Si hace unos cuantos meses me hubieran preguntado por el nombre del algún escritor serbio, me temo que hubiera recurrido a una sonrisa para ocultar tras ella mi ignorancia. Antes de iniciar este comentario lo consulté en la wikipedia; en la inglesa, que siempre viene más. Buscaba nombres que me sonaran. Enseguida encontré uno familiar: Ivo Andriæ, el premio Nobel de Literatura. El caso es que Andriæ era un croata nacido en Bosnia y ahora se lo disputan como parte de su patrimonio cultural tanto serbios como croatas. ¡Vaya! No me desanimé y continué mi búsqueda. No tardé en dar con otro nombre conocido: Danilo Kiš. Esta vez descubrí que el padre de Kiš era húngaro y su madre de Montenegro. Los demás nombres que me resultaban familiares sospecho que era por su parecido con el de algún deportista de élite.
¡No hay nada como asomarse a las páginas de la wikipedia para percibir lo cuestionable de las afiliaciones nacionales! Sobre todo, cuando la adscripción de la nacionalidad ha de hacerse retroactivamente, decidiendo, por ejemplo, quién era ucraniano o más bien bielorruso, en un momento en el que ninguno de estos dos países existía. En la wikipedia intentan, obviamente, dar gusto a todos, y como venturosamente aquí no se trata de repartir la tierra, clasifican con frecuencia un mismo nombre en diversas categorías nacionales. No me parece mal: ¿por qué conformarse con una patria chica si se pueden tener varias?
El nombre de David Albahari lo desconocía hasta que di con el libro que hoy voy a recomendar. Aunque de origen judío y residente en Canadá desde la última guerra de los Balcanes -en la que intentaron repartir nacionalidades y tierras de un modo mucho más excluyente y cruento que en la wikipedia- David Albahari se considera serbio. Él mismo y sin discusión (¡menos mal!). Después de leer Goetz y Meyer (publicado por la interesante Editorial Funambulista), averigüé que otro libro de Albahari había sido traducido con anterioridad al castellano, El anzuelo (publicado en 1999 por Debate y hoy inencontrable a no ser en Iberlibro).
Goetz y Meyer (o Meyer y Goetz) es una novela corta que se lee de un tirón y, en apariencia, está también escrita de un tirón: un monólogo interior en un párrafo único. En apariencia, se trata de un relato autobiográfico, pero basta con que echemos las cuentas a la edad del autor para advertir que, a pesar de las coincidencias, no es así. El protagonista, cuyo nombre ignoramos, es un profesor de literatura servio de origen judío que, al intentar reconstruir su historia familiar, tropieza con Goetz y Meyer (o Meyer y Goetz).
Pero ¿quiénes son Goetz y Meyer? Goetz y Meyer (o Meyer y Goetz) eran los dos suboficiales de las SS encargados del camión con el que se exterminó, gaseándola en su interior, a buena parte de la población judía de Belgrado. Reconozco que el camión fue el anzuelo que me atrajo al librito de Albahari. De estos camiones Saurer sabía yo ya por Shoah de Claude Lanzmann, tanto en su versión cinematográfica, como en la escrita (publicada en castellano por Arena Libros). La descripción científica, objetiva, precisa, de los problemas técnicos originados en los camiones por la "carga" o las "piezas" transportadas, basta para hacer volar horrorizada la imaginación de cualquiera: la mía, la de Albahari, o la del protagonista de su novela.
Nuestro protagonista tropieza con los nombres de Goetz y Meyer y, a partir de la recopilación de los datos fragmentarios e impersonales que han quedado para la historia, emprende una labor de reconstrucción a través de la imaginación y la memoria. El esfuerzo por reconstruir la memoria significa al mismo tiempo para el protagonista de la novela una progresiva obsesión. Intenta imaginarse cómo eran Goetz y Meyer y cómo fueron los últimos momentos de aquéllos que los vivieron con miedo y un rescoldo de vana esperanza -lo último que se pierde antes que la vida- separados de Goetz y Meyer por las finas paredes de la cabina de un camión. Imagina a Goetz y Meyer (o a Meyer y Goetz) como dos personas normales y corrientes viviendo su vida con normalidad, asumiendo su cometido como una rutina. Se representa sus ilusiones, sus frustraciones, sus preocupaciones, sus gestos, su cotidianeidad que transcurre como si nada junto a la muerte -¡a todo se acostumbra uno!-. Se pregunta a menudo quién es quién: ¿era Goetz o era Meyer el que repartía caramelos a los niños, o el que fumaba tranquilamente un cigarrillo? Lo único que no consigue es ponerles rostro: resulta muy difícil imaginar rasgos precisos para alguien a quien nunca hemos visto, como sabe muy bien todo el que ha esperado con ilusión a conocer la cara de su hijo. Poco a poco la vida del protagonista transcurre entre Goetz y Meyer (o Meyer y Goetz) y entre los fantasmas de los que murieron.
¿Una obra más que añadir a la nutrida -sobre todo en los últimos tiempos- "literatura del holocausto" (la sola denominación me pone los pelos de punta)? No. Afortunadamente. Escrita con ligereza, con la sencillez de quien no necesita artificios, con una pátina de elegante humor negro, en definitiva, muy bien escrita, Goetz y Meyer es una reflexión sobre la historia y la memoria. Sobre cómo la segunda tiene que luchar sin descanso con la primera para que cifras, datos y documentos no oculten bajo sus escombros lo que fue y, sobre todo, a los que fueron. Es, también, una reflexión sobre los seres humanos -lo que son, lo que se acostumbran a ser, lo que se hacen unos a otros, lo fácil que es la ignorancia y el olvido, lo engañoso de la esperanza-. Todo ello, en el mejor envoltorio: buena literatura.
De David Albahari -lo espero y lo creo- oiremos y leeremos en el futuro (y a ver si, entre tanto, la Biblioteca Complutense consigue lo poco que hay de él en castellano).
Ana Isabel Rábade Obradó