Parece que quieren saber de ti. No te conozco. Ni de oídas.
Humm..., sugestivo nombre, sugestivo título.
El largo pasillo del depósito te presenta. Eres (eras) poetisa. Interesante.
Suicida en ocasiones, finalmente suicidada. Flechazo inmediato.
Tenemos una musa común. Yo también tengo tratos con la muerte.
Prometo tu lectura tras la devolución.
Segundo encuentro. Guiño de tu foto en la camisa y nuevo llamado de tu nombre.
Se trata de tu prosa pero debes esperar, me retiene Kippling.
Requieres varias veces mi atención desde el privilegiado lugar que
proporciona esa z en tu apellido.
Te ofrezco a mi padre, excusa perfecta como lectura de vacaciones.
Kippling quedó en casa.
Un comienzo lento y concentrado. Es difícil seguirte. Comento con papá.
Le has gustado. Él te hubiera gustado. Si quieres le compartimos.
Recorrido rápido desde la mitad del libro. Acaban las vacaciones.
¿Vacaciones? Yo soy una de esas señoras (burguesa ex señora de) que
escribe poesía mientras duerme el hijo, en los trayectos desde/al trabajo,
allí donde y cómo asalta la inspiración, que tantas veces expira antes
de ser atendida.
Piden tu biografía ¡Un ejemplar de dos! Me quedo el otro que me habla
de ti, lectura mil veces interrumpida por necesarios y fastidiosos prestamos a las
pasadas, presentes y futuras, sobre todo futuras, mentes literarias.
Empiezo a conoceros a ti y a tu poesía. La misma cosa, cierto, soy alumna
aplicada. Hoy tendrías la edad de mi madre. Perdón, tienes y tendrás
siempre 35 años.
Más fotos que delatan tus cicatrices, tus ojeras. Las ojeras de una mente
sin reposo. Mejor me quedo con tu imagen de la camisa.
¿Por qué será que empiezas a recordarme a Ana (Frank se sobreentiende)?
Será tu origen o será que también tú fuiste víctima de otro holocausto,
uno que no conoce de razas si no de mentes (¿dementes?).
¿Por qué me recuerdas también a la Sagán? ¿Será tu pelo, tu deseado
París o el papel de "enfant terrible" de la poesía que, dicen, interpretabas?
Me presentas a los tuyos. Son Rimbaud, Mallarmé, Lautréamont, Artaud,...
Yo también tengo un ángel de la noche y no quisiera compartirlo, aunque
sé que ahora está más cerca de ti que de mí. Él también siguió el camino
de tu mamita muerte, vistiendo de rojo su frente tras luchar en vano por
extraer la piedra de la locura.
Por él fisgoneo en la otra orilla. Por él me atraen los finales prematuros,
los tránsitos adelantados. Él me ha llevado a ti y a mucho otros.
¿Quiero ser maldita? No, no puedo. Yo soy una de esas señoras (burguesa
ex señora de) que escribe poemas mientras duerme el niño, en los
trayectos y, con suerte, entre humos o llantos que propicien un pequeño
paraíso artificial.
No, yo no puedo unir vida y poesía en un solo instante de incandescencia,
ni hacer el cuerpo del poema con mi cuerpo. Demasiado tarde. A mi
cuerpo le ha nacido otra vida que necesita una señora madre, al menos por
ahora.
Y, entre verso y préstamo, prosigo tu lectura.
Alejandra Pizarnik (1936-1972) fue una poeta surrealista argentina que se presentó a mí hace unos años, casualmente, como muchos otros literatos, en un pasillo del depósito de la biblioteca de Hispánicas, en la cuarta planta del edificio de Geografía e Historia. Su imagen en la camisa del libro (con camisa blanca ella), su mirada desvalida y, finalmente, su obra sellaron nuestra amistad. A cambio le regalé un texto...
Hija de un matrimonio de emigrantes judíos centroeuropeos, vivió en París entre 1960 y 1964 donde maduró como poeta y estableció amistad con André Pieyre de Mandiargues, Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz. Escribió entonces el poemario Árbol de Diana (con prólogo de Octavio Paz).
Cuando regresó a Buenos Aires, publicó sus libros más importantes, Los trabajos y las noches, Extracción de la piedra de locura y El infierno musical. En 1968 obtuvo la beca Guggenheim y viajó brevemente a Nueva York y París. Por causa de sus continuas depresiones y tentativas de suicidio pasó semirrecluída sus últimos años. Murió en 1972, tenía treinta y seis años de edad.
En su gran mayoría, su obra se remite a la poesía, que procede esencialmente del surrealismo, es concisa, de temática nocturna y angustiada, muy elaborada. Aspira a la dureza y transparencia, y la alcanza casi siempre. En los últimos años experimentó con textos en prosa, más largos. Según su visión, la poesía era la única capaz de darle razón y sentido a la vida, rigiéndola y configurándola como lo dice en tantas partes de su obra, cuya formulación más clara se aprecia en los versos finales de El deseo de la palabra:
"Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir"
Piola Núnez-Infante