente, seguramente también mañana.