Coincidió que cuando leí el maravilloso post de Anabel sobre las pasiones austro-húngaras yo estaba terminando de leer La familia Wittgenstein de Alexander Waugh (Lumen, 2009). Se puede decir que esa familia es todo un paradigma de lo austro-húngaro. Los protagonistas nacieron en un mundo de seguridad y plenitud, que miraba la política con indiferencia pero en donde el arte, la creación y la cultura desataban pasiones.
Karl Wittgenstein, patriarca de la familia, se convierte en un hombre muy rico que, además de asegurase de que su fortuna continua multiplicándose, abre sus salones para que los mejores músicos muestren en ellas sus últimas creaciones. Es tanta su afición a las artes que su dinero hace posible la construcción del pabellón de la Secesión en Viena, uno de los símbolos de la Viena de fin de siglo. Hasta el mismo Klimt retrata a una de sus hijas, Gretl, aunque ella nunca disfruto mucho con ese cuadro. Los libros, las partituras originales, los cuadros, los objetos de arte llenaban sus palacios, de invierno y verano, como un reflejo coleccionista de la efervescencia creativa que vivió el imperio austro-húngaro en el cambio entre los siglos XIX y XX y que seguiría dando frutos durante el período de entreguerras. Eran pues, una de esas familias tocadas por el aura de la riqueza, el gusto por las más altas manifestaciones del espíritu humano y, por lo que muestran las fotos, con bastante encanto personal.
Con esas premisas no es raro que el biógrafo se dedique a desenterrar todos los cadáveres que los Wittgenstein pudieran tener en su jardín (en este caso, sería mejor hablar de jardines y parques). Un padre hecho a sí mismo, Karl, que no muestra la más mínima empatía con sus hijos; una tendencia al suicidio de los primogénitos varones que se materializa implacablemente; neurosis desaforadas de todos los miembros de la familia (¡con Sigmund Freud a la vuelta de la esquina!); incapacidad para relacionarse entre ellos, hasta el punto de que tienen necesidad de recibir invitados para no quedarse a solas... Alexander Waugh (a su vez nieto del ilustre Evelyn Waugh) dibuja un panorama de pobres niños ricos que, cuando crecen, sienten que poseen unos bienes materiales que no merecen pero a los que son incapaces de renunciar.
Llegados a este punto, habría que puntualizar que, en realidad, La familia Wittgenstein es una biografía de Paul Wittgenstein y un detallado relato de su afán por convertirse en concertista de piano. El resto de los hermanos entran y salen de la historia y sirven para dar color a las peripecias del protagonista. El pequeño y el más famoso de la saga, Ludwig, queda en un segundo plano aunque el autor logra sintetizar todas sus rarezas, excentricidades y posibles o demostrados traumas.
El libro resulta entretenido aunque, a veces, no quede claro qué tipo de obra ha querido escribir Alexander Waugh. Hay un gran despliegue de notas, una bibliografía y un útil índice de notas que nos hacen pensar en una obra académica. Pero, por otra parte, abunda el cotilleo, la insinuación y el acercamiento frívolo a determinadas personas y hechos.
Tiene mucho interés, y bastante humor negro, la parte dedicada a la época nazi. Precisamente en ese período, más que en la Primera Guerra Mundial, se puede datar la muerte de lo austro-húngaro porque el alemán deja de ser una lengua de arte y vida para convertirse en lo que Victor Klemperer describe en La lengua del Tercer Reich. Es decir, una lengua pobre que en nada se parece a la que brillaba con Zweig, Roth, Kafka, Mann... Los nazis, además, asesinan a millones de personas y con ellas a toda la cultura judía que latía en el corazón de Europa, alimentando el esplendor cultural de los siglos XIX y XX.
Por cierto, la parte dedicada a las peripecias de los Wittgenstein, después de la anexión de Austria al Tercer Reich, da comienzo con las palabras de un atónito Paul que exclama ante una de sus hermanas: "se nos considera judíos". Como muchos otros judíos alemanes o austriacos, y muy pronto franceses, checos, holandeses, polacos, húngaros, etc., la olvidada existencia de tres abuelos judíos iba a tener terribles consecuencias.
Hay algo que une a todos los miembros de la familia y que sirve de hilo conductor para la historia que nos cuenta este libro y es la música. Paul Wittgenstein se empeñó en convertirse en pianista profesional y no sólo tuvo que hacer frente a la oposición de su familia (entre ellos no dejaban de comentar lo poco que les gustaban sus interpretaciones) sino que, tras la pérdida de un brazo en la guerra, debe superar tremendas pruebas físicas.
Con una mezcla de espíritu de mecenas y grandes dosis de "porque yo lo valgo" encarga piezas para una sola mano a la flor y nata de los compositores de su época: Strauss, Korngold, Ravel, Prokofiev y Britten componen conciertos para piano y orquesta que Paul paga generosamente. Eso sí, su mano izquierda, con la que interpreta, no deja de pedir, solicitar e imponer adaptaciones y cambios hasta el punto de agriar su relación con alguno de los maestros.
Hay algo hermoso, también muy terrible, en el afán de superación de este pianista con un único brazo que, por lo que nos cuenta Waugh, logró momentos de gloria con sus conciertos.
Y de música trata también otro libro que, sin ser propiamente austro-húngaro, trae ecos de ese período. Podemos decir que se trata de una biografía aunque en este caso sea un objeto el que sale retratado. Piano: la historia de un Steinway de gran cola de James Barron nos cuenta la vida del K0862 un piano de cola que se construye en una fábrica de New York entre 2003 y 2004. Ya antes de su nacimiento la gran pregunta es si cuando se escuche su primera nota será una carraca o dejará embriagados a los virtuosos que lo escuchen. Porque parece que los Steinway son pianos con alma y ni sus sofisticados métodos de fabricación, en gran parte anclados en el tiempo, aseguran totalmente que el resultado vaya a ser le deseado. Es un objeto tan exquisito que no se puede asegurar su valor hasta que unas manos lo prueban en el silencio de una sala de conciertos. Como la delicia gastronómica que nunca queda igual y, aunque exteriormente parezca lo mismo de siempre, no nos damos cuenta de que le falta "un algo" hasta que lo paladeamos.
James Barron, periodista del New York Times, nos cuenta la historia de K0862 desde que comienza a montarse su estructura básica y, paso a paso, nos presenta a los trabajadores que le van dando forma (y "alma"). Pero además, nos enteramos de la historia de los bosques que producen la mejor madera para pianos; del origen de ese instrumento y de cómo fue cambiando hasta llegar al que conocemos hoy; de la evolución en los gustos y en la manera de ocupar el ocio de la burguesía; de la historia de la propia familia Steinway; de cómo han ido cambiando New York, América, Europa, el mundo... Es decir, que la narración se ramifica para llevarnos a muchas cosas de la vida aunque siempre de la mano de nuestro protagonista: un mimado piano de gran cola que hubiera hecho buenas migas con los Wittgenstein.
Y para terminar, por eso de poner otro granito de arena en el precioso castillo austro-húngaro de Anabel, una mini novelita de Stefan Zweig, Viaje al pasado, que nos cuenta una pasión (siempre la pasión) que el tiempo ha convertido en un hueco, una cáscara, un lejano brillo de estrella muerta. Zweig nos lleva por las páginas de esta historia como si estuviéramos escuchando música. Esa música que nos lo hace todo más llevadero. ¡Hasta las pasiones marchitas y las historias de familias venidas a menos!