Gustavo Martín Garzo, en su crítica a la película de Sofía Coppola basada en esta novela, [Las vírgenes suicidas] denuncia que asistimos a "la crisis de la cultura del relato", que no es sino la crisis de la palabra, es decir, del lenguaje, pues, como él mismo señala, "vivir es encontrar cosas que contar y compartir: el cuento de nunca acabar". Esta crisis del relato, del lenguaje, es fruto de lo que, a su vez, Walter Benjamin advertía como uno de los grandes dramas que afectan al hombre contemporáneo: "la pobreza  de experiencia".

Estamos ante una excelente novela y, a juzgar por Martín Garzo y quienes también la vieron, una gran película, cuyo trasfondo es justamente esa pobreza de experiencia que enunciaba Benjamin. Pobreza que se manifiesta en las vidas de estas cinco hermanas que se acaban suicidando y cuya corta vida les impidió adquirir la experiencia necesaria para saber si sus más profundos anhelos habrían de cumplirse. Anhelos traducidos, fundamentalmente, en amores. El terror ante la incertidumbre de hacer realidad sus sueños es uno de los motivos que les llevó al suicidio. La respuesta de la joven Cecilia al médico que la atendió en su primer intento de suicidio es elocuente. Al comentario del doctor: "si todavía no tienes edad para saber lo mala que es la vida", la respuesta de la niña: "está muy claro que usted nunca ha sido una niña de 13 años".

Pero no sólo el miedo atávico a ver realizados sus sueños más deseados. También una educación autoritaria en exceso y un enclaustramiento obligado por unos padres de fortísimas creencias católicas, dominados por el miedo al pecado y a toda conducta que se desvíe un ápice de sus estrictas normas.

La historia está narrada por los chicos de su mismo barrio que eran también sus compañeros de colegio, jugaban y se enamoraban de ellas. En el momento de contar este drama terrible, veinte años después, siguen sin explicarse la razón de la tragedia que les determinó sus vidas para siempre. Una historia contada a través de sus recuerdos, jalonada con fragmentos de diarios, informes policiales y médicos, las horas que pasaron agazapados frente a su casa para observar cualquier movimiento que les permitiera conocer o al menos imaginar la vida de ellas en el interior de su cárcel, o las llamadas telefónicas para pedirles sus canciones preferidas.

El dominio de la técnica narrativa y del lenguaje por parte del autor nos permite gozar de pasajes magistralmente descritos, como es el caso del relato del segundo intento de suicidio de la joven Cecilia que fue el que acabó finalmente con su vida:

"Hacia la mitad de la escalera que llevaba a la planta superior, los pasos dejaron de oírse, pero no habían transcurrido treinta segundos cuando llegó a nosotros el ruido húmedo de su cuerpo al desplomarse sobre la verja que bordeaba la casa. Lo primero que oímos fue el viento, una especie de ráfaga que, según decidimos más tarde debió de ser su vestido de novia al llenarse de aire [...] Primero se oyó el soplo del viento una vez, y a continuación un ruido sordo y húmedo semejante al de una sandía al partirse."

La pobreza de experiencia benjaminiana que afecta a las cinco jóvenes hermanas es paradójicamente la experiencia que alimenta a sus amigos para narrar la historia de estos suicidios. Narración que no es sino literatura y otorga todo el sentido a las palabras de Marcel Proust, para quien "la verdadera vida, la única vida realmente vivida es la literatura. Gracias a ella se nos revela el mundo. Sin la literatura, nuestra propia vida nos sería desconocida". La literatura es entonces la única experiencia que da vida a estas cinco muchachas.

Jeffrey Eugenides, original de Detroit, es autor también de las novelas La trama nupcial  y Middlesex, esta última comentada en este blog por Andoni Calderón.