Concluida una obra, Stanislaw Lem destruía concienzudamente todos los borradores y versiones previas. No quería que, después de su muerte, ávidos carroñeros publicasen sus materiales de trabajo como tesoros literarios. Milan Kundera reflexiona sobre el mismo asunto en su ensayo Los testamentos traicionados. El testamento traicionado es, por supuesto, el de Kafka y el traidor es Max Brod, que incumplió los expresos deseos de su amigo para que quemara sus manuscritos tras su muerte. Sin la traición de Brod apenas conoceríamos a Kafka, así que debemos estarle agradecidos. Pero K. -Kundera- comprende la voluntad destructiva de Kafka que a tantos resulta enigmática: los manuscritos condenados eran material de trabajo todavía útil -y por ello no habían perecido en uno de los periódicos autos de fe en los que Franz aniquilaba sus "garabatos"-, pero no eran una obra acabada a la altura de las intransigentes exigencias de su autor. La requisitoria de Kafka a su amigo probablemente no fue consecuencia de un acto de humildad, sino que obedeció a la conciencia de su autoría y de sus extraordinarias capacidades literarias.
Debido a su muerte repentina, Gustave Flaubert -uno de los escritores favoritos de Kafka- dejó inacabada su novela Bouvard y Pécuchet. Y es que a veces una obra inacabada es ley de vida: la planificación literaria incluye a menudo muertes imprevistas, pero entre ellas no se cuenta la del autor. Contamos con notas de Flaubert que bosquejan cómo proseguiría la novela hasta su conclusión, pero la obra se interrumpe abruptamente. Aventurando mi opinión, quizás temeraria, no es lo mismo una novela inacabada de Flaubert que una novela inacabada de Kafka. Flaubert trabaja esforzadamente cada frase que escribe, sopesa las palabras. Kafka escribe torrencialmente, se deja arrastrar y luego vuelve al texto una y otra vez para depurarlo. Flaubert probablemente dejó la pluma a un lado, planeando ya retomar al siguiente día la agotadora tarea. En la frase sin conclusión en la que se detiene El castillo, podemos imaginar a Kafka arrojando el lápiz sobre la mesa y cerrando de un golpe el cuaderno.
Bouvard y Pécuchet se conocen en una calurosa tarde de verano en un banco -de los de sentarse- en París. Pronto descubren las semejanzas que los aproximan -edad, trabajo y una soledad mejor o peor llevada- y, algo después, las diferencias que los hacen complementarios. Cuando Bouvard recibe una inesperada herencia, deciden retirarse juntos al campo. Ahora tienen tiempo y dinero para gastar, así que resuelven emprender actividades que llenen el uno y derramen el otro. La novela consiste precisamente en los sucesivos intentos de encontrar una actividad que los satisfaga, pasando siempre por las mismas fases: entusiasmo, búsqueda de información, fracaso, decepción y, a través de esta última, descubrimiento de una nueva actividad por la que entusiasmarse. Jardinería, agricultura, paisajismo, técnicas para la conservación de los alimentos, química, anatomía, medicina, dietética, biología, geología, arqueología, arquitectura, historia, mnemotecnia, literatura, teatro, gramática, estética, política, el amor, gimnasia, ocultismo, teología, filosofía, religión, pedagogía y educación, música, urbanismo... Bouvard y Pécuchet no dejan títere con cabeza. Todas las actividades, saberes y ciencias por las que se apasionan momentáneamente se revelan después discutibles, confusos, absurdos o disparatados. Diversas teorías se disputan entre sí sin que haya manera de decidir entre ellas. Las teorías y las prácticas no se avienen. Las prácticas fracasan en su encuentro con la realidad.
Las interpretaciones que suscita Bouvard y Pécuchet son tan diversas como los intentos de sus protagonistas para encontrar algo satisfactorio en lo que ocuparse. Para algunos, se trata de una crítica a la cultura libresca. Lo cierto es que Bouvard y Pécuchet, copistas de profesión, son de los que piensan que todo está en los libros. Antes de emprender un nuevo intento, empiezan siempre por recopilar toda la bibliografía posible en la que recabar la información que los capacite para la proyectada ocupación. La distancia entre los tópicos que enseñan los libros y la cruda y compleja realidad es un tema presente en la obra de Flaubert, legítimo heredero de Cervantes. Si Alonso Quijano perdió el sentido de la realidad por leer demasiadas novelas de caballerías, Emma Bovary confundió su vida con una novela rosa. Sin embargo, las prácticas que no se apoyan en los libros tampoco garantizan mayor éxito y el que Flaubert confesara haber leído más de 1.500 libros para preparar su novela no apunta a su descalificación.
