De acuerdo con una de las numerosas anécdotas que se atribuyen a Alejandro Dumas padre, sus desavenencias con un político le condujeron a un duelo. Tanto el político como el escritor eran excelentes tiradores, por lo que decidieron que, en vez de llevar el duelo a efecto, echarían el resultado a suertes. El perdedor quedaba obligado a pegarse él mismo un tiro. Dumas perdió. Llegó el momento de cumplir lo acordado. El escritor se encerró en una habitación con su pistola, mientras algunos amigos esperaban fuera cariacontecidos. Se oye una detonación. Al poco, sale Dumas fumando un puro: "Caballeros, ha ocurrido algo verdaderamente lamentable: ¡he fallado!". La anécdota, con todo el aspecto de ser espuria, merecería ser cierta.
A espada, a pistola, a primera sangre, a muerte, en el claro de un bosque, en la cubierta de un barco, subiendo o bajando por las lóbregas escaleras de un castillo, detrás de una iglesia, a la salida de una posada, con resultado luctuoso, con un final feliz, principio de enconadas enemistades, comienzo de una amistad para toda la vida... ¿De cuántos duelos habremos sido testigos en las páginas de los libros o en las pantallas de los cines? ¿De cuántos protagonistas en nuestra imaginación? ¿Quién no lanzó a un amigo -o a un imaginario contrincante- un retador "En garde!" para comenzar a exhibir sus habilidades en el noble arte de la esgrima? ¿Quién no esperó tenso, espalda contra espalda, a que comenzara la cuenta que marcaba los pasos antes del primer disparo?
El duelo es una pequeña obra maestra de Joseph Conrad. Como sucede habitualmente con las obras de Conrad, se basa lejanamente en un hecho real. La acción tiene lugar durante las guerras napoleónicas (que podrían dar nombre a todo un subgénero literario, en el que, en medio de aventuras clásicas, emerge el ambiguo hombre contemporáneo). Los protagonistas son dos húsares (hay que imaginarlos con su vistoso uniforme) de diferentes regimientos del ejército de Napoleón. Los dos jóvenes militares no pueden ser más diferentes. Alto, delgado, pálido y elegante, afable y reservado, el teniente D'Hubert viene de una familia noble del norte de Francia. El teniente Feraud es un gascón vehemente y pendenciero (dan bastante juego en la literatura), hijo de un herrero, con crespo cabello negro, rostro de pájaro huraño y físico recio. Por una cuestión menor -casi cabría decir, sin motivo-, los jóvenes tenientes se baten en duelo. La cuenta no se salda, tal vez porque es difícil saber en qué consiste. A partir de aquí, la novela nos va narrando los sucesivos duelos entre D'Hubert y Feraud. Las victorias alternativas, pero nunca definitivas. Las respectivas carreras militares, que progresan más o menos a la vez hasta que ambos llegan al rango de general (un diferente nivel en la jerarquía militar haría, por una cuestión de honor, imposible el duelo). Todo ello, sobre el trasfondo de las vicisitudes del régimen napoleónico desde su apogeo hasta su final, haciendo coincidir algunos hitos de la Historia -la humillante y cruel retirada de Rusia, los "Cien Días", la derrota definitiva- con momentos significativos de las historias, extrañamente trabadas, de D'Hubert y Feraud. Eligiendo, como siempre, un personaje (uno de esos que miran mucho sin acabar de entender de qué va todo), Conrad nos cuenta la historia desde la perspectiva de D'Hubert, lo que añade extrañeza a la narración, pues, obligado constantemente por el rencor de Feraud, él mismo no comprende por qué se está batiendo.
¿De qué trata realmente El duelo? Como ocurre con todas las historias de Conrad, resulta difícil abrazar una sola opción.
Desde la primera frase de la novela, que alude a la actitud de Napoleón hacia los duelos, se nos insinúa que la Historia tiene un papel importante. ¿El tema de fondo es acaso la relación entre los individuos y el curso de la Historia? ¿Cómo los individuos participan en la Historia sin entender cuál es su significado ni cuál es su parte en ella, perdidos en sus lances personales, pero entretejiendo, a pesar de todo, sus destinos con ella? Tal vez. Constantemente se nos repite por boca de Feraud -en uno de esos lemas que aparecen siempre a lo largo de los relatos de Conrad- que D'Hubert "no amaba bastante al emperador". Pero, ¿quién no amaba bastante a Napoleón? ¿D'Hubert, o la Historia que, a la postre, le fue esquiva?
D'Hubert se ve arrastrado a jugarse una y otra vez la vida en encuentros cuyo profundo absurdo sólo él conoce, pues sólo él sabe de la nadería que les dio origen. El honor del caballero obliga, como también obliga a callar sobre las verdaderas razones -¡demasiado ridículas!- de tan larga y cruenta enemistad. ¿Estamos hablando, pues, del honor caballeresco que ha dejado de tener sentido y que vuelve ahora ridículas las acciones que se conforman a él? ¿Se trata del hombre contemporáneo saliendo por la puerta trasera del código del honor? ¿O se nos sugiere que así de nimias suelen ser las causas de disputa entre los hombres, incluso las que dan lugar a guerras y mueven la Historia, tanto que, al cabo de un tiempo, la lucha se mantiene pero sus fútiles motivos ya se han olvidado? Los que conocen por fin los desencadenantes del largo duelo entre D'Hubert y Feraud -que se ha vuelto legendario- se resisten a creer la verdad; prefieren, ellos también, la leyenda. ¿Es así como se escriben las leyendas?
D'Hubert, forzado a comportarse como él no desearía por mantener la imagen que se ha forjado de sí mismo, se asemeja a otros personajes conradianos, por ejemplo, al Jim de Lord Jim. A menudo los personajes de Conrad, persiguiendo ideales, no saben vivir. Armand d'Hubert es, como Jim, el hombre inseguro y romántico que intenta estar a la altura exigiéndose lo que haga falta. ¿Nos habla Conrad de que los hombres no saben por qué hacen lo que hacen puesto que, en realidad, no se conocen a sí mismos y se dejan engañar por una imagen tan ideal como ficticia? Jim debe morir para no fallarse a sí mismo una vez más. Las cosas se resuelven mejor para d'Hubert, que llega a descubrir muchas cosas de sí mismo y de algunos a los que ama, gracias precisamente a su adversario. No voy a contar más.
Basada en El duelo hay una apreciable película de Ridley Scott, que se le pasó por alto el otro día a Rafael Sánchez-Grande en su bonito comentario conradiano. Se trata de Los duelistas, la primera película del
irregular director británico (ésta le salió de las buenas). El reparto de la película funciona a la perfección, con un elegante -de casta le viene- Keith Carradine en el papel de Armand d'Hubert y, en la piel de Gabriel Feraud, un intenso Harvey Keitel (¡hay que ver qué bien se enfurruña este hombre en la pantalla!). La película suma a las buenas interpretaciones un logrado preciosismo estético que reproduce primorosamente la luz y la atmósfera de los pintores de la época, con paisajes que recuerdan a los de Turner o Constable y escenas históricas que podían haber sido pintadas por Guericault o Meissoner. Un par de peros: en la película se añade un personaje femenino que, a mi entender, no añade nada y se desvirtúa el final cambiándolo. De hecho, el final de la novela -mucho mejor que el de la película- da muchas claves para interpretarla.
"Napoleón I, cuya carrera fue una especie de duelo contra Europa entera, desaprobaba los lances de honor entre los oficiales de su ejército...". ¿A qué esperáis? ¡Seguid leyendo!
Ana Isabel Rábade Obradó