De Gonzalo Rojas se habla más en España que en su región, Concepción, y que en su pueblo, Lebu. Pero leer poesía chilena, sea Huidobro, Neruda, Armando Uribe, Jorge Teillier, Eduardo Anguita, Oscar Hahn o la Mistral o Gonzalo Rojas es descubrir un país desconocido en su sensibilidad y en su naturaleza inverosímil. Y leer a Gonzalo Rojas es conocer las honduras pasionales del más carnal de los amores, la singularidad existencial de las mujeres eléctricas, la soledad más inerte de los deseos inconclusos, compartir con el poeta la llegada de su padre, minero inmortal, por el Chiflón del Diablo, debajo de la lluvia, "viniendo de arrancar a la tierra las entrañas de carbón" en su Lebu natal o en Lota, a trescientos metros de profundidad bajo el mar, mirando sin ver, muerto de hambre, "los ojos negros de rabia contra la desventura".
Qedeshím Qedeshóth, que en fenicio significa cortesana del templo, es el título de esta antología preparada y seleccionada por el mismo autor, miembro del Templo donde habitan fenicias que alumbran "con sus grandes ojos líquidos de turquesa" mientras danzan a la luz de una vela tenue al son de una música de Babilonia salida de un "gramófono milenario". Fenicia bellísima de Cádiz, lasciva y seminalmente violada en su éxtasis, ásperamente besada, y ella, igual, en un "exceso de pétalos", ambos ardidos a grandes llamaradas Cádiz adentro, loca personaja aullido de bronce cuyo cuerpo ni el "liviano y pecador" Agustín de Hipona hubiera hurtado por una noche.
"Todo el hueco del mar no bastaría, / todo el hueco del cielo, / toda la cavidad de la hermosura / no bastaría para contenerte", porque "todo cuanto existe, / para mí, sin tu llama, no existiera". A pesar de que hay hembras, "el sol es la única semilla"; hembras por todas partes, "hembras / en el oleaje ronco donde echamos las redes de los cinco sentidos / para sacar apenas el beso de la espuma", porque somos del aire y estamos aquí, "de paso a las estrellas", haya o no haya Dios, un dios que ya no nos sirve, nadie nos sirve para nada y, sin embargo, respiramos, comemos, dormimos, ya sea que nos falte uno, diez, veinte años para irnos "de bruces, como todos, a dormir en dos metros de cemento allá abajo". "¿Qué sacamos con eso de saltar hasta el sol con nuestras máquinas / a la velocidad del pensamiento, demonios; qué sacamos / con volar más allá del infinito / si seguimos muriendo sin esperanza alguna de vivir / fuera del tiempo oscuro?".
Acaso entonces la única esperanza fuera del tiempo oscuro sea leer a Gonzalo Rojas y besar y besar como sólo su poesía nos incita, "turbulentamente desde la punta de las pestañas hasta los pezones", entre los "muslos de nórdica boreal" y escuchar el aullido enloquecido en la insaciable inmensidad de la lascivia, lamiendo y olfateando "como el león a su leona", fálica, fálicamente, amando, amando. "Estamos ya tan cerca los unos de los otros, / que sería un error, / si el estallido mismo es un error, / que sería un error el que no nos amáramos"
¿No sería acaso un error renunciar al estallido de estos versos?
Leer a Gonzalo Rojas es experimentar en la poesía el temblor y el rugido de la tierra chilena.