El periodismo es hoy poco más que "la voz de su amo". La connivencia del "cuarto poder" con los otros tres (y con el gran poder oculto, la todopoderosa economía) es escandalosa y no hace falta ningún don paranormal para saber de antemano la opinión que un medio concreto, escrito, audiovisual, o como sea, va a sustentar casi sobre cualquier cosa. La gente que sigue leyendo periódicos sospecho que lo hace más para que le confirmen, día a día, que está en lo cierto, antes que por la explícita coartada de "informarse". Cuando un periódico cae ahora en mis manos, yo, que fui lectora habitual durante años, no dejo de admirarme de lo compacto y previsible de todos sus artículos y secciones.
No siempre fue así. Aunque el periodista siempre tuvo su ideología (¡y quién no!), hubo un tiempo en el que todavía podía descollar el periodista de espíritu e intención verdaderamente crítica e independiente (y no me refiero a crítica del adversario e independiente de que los hechos desmientan lo que, en cualquier caso, uno va a seguir manteniendo). Entre los grandes periodistas había, además, grandes escritores (y tampoco hablo del periodista que aprovecha su fama mediática para lanzar un fácil y mediocre best-seller). Uno de aquellos grandes periodistas fue Joseph Roth.
"Del cerdo, hasta los andares", dice el dicho popular, para expresar con rotundidad lo provechoso y gustoso que resulta a muchos, para su desgracia, el pobre animal. Yo siento algo parecido por Joseph Roth: todo, absolutamente todo lo que escribió, me gusta.
Joseph Roth me entusiasmó desde el mismo momento en que lo conocí, en mis ya algo lejanos tiempos de estudiante de alemán, a través de El jefe de estación Fallmerayer, una obrita -por sus dimensiones- deliciosa que recientemente ha publicado en castellano, como viene haciendo con la mayor parte de su obra, la editorial El Acantilado (lo último han sido sus Cartas, a las que ávidamente estoy deseando hincar el diente). Fue amor "a primera lectura". También fue amor loco: devoré todo lo que estuvo a mi alcance. Así es como descubrí al Roth periodista: cuando consumí sus novelas -prácticamente todas, en alemán o en castellano- seguía hambrienta y di con sus artículos. ¡Exquisitos!
Joseph Roth trabajó como periodista la mitad de su vida: desde los veintidós años hasta su muerte prematura a los cuarenta y cuatro. Desde su regreso en 1918 tras combatir en la Primera Guerra Mundial, hasta su muerte en 1939 en vísperas del estallido de la Segunda. Compatibilizó siempre la escritura de numerosísimos artículos y reportajes con la de novelas. Fue un autor prolífico. Resulta asombroso lo mucho -y lo bueno- que llegó a escribir en tan poco tiempo. Más aún si tenemos en cuenta sus circunstancias personales: su doloroso exilio como escritor judío en lengua alemana, la locura de su mujer, su alcoholismo (para muchos, su temprana muerte no fue sino el desenlace de un lento suicidio por medio del alcohol).
El juicio de la historia (editado por Siglo XXI, con un bonito prólogo de Eduardo Gil Bera, también traductor) es una de las recopilaciones que hay en castellano de los artículos de Roth. Se centra en sus "artículos berlineses" que hicieron de Roth "el periodista mejor pagado de Alemania". El manjar que nos depara el libro es diverso: desde pequeños apuntes sobre asuntos en apariencia insignificantes que a todos, menos a Roth, hubieran pasado desapercibidos y a los que él extrae toda su esencia llena de profundos significados, hasta crónicas de acontecimientos que conmovieron a la opinión pública, como la guerra ruso-polaca (una de las múltiples "pequeñas" guerras que florecieron en los felices veinte) o el proceso judicial de los asesinos de Walter Rathenau, el ministro de exteriores alemán de origen judío. Los artículos de Roth podrían tomarse como una enciclopedia de la crispada época de entreguerras o de la inestable y trágica República de Weimar. Y no precisamente por su pretensión de verismo u objetividad. Roth despreciaba la supuesta objetividad periodística y, además, no estaba dotado para ella. Hablándonos de los grandes y de los pequeños siempre a través de sus humanos ojos, Roth nos ofrece la mejor panorámica del lugar y la época, y de los hombres que la vivieron. ¡Qué superior resulta a la reseña fría y objetiva de cifras, hechos y datos de interés y a la explicación presuntamente objetiva, que jamás nos acercará a conocer las vidas que se vivían!
"Malo, borracho, pero lúcido", fue la descripción que ofreció de sí mismo un Joseph Roth ya al borde de la nada. "Malo" podría serlo por la mordacidad sin concesiones con la que desenmascara el verdadero rostro de algunos de los mitos ideológicos de esa modernidad que tuvo uno de sus escaparates en el Berlin que Roth vivió: el progreso que nos iba a traer un mundo mejor y que, demasiadas veces, nos mantiene a la espera distrayéndonos con juguetes mecánicos cada vez más sofisticados; las farsas de una justicia que siempre sabe dictar sentencia del lado de los poderosos, incapaz, en su ceguera, de conceder jamás su compasión al débil.
