Más que una reseña es un homenaje a Alberto Ortiz El Negro, que nos acaba de dejar estas pasadas navidades carentes de piedad.
Conocí al Negro hace unos años de la mano de Silvia Fois, su compañera del alma, gran amiga y bibliotecaria de la Universidad argentina de Córdoba. Ellos me abrieron sus brazos y las puertas de su casa acogedora de Córdoba donde pasé días felices. De esta amistad nació la del Negro como un contagio fecundo. Dicen que no hay mejor contagio que el surgido entre los amigos verdaderos. La sensibilidad y la inteligencia que destila su poesía nace del alma que la hace manar como una surgencia cristalina cuya transparencia fluye por las páginas de este libro y nos contagia en toda su plenitud. Por todo ello, es difícil aceptar su desaparición y más difícil aún ponernos en la piel de Silvia y de sus hijos Jero y Lautaro. Estas palabras van dedicadas a ellos muy especialmente.
"Cada instante no volverá pero se podrá recordar, cuando los magos congelen espacio y tiempo", dice su hijo Jero en las palabras que anteceden a los poemas de su padre. El Negro, que además de gran poeta fue un excelente fotógrafo -algunas de cuyas imágenes figuran en este libro-, plasmó cada instante de Córdoba, la ciudad donde "eligió nacer". Ahora, los magos han congelado el tiempo y el espacio para siempre en la mirada poética y fotográfica del Negro, de manera que quienes le queremos vamos a contemplar Córdoba a través del imborrable recuerdo que nos imprime para siempre su mirada artística, capaz, en palabras de Silvia, de "eternizar en el tiempo todo aquello que redescubre en la palabra y la imagen". Mirada que la propia Silvia compara con la de Galileo, "que observa el infinito del asombro y agrega con la lente de su cámara un tercer ojo a su mirada escudriñante de la vida".
"Córdoba nos da la posibilidad de encontrarnos con Alberto Ortiz que nos ofrenda la convicción profunda de su mirar cordobés, la palabra ha sido engalanada con música. La música se prestigió con la palabra... Una mirada nueva habitará nuestra sangre, sólo es preciso reconocernos en la caricia de la emoción, el aroma de la metáfora y el murmullo de una lectura tranquila y gozosa", que Jorge Mario Ortiz nos invita a disfrutar en su prólogo.
"Tu profesión de poeta y fotógrafo -expresa Lautaro, su otro hijo querido- se presenta en el arte como herramienta que plasma mediante la magia de las palabras y la luz de la imagen las victorias y derrotas de tu pueblo rebelde y doctoral, el Cordobés". Porque además de poeta y fotógrafo, Alberto nunca dejó, de la mano de Silvia, de Lautaro y de Jero, de luchar por que Argentina y el mundo fuera un lugar para la armonía y la felicidad, y en su ciudad, por la memoria de quienes dejaron su vida en ese empeño.
Sus versos y sus fotos son también testigos del horror que vivió ese país hermano con treinta mil compatriotas cuyas miradas cegadas por el odio nos vuelven irremediablemente más ciegos si no somos capaces de mantener viva esa memoria exigiendo la justicia que nunca tuvieron.
30 mil miradas menos
es un modo de estar ciegos
De la mano de Alberto y de Silvia conocí el recuerdo de la infamia en el campo de exterminio La Perla donde desaparecieron varios miles de detenidos, muchos arrojados a los vuelos de la muerte. En sus paredes rezuma el sufrimiento y el aire trae hedores de odio y de muerte de quienes nunca perdieron su dignidad.
Canción de quererlos cerca
necesidad de que alumbren
para que tantas mentiras
nunca se vuelvan costumbre
Enrique Cáceres, alter ego de Alberto Ortiz, "eligió nacer en Córdoba" no se sabe bien por qué; acaso, porque "lo sedujo el carácter femenino de su nombre", aunque sabemos que su nombre preferido de mujer era Silvia, cuyo corazón compartía sin remedio con su querida ciudad; acaso porque sin moverse de la plaza Colón gustaba "sumergirse con el sol entre las sierras de la tarde" que un día recorrimos atravesando interminables plantaciones de soja camino de las misiones jesuíticas cordobesas; o porque decidió "aprender el idioma cordobés en la mejor escuela".
Córdoba se entregó a Enrique Casas de romántica.
Fue entonces cuando ella se desnudó entera.
Le mostró su piel, y en su piel las huellas que le fueron dejando cada día,
cada mito, cada lucha, cada hijo, cada miedo, cada risa, cada sueño.
Las marcas de haber vivido.
Las señales de estar viva.
Todo estaba en su piel...
Córdoba hizo a Alberto Ortiz, al Negro y a Enrique Casas, a los tres a la vez, y ellos hicieron a Córdoba tras "siglos de aprender": Catedral y burdeles, Belgrano y Talleres (los dos equipos cordobeses de fútbol, eternos rivales), museo y cuarteto, barrios y centro, nostalgia y humor, peatonal y río, piel femenina y voz de varón.
Y así quizá nos parecemos
si al fin, después de siglos de aprender,
vos sos nomás como te hacemos
y somos como nos hacés.
Amigos como El Negro y como Silvia nos van haciendo y quizá algún día acabamos pareciéndonos un poco a ellos tras siglos aprendiendo el ejemplo de su bondad inmensa, de su grandeza y de su infinita dignidad.