Viajé a Haití en marzo de 2012. No era un viaje apetecible, a pesar de la buena compañía, porque me resistía a ver la miseria que esperaba encontrarme allí. Todos mis amigos y conocidos, con experiencias en la isla, me hablaba de esa parte de "La Española" como de "África en América Latina", en el sentido de grandes dificultades para la vida diaria de las personas: mal abastecimiento de agua, deficiente saneamiento, enfermedades, pobreza extrema... Todo esto agudizado después del terremoto de enero del 2010.
Mi único contacto previo con Haití había sido desde el avión al sobrevolar la isla para hacer una escala técnica en La República Dominicana. Es espectacular el contraste entre la parte dominicana, de un lujurioso verde tropical, y el lado haitiano pelado y marrón. ¿Cómo se había llegado a esa división de La Española que hasta se percibe desde el aire? ¿No había estado Haití cubierta de frondosos bosques? ¿No era una de las colonias más ricas del mundo conocido bajo el reinado de Luis XIV? ¿No fue el escenario de la primera colonia independizada que, además, fue pionera en la abolición de la esclavitud?
Haití también es un buen ejemplo de lo que las metrópolis pueden hacer con sus díscolos colonizados. Francia cobró a lo largo de muchos años una dura indemnización al recién nacido país. Además, declaró el boicot al azúcar haitiano y logró poner de acuerdo a todas las potencias de la época que temblaban con la sola idea de una república gobernada por ex-esclavos. Esa chusma negra, que había desafiado a los reyes, y que plantó cara a Napoleón, era una amenaza para la pujante economía europea.
Por supuesto que Haití nació con sus contradicciones bien asentadas. Había un norte en el que se coronó un emperador negro y un sur republicano. La aristocracia negra empolvaba sus pelucas y vestía a sus criados con librea mientras que, en otra parte de la isla, unos campesinos, pobres pero libres, se afanaban por construir algo en las desbaratadas plantaciones del régimen esclavista. Había muchas armas, muchas ilusiones y muchos grados de negritud. El dinero podía blanquear a un negro y convertirlo en mulato y al revés, un mulato pobre se oscurecía sin remedio. Lo cuenta muy bien Eduardo Galeano en Memoria del fuego.
Marie Vieux-Chauvet, en Amor, ira y locura (Acantilado, 2012) nos habla de un Haití que ha crecido con esas contradicciones. Han pasado los años, y en algún momento del siglo XX (cambalache, problemático y febril) se narran tres historias en las que, entre otras cosas, tenemos como telón de fondo la salvaje deforestación del país con suculentos beneficios para los "emprendedores" norteamericanos. De hecho, Estados Unidos se "vio obligado" a invadir el país, entre 1915 y 1934, y tomarlo bajo su tutela dada la gran inestabilidad. Había que asegurar el comercio y los intereses de los inversores extranjeros (y blancos). Pero, sobre todo, el libro muestra como se teje un régimen dictatorial a base de miedo y manipulación.
Curiosamente, la novela se escribió dentro de Haití en plena apoteosis de la tiranía Duvalier (1968). Hasta llegó a publicarse y a distribuirse aunque fue la propia familia de la autora, víctima ya de los zarpazos del régimen, la que se encargó de retirar de la circulación todos los ejemplares ante la alarma de que el tirano preparaba su venganza. El miedo a nuevas represalias hizo que la propia Marie Vieux-Chauvet lo juzgara conveniente. Eso sí, la obra ha seguido leyéndose dentro y fuera de Haití, circulando como saben hacerlo los libros prohibidos por todas las dictaduras.
Aunque los protagonistas de cada una de las tres historias que conforman el libro son distintos, sin relación entre ellos y habitantes de distintas ciudades, todos forman parte de la sociedad mulata, más o menos privilegiada, más o menos boyante económicamente, que es utilizada como un pelele por la nueva clase dominante de militares advenedizos. Es un Haití en el que la vida no vale nada, donde los miserables son azuzados por los tiranos para golpear a una burguesía caduca que no sabe por dónde salir.
