En un post de hace ahora dos años en este mismo blog, Ana Isabel Rábade hacía un espléndido recorrido por algunas de las novelas y relatos más significativos del escritor austriaco Stefan Zweig, como La impaciencia del corazón, Novela de ajedrez, o la encantadora novelita Carta de una desconocida. En uno de los comentarios a ese post, alguien señalaba El mundo de ayer como una de las lecturas más vivamente recomendables de Zweig. No puedo estar en más acuerdo con ese comentario y sólo lamento el tiempo que ese libro ha estado empolvándose en un estante de mi biblioteca hasta que un cierto azar lo acaba de poner entre mis manos. No el azar sino la prosa ligera, concisa y a la vez contundente de Zweig nos sumerge en una lectura ávida y sobrecogedora.
Esta autobiografía se quedaría en el gozo de una espléndida obra histórico literaria magníficamente escrita -lo que sería razón más que suficiente para recomendar su lectura- si no fuera por las reflexiones que induce. Muchos historiadores afirmarán que poco o nada tiene que ver con el actual el período comprendido en la obra, fines del XIX hasta los inicios de la segunda guerra. La historia no se repite, al decir de Voltaire, pero sí los hombres.
Zweig señala dos causas determinantes para el advenimiento de los mayores horrores acaecidos en la historia de la humanidad, a saber, los totalitarismos, materializados en el estalinismo y en los fascismos italiano y español -replicados años después en América Latina y otros rincones del planeta por quienes seguramente nunca leyeron a Voltaire-. Entre tales derivas totalitarias destaca en especial una por su feroz crudeza, si es que fuesen posibles las comparaciones: el nazismo, caldo de cultivo aderezado por el ansia de poder y de riqueza de los principales estados europeos, por un lado, y los nacionalismos excluyentes, por otro. La primera fue también causa principal de la guerra de 1914, tal como lo percibió vivamente nuestro autor. Pero el nacionalismo, unido a una fortísima crisis económica, el desencanto de las gentes hacia un sistema político amoral y el enardecimiento de las masas contra lo foráneo, lo extranjero y las razas inferiores, confluyó en el surgimiento del nacionalsocialismo cuya impronta caló firme. Metódica, estructural y minuciosamente planificado, sólo una mente austroalemana bien pertrechada para la perfidia y la vesania podía pergeñar.
Stefan Zweig, admirador y amigo de grandes pensadores y escritores universales, muchos como él de origen judío y por tanto, víctimas también del horror, como Freud, Kafka, Einstein o Benjamin, no cesa en su perplejidad ante lo que ocurre en su querida Europa que siempre ha anhelado unida pero sin fronteras, culta, tolerante, acogedora y próspera, como la había percibido en la Austria de su niñez y primera juventud. Bien cierto que desde su atalaya acomodada de burgués ilustrado, esa Europa soñada, sin embargo, no excluía a nadie, quizá tampoco a quienes acabaron destruyéndola. Tal vez haya sido ese uno de los graves errores de aquel tiempo, si es que no del único tiempo, el nuestro incluido. El mal -concluye al final de la obra- sea acaso consustancial a la naturaleza humana, y así como el hombre es capaz de alcanzar las más altas cotas de progreso y bienestar intelectual, cultural y material, también posee condiciones innatas para perpetuar las más aviesas de las maldades.
Acaso sea cierto que la historia no se repite, pero es muy probable que Voltaire tuviera razón y los hombres repetimos el mal con excesiva frecuencia. Leer hoy a Zweig sea acaso un buen ejercicio para no repetir no sólo la historia sino a nosotros mismos. Signos del mal no están ausentes de nuestras vidas y Noruega, entre otros muchos, acaba de ser un triste signo.