En estos tiempos algo oscuros, como todos, en los que, acaso más que nunca, se nos atemoriza con la amenaza inminente de los bárbaros que nos acechan y se nos incita a los placeres rutinarios del consumo para salvar ni más ni menos que la economía mundial -y con ello quién sabe si la civilización occidental-, tal vez sea un buen momento para leer a Kavafis.
Soy de las que piensan que el uso bueno e incluso excelente del lenguaje es algo que en un escritor, y aún más en un poeta, simplemente se presupone, como en los soldados el valor (como entre éstos, también en aquéllos habrá sus lapsus o sus excepciones). Con esto quiero sencillamente decir que mi predilección por un autor, cualquiera que sea su género, nunca se funda en su domino del lenguaje y en la exhibición que de él haga, mucho menos en su boato y ampulosidad. Cuando, en conversación sobre algún afamado escritor, me aventuro a señalar humildemente que, qué se le va a hacer, pero a mí me aburre, y mi ligeramente indignado interlocutor replica: "Pero, ¡qué bien escribe!", siempre me entran ganas de zanjar la cuestión con un: "¡Pues faltaría menos!". Esta incapacidad mía de disfrutar de la palabra por la palabra me priva de gozar de gran parte de la buena poesía: no me dice nada. Esto es, tiendo a ser, en un sentido bastante literal, más bien prosaica. Pero Kavafis me gusta.
Para comenzar tiene, por su biografía, dos cosas a su favor. En primer lugar, si bien era de familia griega y el griego era su lengua, Konstantino Kavafis nació y vivió muchos años en Alejandría, ciudad cuyo mero nombre puede provocar todo tipo de fantasías en la imaginación naturalmente algo encendida de un amante de los libros. En segundo lugar, aunque trabajó como un oscuro funcionario, lo hizo en el Ministerio de Riegos egipcio. Nadie me negará que suena bastante mejor que el Canal de Isabel II.
Kavafis es un poeta de palabra austera y precisa, incluso cuando algunos de sus escenarios habituales -el mundo bizantino, la tardía Grecia helenística que mira hacia Asia, Troya- no parezcan inducir a ello. En los poemas de Kavafis, héroes, emperadores y tiranos nos hablan en ese momento en que son hombres que dudan, fracasan, gozan y desean. Con todo, a mí me gustan más los poemas más íntimos en los que el "quién era quien" no me distrae. Kavafis me gusta como poeta de los amores y los deseos, de los placeres que fueron y de los que se rozaron con la punta de los dedos, pero nunca llegaron a ser. Me gusta cuando trata con pudor, pero sin prejuicio, de los cuerpos que se anhelan, de los que se tuvieron o de los que nunca se tendrán, de esa memoria del cuerpo que se ensancha y se intensifica con el tiempo y nos otorga tanto dolor y tanto consuelo. Es en este punto donde podríamos buscar las relaciones de Kavafis con Proust. Y, si lo puedo decir de pasada, qué cuerpos sean esos poco importa: el deseo es siempre deseo y los contornos precisos de quien lo despierta, cada cual que los pinte en su imaginación como más le plazca.
Kavafis nos transmite como pocos la fugacidad de lo humano. Sin resignación, ni desesperación. En sus versos se busca o se evoca, pero no se tiene. Todo es futuro o pasado, el presente escapa, y si el futuro se pospone demasiado el pasado nos atrapará antes de que aquél llegue. Por eso hay una exhortación a gozar cuanto se pueda, pues no hay peor arrepentimiento que el que nos encara con lo que pudo haber sido y no fue. A no dejarnos abatir en placeres rutinarios y vidas que no son nuestras. A vivir de veras, en suma. Porque la vida del hombre es siempre efímera y hay que desear que el viaje sea largo y rico en experiencias, sin esperar mucho del término de llegada. Si hemos sabido aprovechar el camino, no nos decepcionará aunque al final no nos esperen los dulces brazos de Penélope.
Por cierto, a quien todavía le ronde la tentación de clasificar a Kavafis como un poeta para un determinado tipo de lectores, le recomiendo vivamente la deliciosa obrita de un amigo de Kavafis y uno de sus descubridores. Me refiero a Aspectos de la novela de E.M. Forster, un libro tan inteligente como divertido. Concretamente, le remito a la hilarante propuesta de clasificar las novelas -podría aplicarse a cualquier otro género- de acuerdo con el papel que en ellas desempeñan los elementos atmosféricos.
Ana Isabel Rábade Obradó