Para otros, Bouvard y Pécuchet son dos Quijotes, o dos tontos. Se inscribirían en el linaje de las parejas cómicas tan habituales en literatura como en cine, desde Don Quijote y Sancho hasta Laurel y Hardy. Ingenuos, desde luego, son. Pero no parece que su creador los condene por tontos. De hecho, después de muchos intentos fracasados y muchos libros leídos, algo logran aprender: "a ver la necedad y no tolerarla". ¡Triste aprendizaje!
Lo que está garantizada es la crítica de la sociedad burguesa y de sus vanas seguridades, ciencia incluida. El malévolo sentido el humor de Flaubert hace que en muchas ocasiones resulte hilarante. Por ejemplo, cuando Bouvard y Pécuchet se inician en el conocimiento de la química, para descubrir que "los cuerpos simples son quizás compuestos" y se clasifican en metales y metaloides, cuya diferencia no tiene "nada de absoluto", lo que a nuestros dos hombrecitos les parece extravagante como principio de una ciencia. O cuando, entusiasmados por la historia, deciden escribir una biografía del duque de Angulema -un imbécil en la opinión de sus aspirantes a biógrafos-, que habría de incluir algunos de sus dichos imperecederos "dignos de sus ideas" y que comprenden perlas como: "¡Soldados, aquí vengo!".
Ciertos críticos reprochan a Bouvard y Pécuchet su carácter episódico. Lo juzgan una regresión desde la novela realista desarrollada de la que Flaubert había dado muestras de incomparable maestría. Me parece que esto es no entender ni a Flaubert ni el realismo. El realismo es una portentosa construcción de ficción, y si la realidad se le asemeja, será por aquello de que la realidad imita al arte. El riesgo del realismo es su posible deriva hacia la naturalización de la realidad que representa: como si el mundo efectivamente fuera así, no tuviera alternativas y estuviera bien que así fuese. Es decir, el peligro del realismo es su poder legitimador del status quo, identificado sin más como la pura realidad. Flaubert, azote de burgueses, jamás pretendió tamaña cosa. Las novelas realistas de Flaubert no "acaban bien". Sus protagonistas no consiguen un feliz encaje en un mundo que no los acoge, sino que se limitan a dar confusos bandazos por él, mientras experimentan que los supuestos ideales de los que el propio mundo burgués hace bandera sólo tienen cabida en el papel -por ejemplo, en cierta literatura entre escapista y aleccionadora- pero no en la áspera realidad. Bouvard y Pécuchet avanza aún más en la misma dirección. Sus torpes protagonistas comienzan una y otra vez un camino que no lleva a ninguna parte, porque las seguridades del mundo burgués -nuestro mundo- no resisten un examen minucioso: ante él, se desmoronan.
Tenemos una idea de cómo pensaba Flaubert acabar su novela. Desengañados, Bouvard y Pécuchet decidirían retomar su oficio de copistas y copiar, sin discriminación alguna, cuantos libros cayeran en sus manos. Entre las obras copiadas se encontraría otro pequeño texto fragmentario de Flaubert, el Diccionario de los lugares comunes. En esta pequeña obrita, escrita como su nombre indica a la manera de un diccionario, Flaubert recoge algunos de esos tópicos con lo que se construyen nuestras obras literarias, nuestros discursos y nuestras conversaciones. Algunas entradas acaso hayan quedado relegadas a la época en que fueron escritas, pero no la mayoría. Me gustan, por ejemplo, las entradas cruzadas (como en todo diccionario que se precie) de los términos "libertad" y "orden". Libertad: "¡Oh libertad! ¡Cuántos crímenes se comenten en tu nombre!". Orden: "¡Cuántos crímenes se comenten en tu nombre!". También es divertido seguirle la pista a quiénes son las mujeres más ardientes según el color de su pelo.
La crítica más habitual a una novela inacabada es: si su autor no consiguió terminarla, ¿por qué nosotros? Podríamos replicar que siempre es mejor lo que está sin terminar que lo que se nos hace interminable. Pero, a quien dude de la belleza de lo inacabado se le pueden sugerir algunos fáciles ejemplos. Por supuesto, las novelas de Kafka. El Requiem de Mozart, que también una muerte inoportuna dejó inconcluso. Los enigmáticos esclavos non finitos de Miguel Ángel, que parecen pugnar todavía por salir de la piedra. Y, cambiando lo que nunca fue acabado por lo que nosotros nunca conocimos como tal, ¿nos gustaría tanto la Venus de Milo si conservara sus brazos? Lo inacabado es hermoso.