¡Cómo me gustan los austro-húngaros! Ciertamente no es nada fácil decir en qué consiste la condición austro-húngara (si es que alguna vez existió tal cosa). Por lo mismo, tampoco es sencillo decidir a quién podemos tildar de austro-húngaro. Y no es por falta de candidatos. Si bien el Imperio Austro-húngaro duró menos que un pastel a la puerta de un colegio (desde 1867, hasta su disolución en 1919 como consecuencia de la derrota en la Primera Guerra Mundial), llegó a contar con una población por encima de los cincuenta millones de habitantes y el número entre ellos de científicos, escritores, pintores, músicos, fotógrafos e incluso directores de cine renombrados es para quedarse boquiabiertos. Sorprendería también la variedad de nacionalidades, culturas, idiomas, y religiones. Pero en un mundo que quiere estar firmemente repartido en estados nacionales, la condición austro-húngara sólo puede ser considerada como una anomalía. Incluso retrospectivamente. De ahí el celo por adjudicar a toro pasado a todo austro-húngaro una nacionalidad convencional. Aunque a veces es complicado.
Por poner un ejemplo conocido, ¿qué nacionalidad atribuimos a Kafka, judío de religión por tradición familiar, nacido en Praga y de lengua materna alemana? ¿Qué criterio elegiremos para clasificarlo? (su padre, judío de lengua checa, lo tuvo muy claro y eligió para él el imperial y muy austro-húngaro nombre de Franz). No encajar del todo en nuestros cánones clasificatorios parece ser, pues, elemento fundamental de la condición austro-húngara. En definitiva, estar descolocado -lingüística, cultural y existencialmente- y poseer, debido a ello, una perspectiva excéntrica en el sentido etimológico de la palabra. O lo que es casi lo mismo, ser interesante. Para quien quiera saber más, una de las mejores opciones es recorrer El Danubio con Claudio Magris, italiano de Trieste (la Italia austro-húngara).
Stefan Zweig es un excelente autor de relatos breves (también de otras cosas). Hay un tipo de personaje recurrente tanto en sus obras extensas (por ejemplo, en la novela La impaciencia del corazón, conocida tradicionalmente por La piedad peligrosa) como en las más cortas (en la Novela de ajedrez, por citar otro ejemplo): un hombre o mujer secretamente apasionados cuyos actos están dominados por una imaginación que tiende a desmandarse. Son personajes que no comunican bien lo que sienten -comunican poco y sienten mucho- y viven la mayor parte del tiempo hacia adentro, perdidos en las cábalas de su imaginación, sin que quienes los rodean adviertan la pasión que les mueve. Con frecuencia, la vida los zarandea. No hay que ponerse demasiado freudianos (lo que, por lo demás, resultaría muy austro-húngaro) para descubrir por detrás de sus personajes al propio Zweig, atrapado en la contradicción entre el intelectual de mundo seguro de sí mismo y el hombre sensible y depresivo.
El relato de Stefan Zweig Carta de una desconocida es la historia de un amor apasionado y, más que no correspondido ni siquiera percibido, que se mantiene a lo largo de los años mediante encuentros fugaces. Una mujer sin nombre ni rostro rememora su vida en torno a R., famoso novelista: desde la primera vez que lo ve siendo apenas una adolescente solitaria, hasta sus últimos días, muy enferma tras la muerte del hijo que tuvo con él y del que R. no supo. Los momentos efímeros en los que sus vidas se cruzaron culminaron la vida de ella y apenas si dejaron huella en él. R. ni siquiera consigue recordar el rostro de la mujer: sólo recupera vagamente la memoria de sus propias sensaciones. ¿Pasión en vano? ¿Amor loco de una imaginación que desvaría? ¿O es más vana y más insensata una vida tibia que apenas se siente como la de R., cuyas insignificantes noches de amor se apresuran de puntillas hacia el olvido? Sobre Carta de una desconocida hay una hermosísima película de Max Ophüls. Contiene una de mis escenas cinematográficas favoritas: Louis Jourdan y Joan Fontaine en el cochecito de una feria que, durante unos pocos minutos, simula viajes a esos países lejanos a los que jamás irán juntos.
