Estoy en uno de esos períodos en los que casi no tengo tiempo para leer. Sobre todo debido a las obligaciones del trabajo, pero también a esa red de cuidados y afectos que conforman nuestra existencia, veo como los informes (técnicos, ejecutivos y también extensos), las reuniones, los encuentros con amistades o el tiempo con mi pareja pasan por delante de las novelas, los ensayos, las poesías... No dejo, en la medida de lo posible, de acudir a espectáculos o a exposiciones o a cenas con amigos pero el tiempo de estar a solas con mis lecturas mengua inexorablemente.
Curiosamente, este recorte de ocasiones para leer coincide con que dedico menos espacio semanal a cocinar. No en vano, de entre las muchas metáforas que se emplean para hablar de la lectura (para explorar muchas otras recomiendo a Víctor Moreno en su Metáforas de la lectura) la nutricional es una de las más recurrentes: "los libros son alimento para el espíritu", "hay lecturas nutritivas y otras que son veneno para el alma" y otras cosas por el estilo. Eso sí, yo siempre he tenido claro que la lectura no me distrae de un olor delicioso a comida o, al menos, no por mucho rato si el estómago reacciona con interés.
Mi amiga L, que ocupa desde hace ya tiempo un cargo de muchísima responsabilidad, dice que nota que está controlando el estrés cuando es capaz de cocinar y de invitar a gente a comer lo que ha hecho. Y estoy muy de acuerdo con ella. Cada vez valoro más ese tiempo dedicado a pensar qué darás de comer a tus invitados, dónde lo comprarás y cómo vas a cocinarlo. Todo rematado con el agradable trasteo en la cocina.
Por eso me ha resultado especialmente agradable leer una de las recomendaciones de mi querida gurú de lecturas Pilar Gómez Bachmann, que salió publicada en este mismo blog, El perfeccionista en la cocina de Julian Barnes. No sólo me lo he pasado fenomenal leyendo cada uno de los capítulos, con el tamaño justo para el metro o el rato de antes de dormirse, sino que me despertó las ganas de cocinar y de revisitar las baldas de mi biblioteca dedicadas a libros de cocina.
Esto de mirar nuestros propios libros como si fueran de otro, buscando qué nos pueden ofrecer de interesante, es una buena práctica. Por eso me encontré con Receitas de Ópera de Diana Mendoça que compré en Lisboa, hace dos años, en una de las tiendas más bonitas de esa ciudad maravillosa: A vida Portuguesa. Esta obra propone platos inspirados en compositores famosos, por haber estado entre sus favoritos o por aparecer nombrados en algunas de sus óperas. Leí el libro con mucho gusto (con el placer añadido de hacerlo en portugués) pero no me animé a hacer ninguna de sus recetas hasta que probé con las sardinas a la Rossini. Al de Pesaro le encantaba comer e invitar a su mesa pero con las sardinas prefería dejar libre su glotonería y comerlas de la misma manera que leemos, en soledad. En una carta a un amigo, que solía enviarle esos pescados de regalo, comenta: "por favor, no me envíe esas cosas en sábado, hay siempre mucha gente en la mesa conmigo y yo, cuando recibo las sardinas, quiero siempre comerlas solo, pero como soy tan buen marido, acabo siempre por ofrecer una a mi mujer Olimpia".
Os recomiendo la receta de sardinas que lleva su nombre y que Diana Mendoça propone degustar escuchando L'Italiana in Algeri.
Es muy sencilla: hay que rehogar cebolla muy picadita, con una hoja de laurel y pimiento rojo; se añade un diente de ajo laminado y tomate cortado en cubitos (habiendo eliminado las pepitas). Le ponemos sal, pimienta y un chorrito de vino blanco.
Echamos todo esto en una fuente y ponemos las sardinas encima (pueden estar enteras o en filetes, si son muy grandes). Le espolvoreamos un poco de pan rallado y lo metemos en el horno bien caliente. En 15 minutos estarán listas y sin que hayamos dejado toda la casa con olor al pescado, que también es importante.