Un elemento que recorre las tres historias es la misoginia, el odio contra las mujeres que son torturadas y sometidas sexualmente por sádicos que las utilizan para proclamar su venganza, su odio de clase. En la sociedad, machista y patriarcal que describe el libro, la mujer no sólo tiene unas funciones claras que cumplir, todas ellas en la esfera de lo doméstico, sino que puede ser utilizada como instrumento para degradar el honor del enemigo.
Amor, ira y locura es un libro que, como hace la buena literatura, transmite mucha más realidad sobre el país que algunos manuales de historia. Es una obra dura, que narra vidas destrozadas por una sociedad hipócrita y mojigata que se deja caer en el totalitarismo por miedo pero también por comodidad y conformismo.
No había leído este libro cuando viajé allí pero me rondaban por la cabeza muchas de las cuestiones que en él se plantean. Mi viaje tuvo su parte de aventura al cruzar la caótica frontera que separa al país de la República Dominicana. Con la intención de abaratar los costes, éramos una delegación muy amplia, y para ganar tiempo, una parte del equipo decidimos volar hasta Santo Domingo y desde allí continuar el viaje hasta Puerto Príncipe por carretera. La furgoneta con chófer, pensábamos, nos serviría para movernos con cierta autonomía por la caótica capital haitiana. Pero el primer contacto con el caos, y la inseguridad, nos lo proporcionó el lado dominicano de la frontera, lleno de mafias que intentaban cobrar por cada trámite legal. ¡Y todos parecían tener un primo policía porque era imposible darles esquinazo! El uniformado dominicano siempre encontraba un sello mal puesto en donde no había cobrado el mafioso. Todo aderezado con un día de mercado que ocupaba la estrecha franja de la frontera (delimitada de forma natural por un lago) llena hasta el último centímetro por un hervidero de gentes, animales, motocicletas convertidas en verticales camiones de carga, furgonetas, autobuses, porteadores con carretillas o con toda un almacén sobre la cabeza. Cada vehículo al extremo de su capacidad de transportar seres y cosas, cada persona doblada bajo el peso de bolsas, cajas y utensilios. Cualquier posibilidad de avanzar parecía un espejismo. De hecho, no sé veía hacia dónde íbamos. El lago se desbordaba en charcos sobre los que pasábamos salpicándolo todo con agua turbia. Un control, muchos papeles para rellenar y otras tantas manos dispuestas a cogerte el pasaporte, darte un bolígrafo a cambio de una moneda o cobrar por un paso "seguro" de la barrera. ¡Por algo le pusieron a esta frontera Malpasse!, pensaba yo.
Fue un auténtico respiro cruzar al lado haitiano en donde nos atendieron en una oficina, pudimos rellenar cada uno nuestros papeles bajo techo y salimos camino de Puerto Príncipe sin mayor problema. Esta fue la primera sorpresa, se suponía que el peligro estaba en Haití, que el desgobierno habitaba en ese lado, pero no fue así. Haití nos recibió con una sonrisa y, al fin, un poco de calma.
La llegada a la capital fue curiosa. Efectivamente, se veían rastros del terremoto, sobre todo por los campamentos de realojados en tiendas campaña y los muros apuntalados, pero los escombros habían desparecido o permanecían ocultos por las tapias reconstruidas. El tráfico, en una ciudad que serpentea entre colinas, era caótico y muy abundante dada la escasez de vías entre las distintas partes de Puerto Príncipe.
