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Luis García Montero: Los dueños del vacío

Javier Gimeno Perelló - 10 de Febrero de 2010 a las 09:25

La experiencia poética acaba identificándose de manera impertinente con la desilusión. La lucidez desmiente las quimeras, y los poetas descubren que, después de todos sus vuelos y sus melancolías, son únicamente los dueños del vacío".

Pocos como García Montero en este libro de cabecera (Los dueños del vacío: la conciencia poética entre la identidad y los vínculos. Barcelona, Tusquets, 2006) para transmitirnos su experiencia poética como experiencia vital. Acaso la poesía sea la constatación del vacío que nos embarga, pero tiene la enorme virtud de colocarnos al borde del abismo para decidir cómo afrontar nuestro propio vértigo.

 

No en vano, y en palabras del propio García Montero, “nada está más lleno que el vacío”, y bien lo sabemos quienes tantas veces nos hemos enfrentado a la desolación de la página en blanco: esa promesa de contenido que nuestra mente, nuestro corazón y nuestro estómago, agazapados tras un muro infranqueable, son incapaces de propulsar. Y tal vez, o precisamente por eso, “conviene ser dueños de nuestro propio vacío”.

Cernuda, San Juan de la Cruz, Neruda, Lorca, Alberti, son revisitados por la pluma sagaz de García Montero. Temas de la poética universal tratados en capítulos de sugerentes títulos como la conciencia y la identidad, la tormenta secreta de lo bello, el erotismo y la tristeza, o el óxido de la melancolía, recorren plácidamente las páginas de este libro teórico y poético a la vez, un ejercicio pedagógico magistral de buena filosofía y mejor literatura para recordarnos, en última instancia, que, si bien los poetas carecen de las respuestas que a veces buscamos para colmar nuestras indulgencias, no dejan de ser una excelente “compañía en momentos de perplejidad”. Porque, a pesar del desafortunado y -por repetido- gastado dicho, “malos tiempos para la lírica”, la poesía ha perdurado siempre y permanece tozuda en nuestra cotidianidad: tenemos la inmensa fortuna de vivir rodeados de poesía clásica y contemporánea y de poetas -si bien bastante ocultos que es preciso descubrir- “no abrasados por la banalidad, capaces de detectar en su propia experiencia las tensiones conflictivas que surgen en su intimidad, en su ámbito privado y en sus ilusiones públicas”. La poesía, el ejercicio de la belleza poética, no es únicamente un bálsamo que nos suaviza la crudeza vital (si sólo fuera eso, éstos, y cualquiera otros tiempos, serían pésimos para la lírica), sino mucho más: la poesía es una estética, por tanto, una ética, y, como tal, puede definirse también como ejercicio de conciencia en medio del conflicto existencial permanente de nuestra realidad y de nuestra situación de extrema dificultad. La poesía, si no nos salva del abismo, al menos nos ayuda a caer de una manera menos brusca, menos dolorosa, envueltos en la calidez y en la belleza del lenguaje poético, lanzando nuestras tristes redes a unos nerudianos ojos oceánicos, arrullados por el ruido cernudiano de dos cuerpos que se aman.

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