Jefe de estación Fallmerayer tiene ese aire de narración intemporal que con frecuencia alcanzan las obras de Joseph Roth. Fallmerayer se ve a sí mismo como un hombre poco apasionado y no muy dado a fantasear. Lleva una vida monótona con su mujer -con la que se casó por amor, o eso creía- y sus hijas. Como jefe de estación ve constantemente pasar trenes -éstos de verdad- que se alejan hacia tierras distantes. Pero hay días en que se siente que todo va a cambiar. En uno de esos días, debido a un accidente que rompe con la puntualidad de los trenes, Fallmerayer conoce a la condesa rusa Walewska. Aunque apenas cruzan unas palabras, cuando la condesa reemprende su viaje Fallmerayer no logra olvidarla. La guerra que quebrará tantos destinos endereza el de Fallmerayer: se alistará para buscar a su condesa, se adentrará en el frente para acercarse a ella, será valiente por ella. Finalmente la encontrará y, tras algunos titubeos, la condesa corresponderá a su pasión. ¿Cómo no responder con amor a un amor así, persistente, paciente, seguro de sí, dispuesto a ceder en todo menos en intensidad? El retorno del frente del conde Walewski, tullido y necesitado de ayuda, pondrá punto final a la historia. Fallmerayer desaparecerá y nunca volveremos a saber de él.
La mujer desconocida y Fallmerayer encuentran una pasión sobre todo porque la están buscando. Visto desde otros ojos, probablemente la pasión descarría sus vidas y las hace descarrilar como el tren que condujo a la condesa rusa hasta Adam Fallmerayer. Para el oscuro jefe de estación y para esa mujer cuyo nombre ignoramos, la pasión hizo que la vida mereciera la pena: le otorgó significado, la articuló, la salvó de la insignificancia. ¿Qué no duró? ¿Qué acabó mal? ¿Y qué vida no termina con la muerte? Durante algunos momentos sintieron que vivían de verdad. ¿Tan absurdo es estimar en más esta plenitud en vez de estirar un poco más lo que, en cualquier caso, será pasajero?
Antes de terminar, una queja y un comentario. La queja: tirón de orejas monumental a la Biblioteca Complutense por no contar con ningún ejemplar de la versión española del Fallmerayer de Roth. Lo editó Acantilado en 2008 en traducción, tan solvente como siempre, de Berta Vias Mahou. ¿A qué esperan?
El comentario tiene que ver con las fotos que he elegido. La primera es la única en la que Stefan Zweig parece guapo, aunque algo relamido. La prefiero con mucho a esa otra, bastante más conocida, tomada después de su suicidio y que tal vez alguien recuerde: una imagen patética, en un blanco y negro algo borroso, en la que el cuerpo de Zweig aparece tendido junto al de su mujer, las manos de ambos firmemente entrelazadas. El fotógrafo convierte la foto en obscena al descentrar los cuerpos de la toma para que aparezca también la mesita donde reposan los últimos efectos personales y el vaso de agua que ayudó a tragar las pastillas. ¡No me gusta! En la segunda imagen, tomada en 1936 (cuando las cosas ya no iban demasiado bien para ninguno), Zweig y Roth parecen posar para la típica foto de amigos tras una comida de celebración y Zweig casi parece rodear a Roth con el brazo en actitud protectora (como intentó hacer tantas veces).
Zweig y Roth eran dos hombres apasionados y la vida, al final, no les trató muy bien. Pero, ¿hubieran podido vivir de otra manera?
Volvamos con Byron a Missolonghi:
"Este corazón debería ser ahora inconmovible
Puesto que ha dejado de conmover a otros;
Pero, aunque yo no pueda ser amado,
¡Dejadme amar una vez más!"
De eso va la vida, ¿no?