El ser humano, gracias a su asombrosa capacidad técnica (y a su ceguera ante el dolor de sus semejantes), hace algún tiempo que ha adquirido y ejerce la capacidad de producir catástrofes similares, cuando no mayores en cuanto a poder destructor, a las que desencadena de vez en cuando la madre naturaleza. La II Guerra Mundial, entre otras lindezas históricas del siglo XX, lo demostró bien a las claras con su récord de 65.100.000 muertos (unos miles, o cientos de miles, arriba o abajo).
De lo que solemos hablar menos es de que nuestra extraordinaria capacidad técnica puede y debería servirnos para evitar que algunas catástrofes naturales resultaran tan devastadoras. ¿Por qué un terremoto de magnitud tan sólo algo inferior al de Puerto Príncipe produjo en 2008 en Los Ángeles únicamente 70 muertos (o incluso menos en terremotos recientes en Japón) en lugar de los ya más de 200.000 de Haití? ¿Tendrá algo que ver que Haití sea el país más pobre de América y, no hay que decirlo, EEUU -"América", como ellos mismos se autodenominan- el más rico? (Aunque también la devastación en forma de inundación llegó no hace mucho a los barrios negros pobres de Nueva Orleáns causando alrededor de 2.000 víctimas). ¿Hemos de llegar, pues, a la conclusión de que lo que convierte hoy en catastróficas a las catástrofes naturales es, en buena medida, la previa catástrofe humana? ¿No es acaso una catástrofe la miseria despiadada a que condenan unos seres humanos a otros? ¿Habrá de ser la naturaleza desatada -en otro tiempo, la voz tonante de la divinidad- la que tenga que encargarse de recordarle otra vez al ser humano sus deberes hacia sus semejantes?
"¿Por dónde habría habido que comenzar una historia natural de la destrucción?", se pregunta W.G. Sebald. ¿Tal vez "por una descripción científica del fenómeno"? No, Sebald no nos habla en Sobre la historia natural de la destrucción de terremoto alguno, sino de la destrucción sistemática y brutal de las ciudades alemanas llevada a cabo por bombarderos aliados durante la II Guerra Mundial y del extraño y enigmático olvido que los propios alemanes arrojaron sobre aquel terrible episodio de su historia que produjo la muerte de más de 600.000 civiles. Un olvido teñido de culpa y de vergüenza por otras cifras más abultadas en su haber (6.000.000 de judíos, 800.000 gitanos, 4.000.000 de prisioneros, etc.) y por un rechazo del recuerdo traumático, sustituido por un afán extraordinario de reconstrucción del país, que convertiría la arrasada Alemania dos décadas después en la "locomotora de Europa".
Sebald denuncia la masacre, en sí misma innoble e innecesaria, por cuanto habría sido militarmente mucho más útil para los aliados concentrar la destrucción sobre los centros neurálgicos de armamento, intendencia y transporte nazis (lo que no quita que también los nazis intentaran machacar Londres). Y denuncia la lógica perversa del cálculo racional, pues "hubo que utilizar tal cantidad de inteligencia, capital y fuerza de trabajo en la planificación de la destrucción, que ésta, bajo la presión del potencial acumulado, tenía que producirse en definitiva" (p.74). La acumulación planificada de armamento desencadena la destrucción. Algo, pues, casi tan inevitable como un fenómeno natural. La "tormenta de fuego sobre Hamburgo" debió de asemejarse bastante a un inmenso volcán en erupción.
Pero no es el verdadero tema del libro poner el acento en la responsabilidad de los verdugos, sino en el olvido por parte de quienes fueron sus víctimas. Porque entra dentro de toda lógica que no quieran recordar los verdugos, ¿pero por qué no quisieron hacerlo las víctimas?
Partiendo de los escasos testimonios existentes en la literatura alemana acerca de aquella ciudades devastadas, Sebald describe vívidamente con mano maestra el resultado de la destrucción: los kilómetros cuadrados de montañas de cascotes malolientes, infestados de ratas y moscas satisfechas por el botín de cadáveres sepultados, los niños deambulantes, los oportunistas saqueadores mezclados con los miles que intentan recuperar algunas de sus pertenencias, los millones de sin-casa, hambrientos, desplazados a la deriva con bártulos a cuestas... ¿No guardan acaso notable semejanza estas escenas con las que nos narran nuestros periodistas enviados a Haití? ¿No hay millones de haitianos que siguen, en este mismo instante, sumidos en esa misma pesadilla? El recuento de víctimas en Haití crece de día en día y dará como resultado una cifra final escalofriante. Pero pronto será sólo una cifra más a olvidar, como tantas otras, y junto con ella se olvidará a los que allí aún luchan por sobrevivir. ¿Cómo cuantificar el dolor de los vivos? ¿Cómo no comprender que sobrevivan a fuerza de insensibilizarse ante su propio dolor? ¡Qué útil puede ser el olvido! "El derecho inviolable de la víctima al silencio".
"Los seres humanos somos una plaga para el planeta", afirmó recientemente José María Bermúdez, codirector de esas excavaciones de Atapuerca que sondean el origen de nuestra especie. En otras palabras, somos una especie que se extiende sin control y tal vez nuestras catástrofes humanas no sean, en el fondo, sino catástrofes naturales, resultados de la plaga. Si así fuera, ¿por qué habríamos de inquietarnos por el destino de nuestra especie y por el dolor que su extensión cancerígena depara a los propios seres humanos y a toda criatura viviente del planeta? Pero quienes nos negamos a aceptar esta terrible consecuencia, ¿no deberíamos hacer ALGO? ¿Algo más allá de lamentarnos o compadecernos de forma estéril? Preferimos no pensarlo y olvidar. Admitámoslo: nuestra actitud (nuestra "civilización") es, cuando menos, profundamente decadente.
Tras la devastación, la maleza comenzó a adueñarse de los escombros en tanto llegaba la reconstrucción y los alemanes siguieron viviendo como si nada hubiera sucedido, lo mismo verdugos que víctimas. Decidieron olvidar y entregarse a "ese otro fenómeno natural: la vida social". Es natural. Nosotros también lo hacemos.