Tirso de Molina, Calderón de la Barca, Goldoni, Gluck, Mozart, Hoffmann, Byron, Pushkin, Dumas padre, Mérimée, Espronceda, Liszt, Kierkegaard, Zorrilla, Baudelaire, Fox Madox Brown, Richard Strauss, George Bernard Shaw, Valle-Inclán, Apollinaire, E. Rostand, Azorín, Pérez de Ayala, John Barrymore, Unamuno, Douglas Fairbanks, Albert Camus, Errol Flynn, Max Frisch, Ingmar Bergman, Buddy Holly, Bataille, H. de Montherlant, Torrente Ballester, Brigitte Bardot, Derek Walcott, Joni Mitchell. Johnny Depp, P. Handke, Saramago... ¿Qué tienen todos estos nombres en común? Todos han ofrecido en obras literarias, ensayos, piezas teatrales, composiciones musicales, canciones, representaciones pictóricas o actuaciones cinematográficas, diferentes versiones del mito de Don Juan. Hoy me quedo con Byron.
¿Quién no conoce a Lord Byron? El poeta maldito por excelencia. Un guapo mocetón algo cojo, excéntrico y bastante pervertido. Una de sus amantes lo caracterizó así: "loco, malo y peligroso". Pero, ¿quién ha leído a Byron?
A golpe de provocaciones, extravagancias y desplantes, George Gordon Byron se construyó minuciosamente un personaje que lo devoró: el artista amoral y licencioso, siempre dispuesto a transgredir cualquier norma y a escandalizar -disfrutando mucho con ello- a las conciencias bienpensantes. Sus turbulentos avatares amorosos, sus viajes, sus opiniones políticas radicales, su defensa de la libertad y, como culminación de todo, una muerte algo absurda a una edad temprana cuando se disponía a participar en una guerra en la que no tenía por qué luchar, convirtieron su biografía en el paradigma de la vida del artista. Nuestra imagen tópica del artista romántico le debe mucho. El calificativo de "romántico" -que a Byron no le hubiera agradado- se ha vuelto más confuso desde entonces. Hablar de "literatura romántica" -basta un paseo por cualquier gran librería- nos sugiere hoy nombres como el de Barbara Cartland o Danielle Steel. Tiene su encanto imaginar al satánico y seductor poeta en compañía de tan modosas damas. Pero el Romanticismo fue otra cosa.
El Romanticismo surgió en un momento de crisis (¡sí! ¡hubo otras!): la gran crisis cultural que se produjo en el quicio entre los siglos XVIII y XIX. Resultó de la confluencia de esperanza y desencanto. Esperanza en un mundo diferente, nuevo y más libre, que por un momento se vislumbró y hasta se creyó posible, y desencanto ante la constatación de que, una vez más, el espíritu conservador cerraba filas y posibilidades entreabiertas dando paso al plomizo puritanismo de la Restauración y la época victoriana. Después vinieron otros Romanticismos más de capa y espada, amores tortuosos y paseos a la luz de la luna, como el que, ya tardío, llegó a España. Pero Byron pertenece a aquel primer Romanticismo que significaba, sobre todo, rebelión.
Quien no haya leído nunca a Byron puede encontrar en su Don Juan algo muy diferente de lo que esperaba. Byron es, ante todo, un excelente poeta satírico. "Busco un héroe", declara Byron en el verso que inaugura el canto primero del Don Juan. Poco después afirma que su intención es épica. Pero antes de llegar a este primer canto hemos leído un prefacio y una dedicatoria. En el prefacio se nos detalla con pelos y señales en qué concretísimas circunstancias hemos de imaginar que se encuentra el autor del Don Juan en el momento de emprender la narración. La burla, directamente dirigida a Wordsworth, alcanza a mucha de la poesía y el arte contemporáneo en general, que, ensimismado en la expresión del propio autor, necesita explicarse demasiado para ser entendido. La dedicatoria es un ajuste de cuentas con Robert Southey, poeta convertido al conservadurismo, muy valorado en su época y hoy casi olvidado, que había atacado a Byron como "genio satánico" de una poesía que atentaba contra lo más sagrado del orden social. Por detrás del prefacio y la dedicatoria, y de todo el Don Juan, se esconde también un cierto manifiesto poético.
