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La literatura total: Mi canon en Babel

Carlos Lombas 27 de Noviembre de 2012 a las 09:44 h

"Tengo una historia en mente que espero escribir antes de morirme. No tendrá casi nada de dureza en la superficie. Pero la actitud de mandarlo todo al infierno, que en mí no es una pose, probablemente aparecerá de todos modos". Raymond Chandler

"Para mí  la literatura es una forma de vida, y sus personajes invisibles, la conforman".

Toda teoría sobre la creación literaria, pasa por el tamiz de la impotencia del autor, que en el momento crucial no decidió ser analfabeto. O incluso ya precisando ante la necesidad adulta de competir, comer, viajar, vestirse y caminar, entendiendo el entorno,  no buscó entre una manualidad específica, como construir, destruir, apretar tornillos o ser agricultor o minero.

El simple hecho de crear en un montón de piedras agrupadas en el campo, un  pequeño liliput, donde se supone que van a hábitat tus criaturas, es suficiente para lo que podía haber sido un camino sencillo, con relieve social, se convierta en un espinoso laberinto de dudas vitales.

Y entre las riberas de la adolescencia y otros malestares del acervo familiar, ya denominados choques generacionales, te encuentras  con la matemática ecuación de Borges en la biblioteca total, y parafraseas, seleccionando, cabos sueltos de lecturas, o expediciones sentimentales, que fijas en forma legible. Has caído en la tormenta-trampa de la literatura, pues tienes visos, ante tus ojos, de único y univocó.

Mi arquitectura textual se cimenta en el concierto histórico clásico. Tras un naufragio continuado de la flota redentora que circundo la literatura y el arte, secundado por la historia,  se han ido amurallando algunos textos encuadernados,  que solidifican las lecciones en las que apoyamos nuestras defensas, para evitar la invasión de los amanuenses apócrifos y venales, que arriban a la paupérrima validez de lo editado.

Desde el momento que comencé a leer pequeños cuentos, a devolverle la magia a los relatos orales de la abuela o a imaginar mundos invisibles que se pueden gobernar, fue entonces cuando el camino hacia la literatura fue irreversible.

Y llevando todo esto a la literatura para desamar y ofender, para ruborizar, para asaltar las intimidades,  para insultar, para humillar, para demandar soledad y demencias, acote la razón y algunas respuestas pensando que así no me  sentiría desahuciado en el sinsentido vital,  a la vez que alimentado de las carencias que el individualismo desertiza. Ocurrió que dejé la escasez retorica en oasis independientes, llenando mi mesa. 

Tras los años, decapitas día a día casi toda composición, y lo vivo, cae en tu intimidad, para remar en los anversos de la jornada laboral, y en las otras horas mutiladas por las inseguridades.

Son cuadernos a medias, palabras espontáneas en colofones, servilletas, papel, índices informáticos, perfectos, imperfectos o muy rugosos, de izquierda a derecha, en forma de verso o de tratado, dentro y fuera de los claustros personales, corregidos, olvidados, un palabra, un cuarteto, dos frases leídas, el viejo dictamen de un gran novelista, todo sembrando el bosque editorial que te sirve de muralla contra el inmundo bestiario contemporáneo, siempre mentando en que formato llego a ti aquella teoría literaria, o la novela de El buscón, o Spiderman, dándole esencia a sus decires, aventuras o grafías, agradeciendo las formas múltiples actuales y las plataformas de almacenamiento.

Ignorando el formato, ahora que estamos cambiando de la piedra(1) a la tablilla de barro(2) y que nos circundan textos, artículos y ensayos, sobre los nuevos marcos de enrejar la creación( literaria entre otras) pasamos sobre la técnica creativa y llegamos a" el trayecto argumental" del cuento, de la adivinanza, y de la novela, deteniéndonos en el texto teatral, y en el guión cinematográfico ( sin excluir los textos científicos), lo troncal que la edición nos presenta son las tramas, nudos y desenlaces.

Y tu lector, que ejerces de pasador de páginas comprensibles y sucesivas de una bibliografía, con tu sentimiento o tras una circunstancia, desembocas en el antes, durante y después de una tragedia o un descubrimiento médico, y lo que ha de importarte es el impacto de la maestría autora.

Tu continúas y utilizas la mano diestra para llegar al final y al propósito de los novelistas, poetas, dramaturgos o científicos, y adaptas durante un período horario lúcido y de vigilia, estrictamente dedicada a los estertores de la pericia( propulsada por el título) de aquello que en los planteamientos creativos se asumen para satisfacer al e-lector que busca su afinidad en la sinopsis y el paralelismos con su estilo preferido, con su vocacional entendimiento, o con el autor que ha adoptado como maestro.

