¿Os acordáis cuando los veranos eran larguísimos? Había tiempo para perderlo, para aburrirse, para que pareciera que no se acababa nunca. Era tanto el tiempo que se podían vivir aventuras, conocer nuevos gustos, hacer amigos. Cuando volvíamos a la rutina (a la ciudad, a clase) estábamos seguros de haber experimentado cosas nuevas, nos acompañaba la sensación de haber cambiado en algo, de haber crecido.
Yo este verano me he acordado mucho de aquellas vacaciones escolares y de las sensaciones del final de la infancia. Quizá sea porque me he tomado casi un mes entero de vacaciones y hacía años que no me alejaba tan de continuo de la vida cotidiana.
También ha tenido que influir el que haya podido leer mucho, y de seguido, después de tantos meses en los que los libros me han acompañado sólo en aviones, aeropuertos y camas (momentos antes de dormir). La lectura había quedado desterrada, salvo en algunos escasos fines de semana, del sofá, de la terraza, de las horas suaves de la tarde, del desayuno alargado, de la noche sin madrugón a la vista.
Una de mis lecturas, un descubrimiento que me ha hecho trasnochar por el placer de leer un rato más, ha venido propiciada por Sinololeonolocreo en donde, de la mano de mi querida Ángela Sáez Silió y gracias al amigo Javier Gimeno, pude enterarme de la existencia de Agustín Gómez Arcos. Pero he necesitado el descanso de agosto y a otra amiga, Marta Ontañón que me regaló El cordero carnívoro, para lograrlo. La novela cuenta una historia que ocurre en un mundo cerrado y asfixiante, una casa enferma, que se pudre sin remedio, y que sirve como metáfora de esos años oscuros del primer franquismo. El tema es muy español, en el sentido de que hay referencias clarísimas a la República, a la Guerra Civil y a la Dictadura Franquista. Uno puede reconocer esa ciudad de provincia, que rodea la casa, en donde los curas actúan como infatigables vigilantes de cualquier desviación de la norma y como siniestros defensores del fascismo. Pero también hay algo en esta novela que trasciende la historia local y nacional. La manera que tiene el autor de tratar la homosexualidad, la frescura con la que habla del placer erótico, sin el más mínimo rastro de culpa, mala conciencia o sentimiento de inferioridad, es absolutamente actual. La verdad, una auténtica sorpresa en un texto escrito en 1974 (eso sí, en Francia y en francés). También resulta sorprendente que se haya tardado tanto en recuperar a Agustín Gómez Arcos y en traducir su obra al castellano. Hay que felicitar a la Editorial Cabaret Voltaire, uno de esos milagros editoriales que nos regala este siglo XXI tan machacadito y chabacano en sus comienzos.
El cordero carnívoro tiene, además de un estilo atrevido y personal, mucho humor, a veces vestido de provocación, y eso es cada vez más necesario para quienes estamos haciendo real ese verso de que “también los jóvenes envejecen”. El humor nos permite tener una actitud más optimista ante la vida y eso, por lo visto, nos puede ayudar a sobrellevar algunos de esos males que nos acechan con el correr de los años.
Para seguir en la línea de esos libros que cuentan cosas terribles sin perder el sentido del humor, me acompañó este verano otra lectura, El maestro Juan Martínez que estaba allí de Manuel Chaves Nogales. Un autor para mi desconocido, que ha sido olvidado durante mucho tiempo, y que ha rescatado otra editorial querida, Libros del Asteroide. En este caso no es una novela aunque el placer que produce leerlo nos haga pensar que sí. Lo que hace Chaves Nogales, ejemplar periodista, es escribir lo que le contó Juan Martínez, convertido en testigo accidental de la revolución rusa. No tiene desperdicio este libro que narra acontecimientos de la guerra civil, que sigue al estallido de la revolución, y del férreo sistema de control y terror que van organizando los bolcheviques, contados por un bailarín de flamenco. Hay hambre, historias tristes de violencia y crueldad, miedo, enfermedades, guerra…, pero el narrador no pierde su capacidad para sonreír y contagiarnos. Tampoco decae el estilo del autor, trepidante y depurado, que logra que el libro se lea como nos comemos un buen helado, sin poder parar después del primer lametón.
En este agosto de encuentros lectores merece una mención especial Principiantes de Miguel Albero que también sabe mezclar drama y humor. Vivimos una época cargada de tics (inconscientes) así que se agradece mucho que Albero domine los guiños (conscientes) a la hora de escribir una novela sobre perdedores, con la voz de un ubilado que vive en una residencia de ancianos. No sólo no se pierde la sonrisa, sino que hay momentos verdaderamente hilarantes en esa sucesión de testimonios de vidas atrapadas por su incapacidad para superar los comienzos. Cosa que no le ocurre, en absoluto, al autor ya que además de su labor como novelista (el título del que hablamos aquí y la recién publicada Ya queda menos) y cuentista (Cruces) hay que añadir entre sus obras un interesante ensayo, Enfermos del libro: breviario personal de bibliopatías propias y ajenas, y un libro de poemas, que veremos muy pronto publicado, con el que ha ganado la última edición del Premio de Poesía Gil de Biedma.
Hace años, cuando los trabajos y los días venían menos cargados de obligaciones, el verano no era la época en la que más leía. Al contrario, dedicaba mucho más tiempo a otras actividades sociales y a estar al aire libre en compañía. Pero para que un día me pareciera aceptable, y no sufrir la sensación de que me estaban robando algo, siempre he necesitado que estuviera presente la lectura. En este agosto de veraneo a la vieja usanza, en el que he pasado mucho tiempo seguido en el mismo sitio, he practicado una de mis mayores placeres: leer en la playa.
Los últimos días en esas playas del norte, cuando la luz ya nos susurra la belleza un poco triste del otoño, he leído Los años dulces de Taniguchi y Kawakami. Es una novela gráfica (mi amiga Silvia se ríe con esta nueva forma de hablar de las historias contadas con viñetas) de un autor que ha dado mucho que hablar en Sinololeonolocreo. Esta obra es un ejemplo más de la capacidad que tiene un cómic para elaborar narraciones complejas y para hacerlo con mucha sofisticación. La historia, intimista y con el ritmo lento de algunas películas japonesas en las que los silencios son tan poderosos, nos cuenta la relación entre una mujer joven y un hombre, antiguo profesor suyo, que le dobla la edad. Los dibujos son, como siempre en Taniguchi, interesantísimos, auténticas puertas para salir a paisajes en los que perderse. Este libro tiene un interés añadido, uno de los hilos conductores de la narración es la comida, los protagonistas se encuentran casi siempre en el mismo bar a la hora de la cena, y parece que podemos oler y saborear los banquetes que se pegan ese par de glotones.
Este verano ha habido tiempo para leer con más furia y he conocido nuevos escritores, nuevos mundos que me han revivido esa sensación de crecer y de aprender que siento tan unida a los veranos de mi infancia. He vuelto a la vida diaria con el convencimiento de que, a esta edad en la que los años pasan tan rápido, es importante poder contar con los amigos y la lectura para que el tiempo no nos haga naufragar en costas inhóspitas.