Todos sentimos la necesidad de formarnos una opinión sobre los temas de actualidad, de tomar posición, de etiquetarnos a nosotros mismos o a los demás en el blanco o en el negro para evitar la engorrosa incomodidad que nos provocan los grises. Sin embargo, si dirigimos una mirada honesta a la realidad, nos daremos cuenta de que está compuesta por una amalgama de grises de la que difícilmente podemos zafarnos. Tal es el caso del añejo conflicto palestino-israelí: si profundizamos un poco empezamos a echar de menos el blanco y el negro. Y dentro de esta amalgama particular de grises encontramos un tono muy peculiar en Yoram Kaniuk y su obra 1948. Año de la Fundación para unos, de la Ocupación para otros, esa fecha se carga de significados, se difuminan los límites. Kaniuk fue unos de los jóvenes que lucharon en la Guerra de la Independencia inmediatamente anterior a la fundación del Estado de Israel; uno de esos jóvenes que, como él dice, sin saberlo fundaron una nación. Kaniuk es un ṣabra (lit. higo chumbo), miembro de una de las primeras generaciones nacidas en tierra palestina, cuya lengua materna es el hebreo (ese hebreo resucitado por los pioneros) y que se siente completamente ajeno a Europa -a la vez que profundamente conmocionado ante sus supervivientes y las historias que relatan mientras colabora en su desembarco clandestino en costas israelíes-.
1948 es una obra de madurez, publicada unos años antes de su muerte, en la que un anciano recuerda cómo siendo casi un niño se vio envuelto en una guerra, en un sentimiento patriótico, en un odio visceral y un orgullo nacional que no comprendía pero por los que se dejaba arrastrar y por los que se hubiera dejado matar. Supongo que ésta sería (y seguirá siendo) la historia de muchos jóvenes que en un momento dado se ven envueltos en un torbellino muy difícil de manejar. Kaniuk es honesto, recuerda, no hace crónica histórica ni autobiografía, no intenta dar una explicación. Simplemente recuerda, sin dar otro estatus diferente que el de recuerdo o el de sueño a sus memorias. Y lo que recuerda es una guerra incomprensible -como todas las guerras-, a veces ridícula, repleta de situaciones grotescas, armada con muchos argumentos que aquel joven Yoram no llegaba a hacer suyos, que aglutinó a muchos combatientes de muy distintas procedencias y con muy distintas inquietudes. Kaniuk nunca se sintió parte de un grupo, como sí hicieran los integrantes de la conocida generación literaria del Palmaj (soldados-poetas). Kaniuk venía de otro lugar muy diferente. Y no dejaba de sentirse extrañado ante ese odio que para él era infundado, y que generalmente se focalizaba en un solo objetivo: el Árabe. Así, con mayúsculas, como figura literaria que empieza a despuntar en la literatura israelí posterior a la Fundación del Estado. El Árabe, o el Otro, o lo Desconocido, o el Eterno Enemigo que nos permite unificarnos y posicionarnos todos juntos frente a algo. Esto me recuerda al mordaz S. Yizhar y su relato Hirbet Hizá: un pueblo árabe. Yizhar también se ve inmerso en esa corriente que hizo las veces de escenario para una juventud guerrera y patriótica a la que no se le concedió un instante para pensar en lo que estaban haciendo. Y, como Kaniuk, no acaba de entender muy bien algunos de sus principios.
Posiblemente este torbellino de grises que se levanta alrededor del Árabe -con mayúsculas- no nos quede tan lejos, no esté sólo ubicado en Israel a 5.000 kilómetros de distancia. Quizás lo tengamos muy cerca y de un modo muy actual. Quizás debamos enfrentarnos a nuestra propia amalgama de grises y a nuestro propio Árabe. Escribo estas líneas después de ver el filme El Francotirador (2014), donde también hay un Árabe con mayúsculas, pero en otro contexto, en otro margen entre el blanco y el negro. Je suis... Je ne suis pas... El gris es incómodo. Aunque siempre podemos acomodarnos plácidamente en el blanco o en el negro.