Hay lecturas específicamente de verano y, entre ellas, además de la novela negra, habría que colocar en un lugar de honor los libros de viajes, que nos llevan de la mano de aventureros intrépidos a lugares lejanos que, con mucha probabilidad, nosotros no pisaremos nunca. Este verano encontré un viejo libro en una feria y he viajado al Sáhara con un joven británico. Son los años veinte y me empieza a rodear la arena.
Thomas Edward Lawrence, más conocido por Lawrence de Arabia, tuvo un papel muy relevante en la difusión de uno de los mejores libros de viajes que sobre el desierto se han escrito, Arabia deserta, del explorador inglés Charles M. Doughty (1843-1926). Publicado en 1888, no fue hasta la edición que realizó Lawrence de Arabia en 1921 cuando fue ampliamente conocido y valorado por el gran publico. Esta obra me cautivó hace un par de veranos y de ella dejé un breve comentario en Sinololeonolocreo.
Y, precisamente, T. E. Lawrence fue el responsable indirecto de que se escribiera otro libro de viajes sobre el desierto, en este caso el Sahara y, también por un aventurero y escritor inglés, Ronald Víctor Courtenay Bodley (1892-1970), autor de Viento en el Sahara.
Bodley era un joven oficial del ejercito británico que participó, como asistente del agregado militar, en la Conferencia de Paz de París de 1919 que dio lugar al Tratado de Versalles con el que se pretendía poner fin a la Primera Guerra Mundial. En esa conferencia también colaboró Gertrude Bell, viajera y escritora que conocía muy bien el mundo árabe y que, coincidencias del destino, era una prima lejana de Bodley (creo que prima de su madre: el abuelo de Bodley era hermano del padre de Gertrude). Fue Gertrude Bell quien, en París, puso en contacto a T. E. Lawrence con Bodley y, como relata éste último en su libro Viento en el Sáhara, una breve conversación entre ellos le animó a dar el paso que le cambiaría la vida. Impactado por el horror que había vivido durante la Gran Guerra y defraudado por los tejemanejes que vio en las conversaciones políticas de París, decidió escapar de la civilización, abandonar su vida militar y un futuro dedicado a la política e irse a vivir con los árabes al desierto, tal como le había aconsejado Lawrence. Una escapada al estilo romántico propio de muchos de sus predecesores del siglo XIX.
Ronald Bodley tenía un ligero conocimiento del norte de África porque su abuelo materno había comprado muchos años antes una casa en Argel, su madre pasó allí su infancia y él la había visitado en varias ocasiones. Por ello, cuando se decidió a adoptar la vida de los árabes en el desierto optó por internarse con los nómadas del Sáhara más que con los beduinos de Arabia, en la zona que en ese momento era colonia francesa. Poco después de tomar su decisión en París, Bodley se despidió de su familia y amigos y marchó hacia el Sáhara en un viaje que había previsto que duraría varias semanas y que, finalmente, le llevó siete años. Tras su experiencia en África viajó por Asia (Java, China, Japón), se instaló en Estados Unidos y comenzó a escribir guiones, novelas y relatos de sus viajes. Durante la Segunda Guerra Mundial colaboró con su país en un destino de retaguardia y al finalizar volvió a Estados Unidos donde se dedicó a su carrera de escritor. Entre sus libros destaca también una biografía de Charles de Foucauld. Murió en Inglaterra en 1970.
El libro Wind in the Sahara lo escribió en 1944 y tuvo un gran éxito de inmediato, con siete ediciones publicadas en 1949 y traducido a ocho idiomas. Es, por tanto, un bestseller de la época y se le considera uno de los libros ingleses clásicos sobre el Sáhara. Quizás, parte de su éxito se debe a que el desierto norteafricano estaba de moda en esa época tras los hechos bélicos de la Segunda Guerra Mundial. En España fue publicado en 1952 por la barcelonesa Editorial Éxito, con traducción de Luis Solano Costa.