La causticidad denuncia la corrosión de lo humano. Detrás de su mordacidad, Joseph Roth esconde la desolación ante la humillación de lo humano, que teme definitiva, y que ve manifestarse como indiferencia hacia el hombre, como insignificancia de lo humano y, en definitiva, como creciente inhumanidad. De aquí se nutre esa nostalgia por la simplicidad de los hombres reconocible en toda la obra de Roth y, seguramente, también la amarga desesperación que tanto debió de fomentar su intimidad con el alcohol. Joseph Roth nunca supo practicar la indiferencia. No perdona a nadie: ni a los ricos, ni a los poderosos, ni a los defensores del orden, ni a los bienpensantes, que se avienen a ver el mundo como mejor les conviene. Sólo perdona a los humildes y tiene debilidad por quienes han caído en la marginación y son recompensados con el desprecio y el recelo de los más afortunados.
Por encima de todo, Joseph Roth nos asombra -o nos hiere- con la lucidez de quien no acepta otra autoridad para ver el mundo que la de sus propios ojos. La mirada de Roth -que es siempre la mirada del novelista capaz de descubrir un mundo detrás de un pequeño gesto- jamás se conforma ni se enturbia con lo convencional, con la trivialidad de lo que todo el mundo sabe o todo el mundo ve. Permanece siempre fresca en contacto con la realidad. Así sabe ver lo que otros no ven.
Roth se apercibe, antes que nadie, de la amenaza inminente de la extrema derecha nacionalista en Alemania. Cuando muchos se ríen de Hitler y sus secuaces, Joseph Roth nos advierte de la complicidad de la policía, la benevolencia de los jueces, el beneplácito de los comerciantes, la apatía de gran parte de la población, de una sociedad, en suma, que se prepara para recibir el nazismo con los brazos abiertos y los ojos cerrados. Las catástrofes humanas llegan sólo de improviso para quien no las sabe ver.
A Joseph Roth le basta un viaje a la flamante Unión Soviética para perder su fe en la revolución que iba a cambiar el mundo. En unos pocos días, pasa de ser der rote Joseph -"Joseph el rojo"- al escepticismo. No comparte la peligrosa histeria antibolchevique que atenazó a media Europa y allanó el camino a Hitler como un "mal menor" (o incluso como una tabla de salvación). Joseph Roth adivina en el comunismo soviético una forma más de la misma modernidad que algunos creen que combate -sus mismos impulsos, sus mismos objetivos- y predice que acabará confluyendo con ella. Nada realmente nuevo. Más de lo mismo.
¿Todo esto nos parece ya historia? Roth comenta con ironía los rascacielos, los grandes almacenes, los centros de ocio planificado, los pequeños artilugios técnicos que nos van a hacer la vida más fácil, la publicidad, la desconfianza hacia el inmigrante, las grandes conferencias internacionales para arreglar el mundo... ¡El mundo que Roth ve se parece asombrosamente al nuestro! En la confusión de sorpresa con emoción, de diversión ruidosa con alegría, en el afán de novedad y la supersticiosa veneración por lo moderno, que saca pecho ante el pasado, Joseph Roth diagnostica el trasfondo del mundo moderno como una desfondada huída hacia delante. ¿Seguimos hoy corriendo deprisa -e intentando tenazmente correr más que el de al lado- porque no sabemos adónde vamos?
Quisiera concluir -o casi- con un par de comentarios sobre la edición castellana. Me he referido antes al bonito prólogo de Eduardo Gil Bera. Su traducción no me gusta tanto. Joseph Roth tiene uno de los mejores alemanes que se pueden leer (para quien quisiera lanzarse a leer en este idioma yo lo recomendaría junto con Kafka y el Canetti más autobiográfico). Es un alemán terso y sin artificios innecesarios: simplemente perfecto. No he podido cotejar la traducción con su original, pero esta última resulta a veces redicha o confusa. Roth no escribe así. Tampoco me gusta el título elegido. El juicio de la historia -tomado de uno de los pequeños artículos de Roth- resulta pomposo. He visto en la web que hay una traducción al inglés de una colección de artículos de Joseph Roth, que sospecho que es más o menos la misma, con el título de What I Saw -Lo que yo vi-. ¡Mucho mejor! Aplaudo, sin embargo, la elección de la foto de Roth que aparece en la portada (la misma que acompaña este comentario). Los editores tienen una incomprensible debilidad -o rutina- al ofrecernos siempre la misma horrible imagen de un Joseph Roth terminal de rasgos abotargados y envejecidos por el alcohol. A mí me gusta esta otra foto en la que su rostro pensativo queda en sombra y destacan en un primer plano de luz las manos finas y elegantes -¿nerviosas?- sosteniendo un cigarrillo. ¿En qué estaría pensando Joseph Roth?
Una última recomendación. A quien le apetezca un Joseph Roth "de cine" puede intentarlo con la versión de La leyenda del santo bebedor de Ermanno Olmi, con un excelente Rutger Hauer (sí, el replicante macizo de Blade Runner). De paso, si aún no lo ha hecho, que lea esta maravillosa novelita de tono autobiográfico sobre un bebedor irredento en un sentido, que busca la redención en otro distinto.
¡Cómo me gusta Joseph Roth!