Los amigos que me dan recetas son, muy a menudo, quienes también me proporcionan lecturas. Por ejemplo, mi amiga Chusa me ha acercado recientemente, por mediación de Gelo, su marido, el libro George Steiner en The New Yorker. Ha sido un gusto poder leer esta recopilación de artículos (escritos entre 1967 y 1997) en los que Steiner reseñó libros y autores de su interés. Son páginas por la que desfila lo mejor de la cultura del siglo XX (Borges, Beckett, Cioran, Céline, etc.) y también hay espacio para temas de historia o política. Es interesante y más ligero que otros libros del mismo autor. Es decir, ideal para leerte un artículo e interrumpir hasta nueva ocasión.
Bueno, pues Chusa también me ha regalado una receta, en la misma línea de plato fácil, rico y nutritivo, que se trajo de Sicilia. Hay que hacer un tomate frito (rehogamos cebolla, una pizca de ajo y el tomate sin pepitas. Se le añade sal, pimienta, un poco de azúcar y hierbas al gusto). Podemos dejarlo que se vaya reduciendo y utilizarlo tal cual o usar la batidora para tener una textura uniforme. En una sartén echamos la salsa y le añadimos aceitunas negras (por favor, que sean aragonesas que previamente hemos picado y quitado el hueso y no esos sucedáneos de aceitunas negras, lisas y deshuesadas, que venden en lata o frasco) y alcaparras sicilianas que previamente habremos desalado. Sobre todo ello, echamos los filetes de pez espada, previamente pasados por aceite caliente en un "vuelta y vuelta".
Soy consciente, al dejar estas recetas en el blog, de que Julian Barnes estaría temblando de rabia por la falta de concreción a la hora de detallar cuántas cebollas, cómo se pica el pimiento, hasta cuando lo dejamos al fuego, qué es eso de "hierbas al gusto", etcétera. Es que yo, en esto de la cocina, soy muy de mi madre: echas una pizca de..., lo dejas un ratito hirviendo, pones patatas a cocer... En fin, esa indefinición que tiene detrás mucha ciencia.
Otro descubrimiento que he tenido entre mis propios libros es Five o'clock tea: recetas para preparar bebidas, emparedados, bizcochos y tostadas para el te. Corría el año 1988 y yo me sentía muy anglófilo, profundamente especial y absolutamente al margen de la costumbre de ir de cañas. Así que fue una suerte que la editorial Aguilar decidiera publicar este clásico de los años 20 en donde se dan recetas imposibles, como las "tostadas calientes de mantequilla", pero que explica cómo hacer un buen te, negro, de una manera ejemplar. En mi casa siempre se tomó te para merendar pero con este libro descubrí un montón de picoteos que harán las delicias de cualquier snob.
Sigo mirando mis estanterías con la tensión que pongo al buscar en una librería y me detengo en uno de mis favoritos: Notas de cocina de Leonardo da Vinci. Este maravilloso libro nos descubre otra manera de mirar y entender al genio. Las recetas son impracticables y rematadamente asquerosas pero muy divertidas.
Cuando tengo poco tiempo para comer trato de huir de la comida basura y solucionar la urgencia con fruta, ensaladas y algo de jamón con pan integral. Así, y con la ayuda de varias tazas de té verde, aguanto hasta la hora de la cena. En el caso de las lecturas hago pilas con mis libros de poesía favoritos (un buen poema es suficientemente intenso para llenar un día) para tenerlos a mano, busco entre poetas desconocidos o me refugio en las novelas cortas o los cuentos. En este último género me ha descubierto mi amiga ACP los Relatos de Kolimá de Varlan Shalámov. Sorprende que un libro tan cargado de hechos terribles, tan lleno de historias crueles, pueda, al mismo tiempo ser tan hermoso, tan tierno incluso. Las historias que aquí se cuentan te dejan horrorizado, sobre todo porque son reales, han ocurrido, y nos llegan narradas por uno de sus protagonistas. Que alguien pueda contar tanta crueldad, tanto desprecio a la dignidad humana, tanto daño cometido por seres humanos contra otros seres humanos, es, o así lo siento yo, un motivo para la esperanza.
Por cierto, en este libro hay un asunto que recorre todos los relatos como protagonista, como telón de fondo o como complemento argumental: el hambre.