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LEER CON LOS OJOS

Ana Isabel Rábade Obradó 1 de Junio de 2009 a las 09:14 h

Es raro el niño al que no le gustan los libros con bonitas ilustraciones. Incluso aquellos que una vez que aprenden a interpretar lo escrito -a leer- empiezan a mostrar una creciente indiferencia, cuando no antipatía, hacia esos hermosos artefactos llenos de letras impresas, también ellos disfrutaron probablemente con la "lectura" cuando bastaba con dejar deambular indolente la mirada por atractivos dibujos a todo color. Algunas de esas imágenes -alegres, asombrosas, románticas o aterradoras- son de las que nos acompañarán siempre. Como suele decirse, la vista es el sentido más desarrollado en los seres humanos y una imagen vale más que mil palabras. Por ello tampoco sorprende que las primeras formas de escritura fueran esos bonitos dibujitos que llamamos jeroglíficos.

Durante muchos siglos para la mayor parte de la humanidad las letras del alfabeto fueron signos misteriosos que sólo un puñado de privilegiados sabía descifrar. Aún así, había mucho que leer: ánforas, mosaicos, estelas de piedra, cruceros, capiteles, tapices, retablos, frescos y óleos, palacios, iglesias y catedrales... Nuestra capacidad para leer en la piedra o en el lienzo se ha atrofiado por falta de uso adecuado. Lo mismo que la de interpretar las nubes para pronosticar el tiempo, descubrir el paso de alguien por su rastro -eso que hacen tan bien los indios en las películas-, o el sentido del olfato. Por eso, cuando entramos en una catedral, y quizás nos admiramos de su imponente belleza, nos parecemos a los niños que creen descifrar una historia narrada en letras bien apretadas ojeando las pocas ilustraciones que la amenizan. Todo esto se me reveló en propia carne hace ya bastantes años en una de esas situaciones en las que se lanza uno a visitar museos y monumentos. Un amigo japonés vino de visita y, al intentar explicarle lo que veíamos, descubrí que yo sabía poco y él aún menos: su cultura le había provisto con un alfabeto artístico diferente. Recuerdo también la impresión, difícil de explicar, que me produjo la catedral de Chartres. Demasiado abrumada por sus dimensiones, ni siquiera era capaz de reparar en su belleza: está hecha para hacerte sentir futilmente pequeño, insignificante, y no puedes evitar alzar los ojos hacia lo alto para ver hasta dónde llega.

Hemos convertido el arte, uno de los productos más densamente significativos de la mano, la mente y la imaginación del hombre en poco más que un ornamento. Cuando vamos de visita a una ciudad extraña, nos hacemos la foto de rigor posando sonrientes ante ese monumento que la adorna y demostrará a la posteridad que estuvimos allí. No concedemos importancia a que el bizarro caballero que empuña heroico el sable sobre el brioso corcel encabritado deba su merecida fama -y el homenaje del tiempo- a haber sido el asesino de miles de inocentes, víctimas inevitables del afán de agrandar la gloria de la patria o el patrimonio. Para nosotros, es sólo un bronce que culmina un pedestal en el centro de una plaza. Cuando recorremos un museo, apresuramos el paso -entre consideraciones sobre la pincelada, la perspectiva y a qué etapa del autor pertenece tal o cual obra- hasta parar satisfechos ante aquellas piezas que reconocemos y asombrarnos de que, después de todo, la Mona Lisa sea un cuadro tan pequeño.

Durante siglos la belleza o la fealdad fueron, ante todo, un anzuelo para atraparnos por los ojos y no dejarnos apartar la vista, para obligarnos a leer lo que allí se decía: historias de poder, de recogimiento religioso, de arrepentimiento, amenazas de castigos eternos, sugerencias de recompensa, recordatorios sobre la fugacidad y la muerte que acechan siempre a los hombres, sobre la pequeñez y la vanidad de su vida, sueños y esperanzas... Aunque quizás nunca sabremos explicar por qué, está claro que   belleza y fealdad son señuelos a la medida de los sentidos humanos. De ello da prueba el que nos conmuevan también cuando no sabemos descifrar su significado. El convulso mundo contemporáneo -que tantas dificultades tiene para interpretarse a sí mismo- ha terminado por relegarlas a frugales categorías estéticas. No hay nada que entender: el medio es el mensaje.