Puede ser uno o muchos, y el texto digital te lo pega dentro de un mínimo espacio para llevarlo, casi carente de peso. Una gran leja bibliotecaria o más a veces            (imprecisa por sutil),  que deja los formatos clásicos a merced de los románticos, del uso preciso por melancolía, o a deliberadas horas con las manos vacías.

Sientes que las palabras han de viajar hacia los traductores, un itinerario al argumento, al salir y entrar de cada personaje, al acercarse y alejarse de la verdad, que te implica, y a la otra que ficcionas, como un acto literario de creación, entre las estéticas literarias y la otredad desde la cultura de occidente.

 Entender desde occidente, leer desde occidente, escribir desde occidente, pero con transparencias y sombras orientales. Escribo desde nuestro caos, mientras leo su caos. Siempre el este, tiene su oeste, y el este de su oeste, recibe de esa nuestra prepotencia y nos acusa de robo continuado y masacres, sin olvidar que también  somos el oriente de alguien.

Para ti o para el adyecto, el poeta, el ensayista, el dramaturgo, el guionista siempre desde la utilidad de la creación, pasa a inventar y biografiar la olvidada cotidianeidad y la rutina, que se ha sumergido entre la masa en movimiento, sin la histórica transmisión oral, diluyéndose, entre los fungibles consumidos, dejando oculto el pensamiento con una paupérrima ignorancia, facilitada por la comodidad de la banalidades fácilmente conseguibles.

Y mientras, las siluetas de la  ficción me asustan. Se superponen a los sueños, emitiendo ondas posesivas, que me alertan de los altibajos de la irrealidad y sus entornos. Es ahí cuando hablamos en paralelo, jugando al contrabando de reos encerrados en la tinta.

Me apoyo en la experiencia inmemorial de todos los que argumentaron, entrometiendo en la vida real,  a dioses, héroes,  musas, brujas, madres y asesinas, padres, tutores y mentores, realidades y fantasmas, mamíferos, depredadores y reptiles, entre telas, muros, horizontes infinitos, lunas y ríos sin mar, mares sin ríos, fuentes y adversarios taimados. Y  también en el que decodifico la creatividad de otros, y armo su manual: Harold Bloom.

Y en mi canon: Tolkien,  Dostoievski, Rousseau, García Márquez,  Kawabata, Dante, Umberto Eco, Proust,  Virginia Woolf,  Emilia Pardo Bazán, Agatha Christie,   Marguerite Yourcenar, o la Duras, María Zambrano,  Ana María Matute, etc, hicieron que mis horas de días enteros, años, sueños, ejemplos, textos, admiraciones sirvieran para que no se quede el aceite flotando sobre el agua, y al agitarlos pueda pensar que hay alguna posibilidad de cruzar ese umbral para ver los visillos agitarse desde su trono, al atardecer. Tiempo al tiempo, y pasión.

Podría disertar más, pero dejo que lo hagan otros:

Kanon llamaban los griegos a un tallo, una varita y también a la regla y la norma, porque las varitas sirven para medir, para regular. Los latinos extendieron las acepciones y llamaron canon a las contribuciones, leyes y tributos. Un tubo de máquina hidráulica era, en Roma, algo canónico, como después fue el tubo del cañón. En la música, el canon es la repetición fugada de una frase melódica.

 

El canon occidental de Harold Bloom (traducción de Damián Alou, Anagrama, Barcelona, 1995) mezcla de sentimientos: estar ante un perceptor de impuestos, que viene en nombre del Divino Fisco a cobrarnos la tasa por el uso de Shakespeare; ante un cañonero que pretende despoblar, a tiro limpio, la variedad y la incesante multiplicación de las letras occidentales; y ante un matemático loco (abundan más de lo supuesto) que intenta hacer canónico lo desmesurado y lo imponderable.

Bloom reacciona con razón ante lo que él denomina Escuela del Resentimiento, el cúmulo de lecturas sectarias que intentan reducir definitivamente cualquier texto a un ejemplo de método de lectura, o que privilegian la literatura hecha por los oprimidos (mujeres, negros, homosexuales, chicanos, indios, etc.) sobre la escrita por los opresores (varones, blancos, heterosexuales, anglosajones, etc.).

El error de Bloom consiste en proponer un reduccionismo de signo contrario, el que aplasta a todos los escritores que no se reconozcan reiteraciones de Shakespeare. Frente al dogma del relativismo cultural, el dogma de la Letra Eterna.

Para Bloom, la historia literaria transcurre hasta que aparece Shakespeare y la congela, porque él no es histórico, sino eterno.

No tiene metafísica, moral, ideas políticas ni teología, como cualquier mortal, tiene ese «misterioso poder estético» donde resuena «la voz de Dios» y que fija el modelo y los límites de la literatura.

