Leer un relato como si el lector lo estuviera viviendo e incluso protagonizando es lo que hace el chileno Hernán Rivera Letelier en todas sus novelas. Cuando narra el baile de una pareja, quien lee no está leyendo, está bailando; cuando la historia es el amor de dos personajes, el lector está amando. Así define Rivera su poética, su método de trabajo: para contar cómo besa cualquiera de las mujeres de mis novelas, soy yo mismo quien es besado; de otro modo, sería incapaz de contarlo, y mucho menos, de transmitírselo al lector para que ese beso le llegue a sus labios como si alguien le estuviera besando en ese instante. Dicho con éstas u otras palabras, así resume el autor su modo de contar. Rivera Letelier hace poesía de todo cuanto narra. Convierte el desierto en poema.
Si no hubiera sido minero del salitre en el desierto infinito de Atacama, en el Norte Grande de Chile, nunca hubiera podido contar las historias narradas en sus novelas La Reina Isabel cantaba rancheras, Fatamorgana de amor con banda de música, Los trenes van al paraíso, Himno del ángel parado en una pata, Santa María de las Flores Negras o Mi nombre el Malarosa, entre otras tantas. Porque prácticamente todas sus novelas cuentan historias increíbles pero verdaderas de los campamentos salitreros de ese desierto infernal de arena y piedra tan espléndidamente retratado también y cantado por el grupo Quilapayún en su Cantata de Santa María de Iquique. En esas sequedades del silencio pasó nuestro autor su infancia persiguiendo remolinos de viento y chupacabras (animal mitológico de la fauna atacameña), y su juventud trepanando el caliche para extraer un salitre cuyos dueños los ingleses vendían a ene veces su valor en la vieja Europa de principios del siglo XX. Esos ingleses que ataban con cepos de sol a sol al obrero díscolo que osaba reclamar dinero en vez de fichas o una jornada de trabajo algo inferior a las dieciocho horas.
La contadora de películas es María Margarita, una niña del desierto cuyos padres mandaban a ver las películas que de tarde en tarde llegaban al campamento. El poco dinero que sobraba tras los gastos básicos de la vida diaria sólo daba para pagar una entrada al cine improvisado al aire libre del campamento bajo un profundo cielo estrellado del desierto. María Margarita tenía que contar luego a su familia la película que había visto. Tal era el arte de la niña contando la historia de cada película que su padre consiguió reunir muy pronto a buena parte de los mineros del campamento y a sus familias para escuchar embelesados lo que poco antes se había proyectado en la plaza del campamento. «Mientras tomaba mi taza de té y me preparaba a contar la película de pie contra la pared blanca, mi padre no se cansaba de repetir a sus invitados que aunque la película fuera en blanco y negro y a media pantalla, esta niñita, compadres, parece que la contara en tecnicolor y cinemascope.» Llegó un momento en que la gente prefirió acudir a la casa de María Margarita a escucharle narrar la película que ir a verla al centro del poblado.
Esta novela es un homenaje al maravilloso arte de contar historias, vengan éstas de donde vengan, sea de la imaginación de alguien, sea de la vida real o del cine. Es el virtuoso arte que desparrama Hernán Rivera Letelier en todas sus novelas porque virtuoso es su especial dominio del lenguaje. Lenguaje poético que narra historias sufridas o soñadas del desierto. Historias vividas en las minas del salitre en el desierto más seco del mundo, al decir de los chilenos. Historias que los lectores alcanzamos a vivir, hasta sufrir leyendo a quien las ha vivido en carne propia y ha sido capaz de transformarlas en lenguaje artístico y en poesía. Pues no es otra cosa lo que hace Rivera Letelier con su literatura del desierto: convertirlo en poesía. Y contarlo.