Es una obra que refleja, con un tono romántico y aventurero, las memorias de sus siete años entre los árabes, en los que aprendió la lengua, adoptó su mismo estilo de vida tanto en indumentaria como en religión, y se dedicó, como ellos, al pastoreo de ganado, para lo que compró un rebaño y contrató capataces y pastores. Tiene interés la pintura que hace de distintos aspectos de la vida diaria, comida, caza, clima, con su extremo calor y frío, la fuerza del viento (siroco), la caza, las fiestas, el quif, los morabitos, los oasis, el ramadán, etc. Aunque adolece de muchos tópicos en cuanto al retrato de las gentes, la idealización de los árabes (los nómadas son nobles, desinteresados, sinceros y francos), de las mujeres (son "libres" bajo sus velos), etc. Lo mejor, sin duda, es la descripción del paisaje:
La primera vez que se ve ese gran desierto se disfruta de uno de los panoramas más asombrosos del mundo. Produce una sensación de inmensidad que superaba la causada por el Himalaya, el Gran Cañón, o el Océano Ártico. No hay nada a lo que la mente pueda comparar este vasto espacio que se extiende hasta perderse de vista en un horizonte infinito. Es una sensación espantosa de vacío, pero de una atracción extraña. Los pedregales que brillan bajo los rayos del sol, las rocas de color sonrosado, la fuerza de la luz... todo ello le subyuga a uno como podría hacerlo la presencia de un gigante. Todos los demás panoramas notables del mundo resultan pálidos y sin grandeza. Aquella desolada majestad es más sugestiva que cualquiera de los grandes océanos...(35).
Da muy pocos datos geográficos y es difícil situar sus movimientos en un plano pues habla de oasis, rutas, pastos o montañas sin identificar, todo en el entorno del entonces Sáhara francés, lo que hoy sería el sur de Argelia. Tampoco concreta mucho sobre las diferentes tribus del Sáhara, aunque parece que se relacionó, sobre todo, con las tribus Larba, mencionando además a la confederación Chamba, las tribus Ziban, los Ouled Nail, etc. Se refiere, muy de pasada, al colonialismo francés y a un hipotético futuro panárabe.
El capítulo XII lo dedica a El Mazd, un valle que actualmente pertenece a Argelia (a 600 km. aprox. del sur de Argel) habitado por un pueblo bereber con una cultura original diferente del resto de los habitantes del Sáhara y que son ibaditas, una variante del islam muy peculiar. Parece que se instalaron en esta zona hace varios siglos. Bodley, que visitó tanto la capital Gardaia como Beni Sgen la ciudad santa, quedó muy impresionado por el aprovechamiento del agua del subsuelo en la región, extraída a través de ingeniosos métodos con multitud de pozos y ayuda de los camellos, lo que les ha permitido crear varios oasis muy ricos con millares de palmeras, frutales, viñedos. También le llama la atención su original arquitectura en barro, resistente al calor, sin ornamentación, las murallas, etc. [Desde 1982, El Mzab es Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO].
Otro capítulo, el XX, lo dedica a los judíos del Sáhara y hace alguna referencia al sionismo al que no ve un futuro esplendoroso, llegando a pronosticar que los judíos tras la guerra preferirán regresar a sus ciudades en Europa más que a los campos de Palestina. Se equivocó en sus apreciaciones. Pero tienen interés sus conversaciones con un viejo amigo judío y la descripción de la fiesta de la circuncisión a la que le invitan.
En cualquier caso, Roland Bodley lo pasó muy bien esos años que fueron para él de libertad:
Fui completamente feliz con mis árabes en el desierto del Sáhara. Lo fui, sin duda alguna. Experimentaba una satisfacción interior que nunca había sentido hasta entonces y de la que no he vuelto a disfrutar después... (8).
Algo de esa felicidad la refleja Bodley en su libro a través del cual el lector se deja llevar, sin más reflexiones críticas, por la magia del desierto, un desierto acorde con la idea aventurera y romántica que de él se tenía entonces en occidente:
...emprendimos la marcha por el desierto. Envueltos en nuestros albornoces de piel de camello, con los turbantes blanqueando a la luz misteriosa de la noche, volvíamos de nuevo a los terrenos de pasto. No pertenecíamos al presente ni tampoco al pasado...: pertenecíamos a la eternidad; a la eternidad del Sáhara.
Sentíamos los brazos invisibles que se tendían hacia nosotros, las voces que nos llamaban y el mágico ambiente que parecía envolvernos en sus perfumados pliegues. Los caballos pisaban con delicadeza la blanda alfombra de la arena, haciendo sonar sus bocados de lata. El viento cantaba suavemente entre los raquíticos matorrales y nos acariciaba con dulzura mientras cabalgábamos, serenos y sin inquietudes, en el majestuoso silencio del Sáhara (318).