Este no es un libro de viajes al uso. Podríamos decir con Carlos García Gual que es el testimonio literario de un viaje, "un texto de intenso aroma literario" (El País, Babelia, 21 de abril de 2001). Esta es, sin duda, una de las características que diferencian un libro de viajes puramente descriptivo, a modo de guía, de un libro que narra un viaje donde importa más la experiencia o la emoción del viajero-narrador que la descripción de lugares, paisajes y gentes o la información práctica de itinerarios, medios de transporte o precios (sin desdeñar en absoluto este tipo de datos siempre útiles a la hora de emprender un viaje). Importa más el viaje novelado que la transcripción literal del periplo. "Un viaje escrito, afirma nuestro escritor viajero, es la confirmación de que el escritor es la encarnación del fantasma del viajero".
Francisco Solano se transmuta en el narrador que viaja por México para presentarnos una imagen de este país vista con sus propios ojos, reflejo a su vez de un corazón y un alma, transformados en sí mismos por una realidad singular que tiene mucho de mágica. "Más que un país, México es un mito, la figuración de un sueño, y su interpretación depende, como en las salutaciones, de una entonación de palabras, según se ponga el acento sobre la fábula o sobre la trama que rige el espejo que nos contempla".
El recorrido comienza en la capital, aunque antes de aterrizar, dedica unas breves líneas a la diversidad de seres vivos que pululan por Heathrow, el aeropuerto londinense donde el vuelo hace su primera escala, como cualquier aeropuerto, "un no-lugar, una duda en permanente movimiento".
La ciudad de México, el Distrito Federal o DF como se le conoce de modo familiar, es una urbe de dimensiones inabarcables que supera los veinte millones de personas, sólo comparable a otras ciudades como Sao Paulo o Buenos Aires. Vista desde el cielo, al viajero le recuerda una maqueta que cobra su verdadera dimensión cuando se recorren sus calles y plazas: "es como un barrio de extrarradio enfermo de elefantiasis comunicado por autovías". La arbitrariedad que reina en México, similar a la de otros países, incluido el nuestro, se vive nada más pisar suelo cuando el funcionario de turno sella el pasaporte del visitante con un membrete que autoriza una estancia de treinta, de veinte, de noventa o de sesenta días, según la fisonomía de la víctima o, sencillamente, del humor que ese día tenga el policía de turno.
Sólo el DF merecería decenas de libros como éste pero no podemos dejar de mencionar lo que a cualquier viajero le fascina o no le deja indiferente en esta ciudad con abundancia de todo: el Museo Nacional de Antropología, ubicado en pleno bosque de Chapultepec, un pequeño gran paraíso de verdor en medio del caos urbano. Expertos museólogos, arqueólogos, antropólogos y legos visitantes coinciden en algo obvio: este museo es prodigio de organización museística, de didáctica expositiva y de antropología pedagógica. En el edificio inmenso todo tiene su orden estricto y su explicación suficiente, concisa pero rigurosa. La antropología y la historia entran por los ojos del visitante y se queda para siempre. Es difícil olvidar que uno ha paseado entre serpientes emplumadas, glifos y hombres pájaro o indios totonacas colgados boca abajo de un larguísimo mástil de más de 30 mts girando a velocidad de vértigo, desafiando la ley de la gravedad; o entre bloques, estelas y columnas de piedra formando los grandes templos olmecas, mayas o aztecas; o contemplado escenas de la vida cotidiana delante de un fuego; o admirado momias y toda clase de enterramientos. El museo, como señala nuestro viajero, "tiene la propiedad de vaciarnos de memoria europea" pues no hay nada en él que recuerde o aluda mínimamente a Europa. Todo allí forma parte de la inmensa y riquísima cultura prehispánica que sólo los mexicanos saben apreciar y conservar como no lo hace ningún otro país del continente americano, acaso Perú. Entre aquellos vestigios arqueológicos que nos muestran la historia de lo perdido, donde todo es pasado, uno no puede dejar de preguntarse dónde quedó nuestra mitología europea, nuestra magia frente a los dioses de la tecnología, de la prisa, de la ingeniería genética, del automóvil, que tan fielmente sin embargo han sabido copiar los mexicanos extramuros de su gran museo. Triste mitología, que diría Borges.
El viaje continúa hacia la ciudad de Guadalajara para seguir camino de Chihuahua y Topolobambo, en el golfo californiano, y de ahí a Jalisco y a Guanajuato, cuyo museo de las momias desenterradas para su exposición del cementerio colindante-con permiso de la familia, eso sí-, nos muestra la especial relación que los mexicanos tienen con la muerte y la manera de aceptarla como una condición indispensable de la vida: una suerte de convivencia inevitable. Pero es en Patzcuaro donde el viajero jamás podrá olvidar la imagen única de la isla toda iluminada de velas en la noche de todos los muertos, cuyo culto se repite año a año desde tiempos muy anteriores a la llegada de los españoles.
"Viajar, sentencia nuestro viajante, es un modo inconsciente de tantear un lugar para morir". Ese lugar es para él la bellísima y fascinante ciudad de Oaxaca. "Aquí me quedaría", afirma con toda la rotundidad que le otorga la fascinación de su cantería verde, su serenidad, su mutismo, abierta a las nubes, esbelta, multiétnica, azarosa. "Oaxaca es un espacio para disiparse, un lugar para aprender a caer".
Veracruz, Huautla, San Cristóbal de las Casas en Chiapas y finalmente, los yacimientos mayas de Palenque y de la Península del Yucatán. Un recorrido de interminables horas de viaje en autobús conversando con las gentes y compartiendo tequila en las innumerables cantinas, una de las almas de México. En una de ellas, el viajero dice que oyó esta sentencia que luego colocó al frente del libro: "No amar a México es una profanación". Quien haya conocido México sabe que es verdad.