Pero, con caos y todo, no se podía evitar fijarse en las niñas y niños que salían de los colegios con sus trajes limpios, de diferentes colores. Había todo un surtido de uniformes que las niñas combinaban con lazos a juego. Era una escena que tuvimos ocasión de ver repetida varias veces a lo largo del viaje. Multitudes de gente menuda saliendo de los campos de refugiados, una extensión de plásticos y lonas, repeinados y compuestos como si atravesaran las calles de La Moraleja, para ir al colegio, y el mismo espectáculo a la hora del retorno. Algo similar pasaba con las personas adultas, peinadas y vestidas no sabemos dónde, en absoluto harapientas, que se movían con una dignidad y un porte muy haute couture.
Por todas partes se habían levantado tenderetes que exponían mercancías, donde antes había una tienda ahora, recogidos los escombros, se había colocado un improvisado puesto de venta. Había un bullir de actividad y una sensación de vida que se abre camino ante la adversidad. En una de las calles, junto al muro de una casa deshabitada por los daños estructurales, encontré una improvisada floristería que vendía plantas en macetas y ramos de flores.
En Puerto Príncipe también nos encontramos un barrio elegante, Petion-Ville, en donde había restaurantes bonitos, tiendas de discos y galerías de arte. Incluso, más arriba, en la cima de las colinas, rodeadas por los restos del bosque tropical, vimos mansiones con jardines alegres y desmedidos, llenos de flores de formas y colores imposibles. Aquí no se sufrió el terremoto, aunque la calle por la que circulábamos estuviera destrozada -pero eso forma parte de esa maldición de los países pobres en los que el bien común no existe- y la temperatura no era tan sofocante, ni el aire estaba tan sucio como en la parte baja de la ciudad.
En esos días, la parte más castigada la vi en las universidades, con campus destrozados, patios llenos de cascotes, muebles aplastados y bibliotecas hechas trizas, con los libros mutilados esparcidos por el suelo. Muy pocos edificios estaban habitables así que laboratorios y aulas se alojaban en tiendas de campaña bastante roñosas o en construcciones prefabricadas de mejor instalación. Las clases se seguían dando en plena calle y la reunión en el Rectorado, con las autoridades académicas, la tuvimos en una estructura provisional, bajo una techumbre de uralita. Una clara muestra del desinterés del gobierno por la universidad (en eso Haití no es una excepción) pero también un ejemplo de cómo la gente haitiana ha tomado la iniciativa en dónde ha tenido la oportunidad de hacerlo.
Dónde esperaba encontrar desolación y la garra paralizante de la miseria me topé con muestras de superación y alegría. No quiero decir que Haití no tenga todos los problemas que la prensa, cuando se acuerda o toca, nos cuenta que tiene pero la pobreza, como todo en esta vida, tiene detrás personas y eso hace que nuestras ideas preconcebidas se caigan cuando les damos ocasión.
La lectura puede propiciar que nos desprendamos de prejuicios y por eso recomiendo leer a Marie Vieux-Chauver, una haitiana que escribe sobre Haití sin tratar de dar explicaciones simples y sin que "los malos" sean los únicos culpables. A mí me ha hecho disfrutar de esa manera especial que ocurre cuando se leen sucesos terribles que están bien contados. También me ha servido para iluminar cosas vistas, oídas y leídas sobre Haití.
Me gustaría dedicar esta reseña a mis compañeros de viaje, gentes universitarias con ilusión, profesionalidad y ganas de compartir. Queríamos que la intervención en Haití se convirtiera en un nuevo modelo de cooperación universitaria, hecha desde las necesidades del país y llevada a cabo en conjunto por las universidades españolas. Después de casi tres años de trabajo, veíamos cada vez más cerca una cooperación universitaria y científica más coordinada, menos mediatizada por interese particulares y con más posibilidades de mejorar la vida de las personas. No pudo ser esta vez pero esa idea no muerto. Va por vosotros: Rosa Terradellas, Pilar Azcárate, Silvia Gallart, Silvia Lloveras, Javier de Jorge, Manolo Sierra, Ignasi Rodríguez-Roda, Ulises Cortés y Agustí Pérez-Foguet.