El Don Juan fue escrito sin un plan prefijado, aunque sí con una estructura clara. Los sucesivos cantos se fueron añadiendo y sólo se interrumpieron con la muerte prematura de su autor, sin que lo narrado hubiera llegado a una conclusión definitiva. Las aventuras de Don Juan las relata un narrador más que omnisciente, intrusivo, que aprovecha la menor oportunidad para contarnos sus opiniones y experiencias, hacer toda clase de digresiones e incluso darnos cuenta de los problemas y exigencias que le plantea la rima. Esta forma, que nos puede parecer tan moderna, de hacer poesía, emparenta la obra de Byron con un clásico de la literatura británica, el Tristram Shandy de Sterne. El otro gran referente para el Don Juan es también un clásico -Byron se sentía más próximo a ellos que a los románticos-: el Tom Jones de Fielding. En este caso, la influencia de la clásica picaresca de Fielding se refleja en la relectura que Byron hace del personaje de Don Juan.
El Juan de Byron no es un seductor. Es un hombre muy joven -empieza siendo poco más que un adolescente- por el que las mujeres se sienten irremediablemente atraídas. Él sucumbe gustoso. Doña Inés tampoco es la tierna novicia tentada hacia el pecado, sino la madre de Juan. Por cierto, su afición a las matemáticas nos dice que es un trasunto de la mujer de Byron -mi tocaya-, Annabella Milbanke, la "princesa de los paralelogramos", que abandonó a su marido dejándolo bastante dolido después de darle la única hija legítima de las dos -o tres- que tuvo (para los amantes de las anécdotas y la informática, Ada, la hija de Byron y Annabella, fue una pionera en el lenguaje de programación y por ello hay uno que lleva su nombre). Las andanzas de Juan tienen más de picaresca que de tragedia romántica, y cuando los hechos nos aproximan a ésta, ya se encarga Byron de rebajarles el tono.
En el Don Juan hay también temas "serios": detrás de todo poeta satírico hay un poeta moralista. Byron, cuya vida libertina contravenía toda la moral de su época, señala con el dedo a los poderosos y a las "buenas gentes" que, escudadas en su mojigatería, son capaces de cometer las mayores violencias e injusticias con el mayor decoro. Denuncia los grilletes con los que siempre y en todas partes se intenta obstaculizar la libertad. Nos ofrece una sentida reflexión sobre el paso del tiempo, la decadencia y la progresiva e imparable pérdida de brillo de nuestras vidas.
En la poesía de Byron no abundan los redobles de tambor ni los ojos en blanco. Hay que versificar, pero su pluma es deslumbrantemente suelta. Es muy divertido. Es profundo cuando hay que serlo. Sabe transmitir -bien administrados- sentimientos con hondura. Pero jamás se toma en serio más de lo necesario, ni intenta impresionarnos con trabajadas altisonancias. Muchos afirman que ninguna de las obras de Byron llegó a estar a la altura de su enorme talento. Quien quiera comprobar lo fácil que escribía bien este hombre que se asome a sus diarios y sus cartas. Es instructivo detenerse en alguna de las cartas de amor: con toda su apostura, la capacidad de seducción del poeta empezaba seguramente por su labia.
No es el Don Juan una lectura fácil. Sobre todo si tenemos que leerla traducida. En la editorial Cátedra hay una edición bilingüe, lo que siempre está bien para la poesía escrita originalmente en otro idioma. La traducción deja bastante que desear (¡le he cogido un montón de gazapos!), el estudio introductorio está bien y las notas no ayudan mucho. Éstas se centran demasiado en "quién era quién" -lo que en los tiempos de la wikipedia empieza a resultar ocioso-, y no orientan gran cosa sobre el texto. Por poner un ejemplo, el Don Juan resultó escandaloso no sólo por las aventuras eróticas de su protagonista, que tampoco son nada extraordinario; lo fue por las opiniones de Byron y por el frecuente doble sentido claramente sexual de lo que en apariencia son ingenuas descripciones de los hechos. Una muestra sería el largo relato de la tempestad y naufragio del canto II, con episodio burlesco de antropofagia incluido. La narración habla sin parar de mástiles que hay que intentar izar y de manos que bombean para que no se venga todo abajo. No hace falta una mente muy pornográfica... Una pequeña sugerencia, sin necesidad de incidir en incómodos detalles, hubiera ayudado a empujar la imaginación del lector castellano en la dirección, más jocosa que transgresora, que el autor deseaba. Aún así, merece la pena.
En este mundo contemporáneo, cada vez más mediocre, sigamos buscando un héroe.