Al ser único, Shakespeare es irrazonable, porque de lo único no hay ciencia. Debemos aceptarlo sin explicarlo y si usted no lo acepta, peor para usted, pues «Shakespeare está por encima de ti, tanto conceptual como metafóricamente, sea quien seas y no importa la época a la que pertenezcas. Él te hace anacrónico porque te contiene; no puedes subsumirlo. No puedes iluminarlo con una nueva doctrina».

Único como Dios, Shakespeare es, como Dios, entonces, inútil en tanto canon.

¿Cómo puede ser unidad de medida alguien infinito, y unidad de valor algo puramente cualitativo?

Y, más aún, ¿desde dónde lee Bloom lo que lee como para distinguir al Único de lo Múltiple, la eternidad y la historia? ¿Se puede usar el lenguaje en la eternidad, momento infinito, ya que el lenguaje es siempre sucesivo, por tanto, histórico?

El canon bloomiano es (sic) «ministro de la muerte». En efecto, la eternidad que viene tras la muerte no puede ser sino muda.

Pero convengamos que tal mudez es poco productiva a la hora de hacer crítica literaria. Más bien lo que Bloom propone es lo contrario a la crítica: una hermenéutica. Una ciencia que descifra la palabra inspirada o la palabra legal,que está impregnada por el poder irresistible (imperium lo llaman los juristas) del Estado.

La literatura es todo lo contrario. Ni está inspirada por ningún Dios ni la impone ningún poder estatal. Es el lenguaje en estado de asamblea permanente y allí, como dice Bloom, Shakespeare nos inventa, pero no menos que nosotros a él (lo que Bloom no acepta y de ahí la paliza que propina al pobre doctor Freud, por haberse atrevido a descubrir el complejo de Edipo en Hamlet).

Si Shakespeare fuera capaz de profetizar su propia lectura, no habría historia de la lectura y ésta prueba lo contrario.

Tras Voltaire, que lo consideraba un paradigma de horrores e insensateces, Shakespeare fue convertido en un escritor moderno del siglo XIX, por los románticos. ¿Qué profetizó, entonces, Shakespeare acerca de sí mismo?

La historia es histórica porque es impredecible. La verdad es que, desplumado de historia, de ideas y de equívocos, Shakespeare resulta bastante repulsivo. Si ese es el canon que debemos pagar para acceder a su eternidad, más vale incurrir en delito fiscal. Lo que Bloom esboza, con su talmúdica y monoteísta certeza en lo Único, lo Máximo, lo Primero, lo Supremo, es el fin de la crítica, que sobreviene con el fin de la historia.

Leer en un más allá definitivo del tiempo, donde nada va a ocurrir, ni siquiera la misma lectura, convertida ya en iluminación.

Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en la revista Cuadernos Hispanoamericanos.

 

El canon es esa pauta que los años de estudios especializados, convirtieron al sabio Harold Bloom, en el arqueador de los argumentos y los textos literarios.

 

"Es algo de una imaginación exquisita. Cuando somos jóvenes ocupamos nuestro tiempo en trazar planes para los años posteriores, y se nos pasa por alto las gratificaciones que tenemos delante; cuando somos ancianos pasamos la languidez de la edad en el recuerdo de nuestros placeres o hechos juveniles; de modo que nuestra vida, que nunca hemos ocupado plenamente con el momento presente, se parece a los sueños de la siesta, cuando los sucesos de la mañana, se entremezclan con los planes para la tarde".

Harold Bloom, El canon occidental

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Comentarios - 1

Javier

1
Javier - 4-12-2012 - 11:25:43h

Hermoso artículo. Grandes imágenes de la imaginación. Cuenta Claudio Guillén (a través de los teóricos rusos), que el canon no es más que una lucha, un centro que varía, como un monte (durante siglos se llamó Parnaso, ahora lo llamamos así: Canon) en el que la cima se corriese y fuesen, a los lados, los que se aupasen. Las lecturas, como la propia memoria (porque las lecturas śolo pertenecen a la memoria) están en continuo cambio. Uno tiene su canon y es algo que se construye con el esfuerzo de quien sube a una montaña donde, para mí, no hay picos, sí hitos, como no puedo decir que esté en el mejor momento de mi vida, pero lo de anoche fue algo muy importante.
En la edad media (una época muy parecida a la nuestra, pero con otra gente) había libros-fármacos. Libros para curar la melancolía, libros para aliviar la soledad. Se recetaban libros para el mal de amores y para poder ser más compasivo. Y es verdad, aunque las líneas editoriales ahora lo llmaan con un término político de "Autoayuda", la literatura de verdad no ha sido más que las personas que lo han leído. Y lo demás es Paideia...


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