Con frecuencia andamos tan preocupados por la novedad, que nos olvidamos de los clásicos. A pesar de la moda sushi, algo tendrá el pan cuando lo bendicen, y lo mismo ha de ocurrir con los libros que se nos vienen transmitiendo a través de los años, los siglos o los milenios.
Como decía Byron en su Don Juan, "Mi estilo es empezar por el principio", y ya que este blog está en sus comienzos, para abrir boca con los clásicos, ¿por qué no la Ilíada?
De las obras supuestamente atribuidas al supuesto Homero, en los tiempos que corren suele preferirse la Odisea. Ulises -astuto y aventurero, rey de Ítaca pero nieto de un auténtico cuatrero- y la narración de sus andanzas -tan semejantes a veces a cuentos fantásticos- nos resulta mucho más "moderno". La lucha encarnizada entre heroicos guerreros sangrientos y vengativos, dispuestos a arrastrar literalmente por el polvo el cadáver del enemigo caído, parece mucho más arcaica (aunque bastaría un ratito con la play).
Para enfrentarse a la Iliada, un par de recomendaciones previas.
La primera, olvidarse de lo que uno cree saber de la historia (incluyendo películas de dudoso casting). Por poner un ejemplo, cuando comienza la narración de la Iíada el rapto de Helena ha ocurrido ya hace años y la bella espartana es un personaje muy secundario. De no seguir esta sugerencia, se corre el riesgo de acabar compartiendo demasiado fácilmente el juicio sumario de Daniel Defoe -sí, el del manitas del bricolaje perdido en una isla casi desierta-: "¡Tanto lío por el rapto de una puta!" (Defoe dixit). Para orientarse inicialmente respecto al tema de la obra, lo mejor es hacer lo que haría cualquier griego: leer la invocación inicial del coro. Tampoco es conveniente dar por supuestas relaciones entre los personajes que Homero no sugiere. Me refiero, por ejemplo, a las relaciones entre el fornido Patroclo y el divino Aquiles. Si hacemos caso a Homero, son sólo amigos -"amigos del alma", si se quiere- y nada más. Es importante para entender la obra (y, en general, el mundo griego, cuyo sentido de la amistad, de la philía, con frecuencia no comprendemos).
Segunda: hacer de tripas corazón con las traducciones. Conozco varias y, sinceramente, ninguna me gusta. Es una lástima que los traductores, cuando abordan una obra clásica, se esfuercen por hacer filología y no literatura. En griego, la Ilíada es una delicia; en castellano, no tanto -traduttore, traditore, en este sentido -.
En cualquier caso, sugeriría dos posibles versiones castellanas. Una opción es la traducción de E. Crespo Güemes para Gredos (ahora disponible en los kioskos), típica traducción filológica, de seguro correctísima, pero que nunca te permite olvidar que estás leyendo una traducción, y que, por sus notas, acaso merecería ser enviada a la sección Leyendo se va a... de este blog. Yo agradecería más, por ejemplo, un dibujo de un guerrero griego bien armado, antes que la obsesión por intentar identificar todos los lugares citados (¡ni que fuera una guía de viajes!).
Como otra posibilidad propongo la edición bilingüe de R. Bonifaz Nuño para la UNAM, que posee la ventaja, para quien sepa siquiera un poquito de griego, justamente de ser bilingüe. El estudio introductorio me parece, además, bastante gracioso con una interpretación como poco extemporánea de Aquiles como representante del imperialismo. Vamos, que casi hay que imaginar a Aquiles ocultando sus rizos dorados bajo un sombrero tejano y protegiendo con espuelas sus delicados talones (¡más le hubiera valido!).
Por esto último podríamos empezar ahora para invitar a la lectura de la obra. ¿No se ha dicho muchas veces que los western representan la épica de los tiempos modernos? Pues la Ilíada es la de los tiempos antiguos y, desde luego, no tiene nada que envidiar.
Hay acción. Mucha. Descrita con esa plasticidad con la que Homero -o quien fuera- sobresale entre todos. ¡Esas comparaciones! ¡Esas descripciones de las batallas (la manera en que las armas hieren los cuerpos atravesando las armaduras y los huesos, desgarrando la carne; el retumbar de las armas; los vaivenes de victorias y derrotas; las idas y venidas)! ¡Los combates singulares cuerpo a cuerpo! ¡Las bravatas! ¡Las acciones y reacciones de los guerreros que tan pronto se envalentonan como se acobardan! ¡Qué gran director de cine se ha perdido! (si John Ford era tuerto, ¿por qué no un ciego?).
Hay excelentes personajes fieles a quienes son. El astuto Ulises, siempre entre los mejores aunque le falte algo de planta. El voluble y algo vanidoso Paris, que aparece en el campo de batalla ataviado con una piel de leopardo (deliciosa la bronca de hermano mayor que le dedica Héctor reprochándole no el ser cobarde, sino un bandarra). Agamenón, insuperable representante del poder, preocupado siempre por mantenerlo, pero también por su hermano menor, el traicionado Menelao. Héctor, siempre humano (hay quien diría que casi "se come" la película), quien, como Ulises, hubiera preferido no luchar, pero se siente obligado a ello porque "ha aprendido a ser valiente". Y, como no, Aquiles, el joven héroe hijo de una diosa que comienza comportándose poco más que como un adolescente enfurruñado porque le ningunean y, después, a través de la amistad y la muerte, acepta y aprende a morir como un hombre.
Hay, pues, amistad, hay amor (entre amigos, entre marido y mujer, entre padres e hijos). Hay, por supuesto, venganza. Hay compasión hacia los hombres que, aun si son héroes y, por tanto, más altos, más fuertes y más valientes, también están condenados a morir cuando llegue su día, a diferencia de los dioses inmortales. Hay duelo -por los compañeros, por los esposos, por los amigos, por los hijos- y hay reconciliación -la maravillosa escena final entre Príamo, padre de Héctor, y Aquiles-. Hay frases inolvidables. Hay sabiduría literaria para decidir cuándo empezar y cuándo concluir un relato -no hace falta que veamos morir a Aquiles, sabemos, como él lo sabe, que morirá en Troya-. ¿Qué mas se puede pedir?
Para quien todavía esté en dudas, propongo abrir el libro, no por una página al azar, sino por un lugar bien preciso. Canto VI, despedida entre Héctor y Andrómaca, su mujer. Ambos saben que Héctor va a morir y que Troya será arrasada. Andrómaca será esclavizada y el pequeño hijo de ambos -Astaniacte, al que su padre prefiere (?) llamar Escamandrio-, todavía un bebé, también encontrará acaso la muerte. Se trata de una de las escenas más hermosas de toda la historia de la literatura: el pequeño se asusta del tremolante penacho del casco de su padre; Héctor, tras quitarse el casco y dejarlo a un lado, toma al niño en sus brazos y lo mece soñando para su hijo un futuro que, casi con seguridad, no tendrá; Andrómaca ríe entre lágrimas; Héctor acaricia su rostro. Después de dejar a su mujer, Héctor se reúne con Paris -que ha desaparecido del campo de batalla para aparecer en la cama de Helena- y le dedica su fraternal rapapolvo. ¡Para que luego algún experto erudito venga con que la Ilíada es la obra de un torpe compilador!
Ana Isabel Rábade Obradó