Ahora que estamos muertos, primera novela de Miguel Rubio nos lleva a caminar por Madrid junto a las personas sin hogar, nos permite realizar visitas a centros donde nunca hemos estado y quizás nunca tengamos la oportunidad de entrar; nos empuja a conocer la soledad, a padecer el frío que traspasa los huesos; a revivir los mágicos 80 y a sentir en las venas el calor de un chute de heroína.
Mientras leemos esta novela, conversamos con Antonio El Manitas, con Juaquin, con Lola, la Sorda o con Cris ahora que están muertos, mejor que muertos; compartimos el bocadillo de mortadela en un parque, el plato de patatas guisadas en un comedor de caridad o las albóndigas con tomate de la cena en el albergue; el vino peleón resbalando por la barbilla o la calentura del Dyc arañando la garganta. Sentimos con ellas y con ellos la nostalgia del pasado, sufrimos sus pérdidas y reímos sus alegrías, vestimos sus harapos y caminamos con sus zapatos, vomitamos sus miedos y secamos sus lágrimas. Porque, en definitiva, eso es lo que hacemos los lectores y lectoras cuando nos seduce una obra y eso es lo que busca el autor cuando nos regala sus palabras.
Miguel Rubio utiliza un peculiar estilo literario en el que usa frases cortas y directas para dotar de vida a sus personajes o para describírnoslos de tal modo que parece los estuviéramos viendo ahí mismo, delante de nosotros. A través de la utilización de signos ortográficos, admiraciones, interrogaciones, paréntesis, puntos suspensivos, en ocasiones en combinaciones imposibles, consigue mostrar su enfado, indignación o ternura. Muestra gran facilidad para plasmar los tonos de voz a través de las palabras, lo que provoca en quien le lee la sensación de estar asistiendo a las diferentes escenas, no tanto por la descripción física de los espacios, como por las percepciones no verbales de los mensajes.
Los personajes constituyen un elenco de seres sin alma, no porque nunca la poseyeran, sino porque la perdieron en el camino o se les hizo jirones en algún crítico momento de sus vidas, en el que no contaron con los recursos, las capacidades o los apoyos necesarios para salir hacia delante.
Una vida deshecha por el trágico final de una gran historia de amor que se fraguó en los tiempos de la movida madrileña; un callejero cicerone que nos guía por los distintos escenarios de la pobreza, la podredumbre y la penuria; un hombre joven y enfermo que está dejando pasar la vida sentado en el banco de un patio, sin expectativas y sin deseos, sin autoestima y sin futuro; una pareja que se necesita y que se utiliza para sobrevivir...
Por la novela desfilan muchos personajes, representativos de las diversas categorías de marginados o excluidos que circulan, cada día en mayor medida, por nuestras calles. Los yonquis que nos llevan en una cunda a conocer el mercado de la droga y nos hace recordar a esos seres esqueléticos, que caminan con la mirada perdida -"como zombies" dice el autor - y que dedican su tiempo, todo su tiempo, a pensar en cómo conseguir la siguiente dosis. Esos seres que poblaban las calles de Madrid, sobre todo en determinados barrios, y que hoy están en los cementerios, adonde llegaron desde oscuros sótanos y rincones en los que se inyectaban veneno en sus carcomidas venas. También están los expresidiarios, delincuentes nunca redimidos que no han conocido otra vida distinta a la de la institucionalización, la represión y la violencia; o los inmigrantes que vinieron buscando un destino mejor, una oportunidad para ser libres y disponer de su futuro y que al llegar aquí se dieron de bruces con el engaño y la cruda realidad.
Y los profesionales que trabajan con las personas sin hogar. Les vemos a través de los ojos de los personajes, que nos los presentan como gente fea en sitios feos; gente triste en sitios tristes. Dicen que todo se contagia. El abandono también les afecta, enfrentados día a día al peor de sus fantasmas: la soledad, la miseria, la pobreza material y espiritual, el vicio, la adicción, el sometimiento, la renuncia... Llevan mucho tiempo allí y ya no saben distinguir entre la ayuda y la condescendencia. Hay quien renunció hace tiempo a seguir luchando. Y con su pasividad, contribuyen a crear dependencia en personas que, quizás en algún momento, podrían haber desplegado sus alas para volar libres.
El autor se ha colocado, deliberadamente, en una postura desapasionada, como observador externo, dejando que ellos mismos se muestren, se comporten y se manifiesten tal y como son, sin sentimentalismos ni prejuicios. No pretende buscar víctimas ni verdugos, solo mostrar una realidad. Dura y triste, pero realidad.
Aurora Castillo Charfolet