"La luz vino y se fue y vino de nuevo, las atronadoras campanadas de las tres de la tarde llenaron la ciudad entera de multitudinarios bronces, las suaves brisas de abril le arrancaron láminas de arcoíris a la fuente, hasta que el surtidor volvió a palpitar en el momento en que Grover entraba en la plaza". Este magistral comienzo debería formar parte de una antología de inicios de novela.
Si hay autores capaces de narrar maravillosamente una historia en prosa poética, uno de ellos sería, sin dudarlo, el joven estadounidense Thomas Wolfe, cuyo "estilo volcánico" cautivó al propio William Faulkner, quien llegó a considerar a su coetáneo como el mejor escritor de su generación, la generación que calificó un personaje de Gertrude Stein de "perdida", a la vez que el mayor fracaso de la narrativa norteamericana por su muerte prematura en 1938, a los 38 años.
Novela, como casi toda su obra, autobiográfica, el autor de Carolina del Norte narra a cuatro voces la muerte por tifus a los 12 años de su quinto hermano Grover, su hermano pequeño, el preferido, "el pobre niño de ojos oscuros y rostro sereno [...] demasiado tranquilo, demasiado atento para su edad", en cuya mirada limpia Thomas se veía reflejado por su especial sensibilidad poética que supo trasladar al papel con extraordinaria destreza.
Las voces de Grover, de su madre, su hermana y la del propio narrador desgranan la peripecia y la muerte del pequeño a lo largo de las cuatro partes que componen esta novela corta o nouvelle donde el tiempo y sus lugares se diluyen en el recuerdo como el agua recogida en el cuenco de la mano e imposible atrapar o retener. Sólo la buena literatura puede hacerlo y Thomas Wolfe lo logra con verdadero deleite para el lector.
Así, entre otras grandes habilidades literarias, el prodigio de Wolf a la hora de imbricar las sensaciones del personaje en la trama narrativa, de modo tal que aquéllas conducen la historia, como en este pasaje imperdible donde se entrevera con absoluta naturalidad la tercera persona del narrador omnisciente con el monólogo interior:
"Grover observó con ojos serenos el angustioso entresijo de formas, la deteriorada amalgama de piedra y ladrillo... pero no se sintió perdido. Pues, 'he aquí', pensó, 'la plaza como siempre ha sido, la tienda de papá..., la fuente palpitando con su surtidor, la luz que viene y va y viene de nuevo... la ferretería en la esquina, y junto a ella la biblioteca [...], la luz que llega y cambia y que siempre vuelve y vuelve, y todo lo que viene y va y cambia en la plaza para que ésta siga siendo exactamente igual...' Pensó: '[...] Aquí está el viejo Grover que está a punto de cumplir los doce años, he aquí la plaza que nunca cambia, aquí está Grover, aquí está la tienda de su padre y aquí está el tiempo'."
Como no impresiona menos el formidable manejo del lenguaje para expresar la plasticidad contenida en muchas de las imágenes que jalonan el texto, como esta escena que bien pudiera ser la descripción de un cuadro:
"La lluvia caía a cántaros sobre el caballo, el viejo caballo bajaba la cabeza. La lluvia rasgaba y fustigaba sus flancos. Silbaba y goteaba desde el alargado desfiladero de su lomo huesudo. Una nube de vapor salía de sus viejas y macilentas costillas, que iban a hundirse en las cuencas de las huesudas caderas. [El aguacero] aullaba y atravesaba la plaza de arriba abajo con ráfagas cegadoras. Se clavaba y rompía los toldos, bajaba como una avalancha que se arrojaba contra los edificios, hasta convertir la plaza entera en una sábana de agua".
La cuarta parte es la voz del narrador como toma de conciencia de que nada volvería nunca a pesar de seguir todo igual porque todo se había perdido: la calle, las esquinas, la luz, las voces, el tiempo, todos nosotros: "... el pobre niño de ojos oscuros y rostro sereno, extranjero en la vida, exiliado en la vida, hace mucho tiempo perdido como todos nosotros".
Contemporáneo de John Dos Passos, Henry Miller, Hemingway o Fitzgerald, Thomas Wolfe fue, a pesar de su juventud, un escritor prolijo. "Mi defecto principal es que escribo demasiado. No solamente ese poco que es lo esencial, sino que me dejo llevar por mi entusiasmo para realizarlo extensamente y bien contado". Viajero, bebedor, hijo de cantero de lápidas fúnebres y agente inmobiliaria, escribió novela, relato, teatro, poesía y libros de viaje: "El ángel que nos mira" (1929), "Del tiempo y el río" (1935), o la póstuma "You can't go home again" (aun no editada en español), pero su más formidable estilo narrativo lo encontramos sin duda en las nouvelles como ésta que leemos ahora o las no menos exquisitas "Una puerta que nunca encontré, "Hermana muerte" o "Especulación", implacable denuncia del 'boom' inmobiliario cuya burbuja provocó el crack de 1929.
No podemos terminar esta reseña sin un merecido reconocimiento a la editorial Periférica y a sus hacedores, Paca Flores y Julián Rodríguez, quienes, al modo de Maxwell Perkins, primer editor de Thomas Wolfe, están consiguiendo publicar literatura de verdad sin las ataduras e imposiciones del dios mercado. Gracias a ellos y a su Periférica, disfrutamos, junto a autores consagrados, de escritores poco o nada conocidos en nuestra lengua, como el mismo Thomas Wolfe, el bosnio Velibor Colic, la inglesa Julia Strachey, el griego Alexandros Papadiamantis o la italiana Marcella Olschki, entre otros.
Thomas Wolfe. El niño perdido. Ed Periférica.