Siempre tengo que pensarlo antes de hablar: "Cerdeña pertenece a Italia, ¿no? Sí, sí, es una isla italiana", me digo. Esta duda me ha asaltado continuamente al leer La acabadora, la primera novela de Michela Murgia. La peculiaridad, la idiosincrasia y el alejamiento de esta isla con respecto a su ámbito administrativo la convierten en un territorio especial y desconocido. Así lo perciben también los personajes del relato, sardos de pura cepa, orgullosos de su tierra y diferentes de sus compatriotas continentales.

María Listru, cuarta hija de una familia humilde que no puede mantenerla, es dada en adopción a los 6 años a una anciana modista del pueblo, Bonaria. La niña, dotada de una singular sensibilidad, una aguda capacidad de observación y no poca inteligencia, sabrá adaptarse a su nueva vida y moverse sin complejos en una sociedad tradicional y, a veces, anacrónica, en plenos años 50-60 del siglo XX. Sin embargo, la inocencia infantil le impedirá acceder a los secretos que oculta su benefactora y sólo la madurez la enfrentará con la dureza y la amargura de la realidad.

La autora nos acerca así a un universo arcaico, de principios muy arraigados y, en ocasiones, inamovibles, que convive y pugna por mantenerse en un mundo cambiante, que parece querer imponerse desde el otro lado del mar. Los ritos, las ceremonias, las costumbres ancestrales siguen presidiendo la vida cotidiana. Sus dulces, sus rezos, su fervor religioso y su especial relación de la muerte aíslan a estos sardos del exterior.

En tan peculiar paisaje transcurre la vida de María y Bonaria, que, como representantes de la infancia y de la vejez, nos muestran sus defectos y sus virtudes al igual que su fortaleza para hacerle frente a las grandezas y las miserias de la existencia.