Houellebecq aparentemente nos cuenta la trayectoria vital de Jed Martin, un artista encumbrado, hijo de un arquitecto que en su niñez soñaba construir casas para golondrinas.
Inició su vida artística con fotografías de herramientas y se encumbró con las de mapas de carreteras de Departamentos franceses publicados por Michelín. Posteriormente, fueron retratos al óleo de oficios obsoletos (carnicero caballar, gerente de bar estanco) los que dieron paso a los de otras profesiones y a las obras que le dieron más prestigio, como Bill Gates y Steve Jobs conversando sobre el futuro de la informática o Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte.
Le permite a Houellebecq hablarnos del mundo del arte y sus pobladores, de técnicas fotográficas y características de las cámaras, de los útiles usados en la pintura, de los galeristas, de los expertos en promocionar exposiciones y eventos artísticos, de los que acuden a ellos (incluye a Frédéric Beigbeder cuya última obra ha prologado), de los críticos de arte y sus análisis; también de algunos compradores, e incluso para opinar sobre pintores y arquitectos.
Pero todo no parece sino una excusa que utiliza el autor (seguramente lo hacen todos) para darnos su opinión sobre cada uno de los asuntos que aparecen en el transcurso de la narración.
Desde la actitud de los fontaneros ante una emergencia hasta la reproducción de las moscas en los cadáveres (hubo polémica porque al parecer copió de la Wikipedia), las características de los perros bichones o qué conlleva la oligospermia. Pero también de la degradación de las zonas antes acomodadas de las ciudades, de la influencia inexorable de la tecnología, del relevo económico a nivel mundial, del divorcio y sus consecuencias, de las funciones de los comisarios de policía (incluso de su sueldo), de la economía como disciplina y realidad, de la meditación ante el cadáver (Asubha), de la reacción de los habitantes de los pueblos ante los recién llegados, de Tocqueville, William Morris o Fourier... y del suicidio y de la eutanasia. Pero sobre todo, del vacío existencial y la incomunicación humana (con la consecuente soledad), una de sus constantes.
Tal vez menos estridente que en otras ocasiones (Plataforma, Las partículas elementales) en algunas de sus señas características (sexo, misoginia, misantropía...) nos muestra al protagonista en los momentos finales de su vida (¿2030?) filmando incesantemente el desarrollo natural del mundo vegetal que cubrirá inexorable todo lo artificial (en definitiva, humano) incluyendo las imágenes previamente degradadas de aquellos que tuvieron algo que ver en su vida.
Se atreve el autor, además, a presentarse como personaje en su relato y también a convertirse en obra de arte de dos maneras diferentes: siendo retratado por Jed Martin y como una especie de macabro Pollock.
En definitiva, aunque "el mapa es más interesante que el territorio", él es el mapa y el territorio.