Los secretos de las obras de arte de Rose-Marie y Rainer Hagen es un bonito libro editado por Taschen en dos tomos, en el que los autores nos proponen un cierto recorrido por la historia de la pintura, desde El libro de los muertos egipcio hasta uno de los conocidos murales del mejicano Diego Rivera. Las obras elegidas no pretenden completar un canon del estilo: "cien obras maestras que has de contemplar antes de morir". Las piezas -de artistas como El Bosco, Velázquez, Rembrandt, Rubens, Goya, Manet, Renoir o Monet- han sido seleccionadas por su capacidad de enseñarnos a leer en un cuadro sus significados, alusiones, mensajes y referencias. El tratamiento de cada uno de los cuadros es semejante. Primero se nos explica brevemente la obra y su contexto. Después nos llevan a observar algunos detalles significativos que nos ayudan a profundizar en su comprensión. Miradas, rostros, gestos, la posición de unas manos, la postura de un cuerpo, objetos, arquitecturas y paisajes..., nuestra contemplación apresurada acaso los hubiera

Jardín del amor. Rubens

pasado por alto, pero sólo reparando en ellos comenzamos a entender. Lo que para nuestros ojos contemporáneos es sólo un adorno -flores, pajaritos, pavos reales, colores- se nos revela como símbolo cargado de sentido, que formó en su momento parte de un sobreentendido cultural que todo espectador sabía cómo interpretar. Ayuda mucho a la intención de los autores del texto el que las reproducciones tanto de las obras como de sus detalles sean excelentes, algo habitual en los libros que edita Taschen.

Después de leer el libro, el arte se ve de otra manera. Pierdes la inercia de considerar mero aderezo sin significado aquellos elementos de una obra de arte cuyo significado simplemente desconoces. Por supuesto que no se trata de atribuir un valor en clave para todo lo que aparece. Menos aún, de suponer que hay una lectura clara y unívoca para todo. La ambigüedad del ser humano es demasiado grande como para que sus obras no la posean. Ambigüedad no es arbitrariedad. Los secretos de las obras de arte pone de manifiesto lo riguroso de toda creación artística, la férrea disciplina interna que funde forma y significado y que distingue al artista creador del diletante, o del impostor.

 

Me gustaría terminar con uno de los cuadros que se comentan en Los secretos de las obras de arte. Voy a elegir un pintor que, por lo general, no me gusta y una obra que se encuentra en el Prado y ante la que siempre había pasado negligentemente de largo antes de leer el libro. Se trata de El jardín del amor de Rubens. Barroco exuberante. Formas opulentas -para las que me basto yo ante un espejo-. Nada que suela atraerme. Sin embargo, la historia del cuadro es encantadora. Un Rubens viudo y cincuentón va a contraer matrimonio por segunda vez con una hermosa joven de dieciséis tiernos años. El novio, embelesado, pinta el cuadro poco antes de la boda y no por encargo, como era habitual en él, sino para sí mismo. El comentario nos sugiere que prestemos atención a los rostros. Todas las mujeres se parecen: el mismo rostro de la novia; también todos los hombres: el rostro del novio, algo rejuvenecido para aproximar su edad a la de la bella joven. ¡Y cómo mira el novio a la novia! Eso, y no otra cosa, es amor.

 

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Comentarios - 2

Kisebundo

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Kisebundo - 10-06-2009 - 11:35:52h

¡Realmente a Rubens se le cae la baba! Suena interesantísimo lo que dices y lo que dices que dice el libro. A ver si tengo suerte y me lo pillo en un saldo del Vips, que suelen tener baratitos buenos libros de arte. ¡Gracias!

carlos lombas

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carlos lombas - 1-06-2009 - 11:42:03h

Metidos en el arte y sus simbolos, hay una novela aceptable de Peter Watson, titulada Paisaje con mentiras, que nos acerca a las claves que ciertos cuadros encierran.


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