Incluso antes que las novelas de aventuras, los cuentos de hadas fueron el objeto de mis primeras incursiones apasionadas en el mundo de los libros. Me encantaban. Y como les ocurre a los niños y a un cierto tipo de lectores compulsivos -yo misma-, podía leer incansablemente un mismo cuento una y otra vez si me gustaba lo suficiente. Contaba con la indiscutible ventaja de que las versiones de un mismo cuento pueden llegar ser tan diferentes entre sí que terminen casi por narrar otra historia. Con la inteligente capacidad de no discriminar que poseen los niños, me daba igual que se tratara de cuentos populares o de creaciones literarias que se les asemejaran. Los cuentos, a menudo crueles, de Andersen estaban entre mis favoritos. Los piececitos de la presumida Karen, alejándose sin parar de bailar embutidos en las fatídicas zapatillas rojas después de que el verdugo los hubiera cortado con su hacha, son una de esas imágenes que, aunque jamás las haya visto, nunca podré olvidar. De muchos de los cuentos que leí por entonces no puedo recordar su autor -si es que lo tenían- ni tampoco el título.
Otra de esas imágenes que una historia te graba imborrablemente en la imaginación tenía que ver con un pájaro mágico de brillantes plumas multicolores en una cabaña en medio del bosque. El pájaro, que cantaba con voz humana y ponía huevos que contenían piedras preciosas, torcía la cabeza de un modo extraño, como sólo los pájaros saben hacerlo. El gesto, que probablemente era lo único normal en tan fantástico animal, me resultaba inquietantemente siniestro. Muchos años después descubrí que el desasosegador pajarito habitaba en Eckbert el rubio, la obra maestra del escritor alemán Ludwig Tieck.
Tieck es un autor sorprendentemente desconocido en España, a pesar de tratarse de uno de los puntales literarios del romanticismo alemán y del autor de una famosísima traducción del Quijote. En los últimos años el interés por Tieck parece, sin embargo, haberse desperezado por fin. Por ejemplo, la editorial Abada publicó en 2003, junto con El gato con botas de Perrault, la parodia teatral que Tieck realizó sobre el mismo cuento. Uno de los mejores ejemplos -y de los menos pedantes- de ironía romántica, y realmente muy divertida (recomendable para todos aquellos que desconfíen de la posibilidad de un "humor alemán"). Hace algunas semanas mi satisfacción fue grande cuando, descansando flamante en el expositor de una librería, descubrí un pequeño volumen de Cuentos fantásticos de Ludwig Tieck.
El librito editado por Nórdica, con un prólogo más bien insulso de Hermann Hesse y un epílogo informativo de la traductora complutense Isabel Hernández (que como ella suele, hace un buen trabajo), contiene una pequeña selección de cuentos. No están, para mi gusto, "todos los que son". Echo, por ejemplo, en falta uno de mis preferidos, Los amigos, cuya traducción debe de andar perdida en alguna de esas recopilaciones que yo leí de niña, como también el poema sobre la truculenta historia de Genoveva de Brabante, que sinceramente me fascinaba. Con todo, los que están ofrecen una buena muestra: El monte de las runas, Los elfos y, por supuesto, el Eckbert.
Decía el novelista Sommerset Maugham, que no hay novela, por buena que sea, a la que no le sobren unas cuantas páginas (supongo que incluía las suyas). Un buen cuento no se puede permitir ese lujo: al ser una obra más breve que, de un modo u otro crea su propio mundo, todo debe cuadrar impecablemente. El Eckbert es un cuento perfecto. Las múltiples capas que lo componen se integran a la perfección: hechuras de cuento popular -como esos que, poco después, empezarían a recopilar por toda Alemania los hermanos Grimm-, relato literario romántico -del primer romanticismo, antes de que los motivos románticos se petrificaran en torpes clichés- y sensibilidad contemporánea.
Tieck sabe emplear los elementos caracterizadores del cuento fantástico tradicional como muy pocos, sin resultar en ningún pastiche. Empecemos por el propio título: ¿cumple algún papel para el desarrollo de la historia que el pelo de Eckbert sea rubio? (¿lo cumple que sea el rojo el color de la capa con caperuza de la famosa niña díscola del cuento acaso más famoso?). En el Eckbert tenemos niños perdidos en el bosque, casitas misteriosas en medio de la espesura en las que habitan extrañas ancianas, pruebas que hay que superar para conjurar la desgracia, animales mágicos... Y también el quebrantamiento de un oscuro tabú oculto por detrás de la historia.
Los mismos elementos del cuento popular se desdoblan en motivos románticos. El bosque es la naturaleza, amable, sublime o amenazadora de acuerdo con los sentimientos cambiantes de los protagonistas. La niñez se rememora como la edad efímera en la que el hombre aún no se ha desgajado por entero de una naturaleza a la que el ser humano ya no pertenece del todo y en la que no podrá permanecer, y tras la que sucederá la inevitable nostalgia de los paraísos perdidos. La magia y el misterio que, inesperadamente, abren un resquicio a través de lo cotidiano nos insinúan lo poco que, desde nuestra torpe comprensión superficial, entendemos del mundo o de nuestro incierto lugar en él.
Por detrás de todo ello asoma la inquieta visión del mundo de un hombre plenamente contemporáneo: lo ambiguo de nuestra identidad, los estados subjetivos que se hallan más allá de nuestro control, los juegos del olvido y la memoria, la agitación del hombre moderno que no halla reposo en ningún paraíso, el extrañamiento respecto de la naturaleza, el anhelo de comunicación con los otros y la imposibilidad de su realización, la culpa, la soledad insuperable del ser humano...
En lo que comienza como la historia de cuento de hadas de Bertha -la mujer de Eckbert-, se abre paso la desasosegadora historia de Eckbert, el rubio. Valiéndose de las convenciones del cuento popular, Tieck señala el camino a una cierta literatura que, en 1797, año en que publica por primera vez el Eckbert, está por venir. Al lector avezado del siglo XXI este cuento escrito a finales del XVIII le puede evocar otras historias.
Pondré como ejemplo uno de los pasajes que más me gustan del Eckbert. En un momento de confidencia, Eckbert ha confiado a su amigo Walther la extraña historia de Bertha, su mujer. Después comienza a sentirse incómodo: ¿realmente ha hecho bien? Para distraerse, sale a dar un paseo por el bosque llevando consigo su ballesta. A lo lejos ve a Walther y, sin saber por qué, en un acto casi automático, le encara con la ballesta y dispara, mientras Walther le dirige un gesto extraño con la mano. Walther cae muerto y Eckbert se aleja tranquilamente. Toda la escena está dominada por un tono onírico. En momentos como éste, Tieck recuerda mucho a Kafka: el tono de sueño o pesadilla, la observación precisa de gestos que, al fijarse, resultan extraños, el sentimiento de opresión o culpa, lo inevitable de algunos actos de los que no nos sentimos plenamente responsables pero que ahondan nuestra culpabilidad. ¡Quién sabe si Kafka, ávido lector de cuentos, no eligió alguna vez el Eckbert para leerlo en voz alta a sus hermanas, como tanto le gustaba hacer! Resulta interesante leer, tras el Eckbert, La condena, el primer cuento que Kafka consiguió acabar de escribir, y con el que el relato de Tieck guarda, en un nivel profundo, más de un parentesco.