El hombre de Ur, Col. Adonais, Edic. Rialp, Madrid, 1995; edición digital, 2007.
Poemas en los que un personaje dual, Abraham/Juan Ruiz de Torres, reflexiona sobre los temas bíblicos o futuros sobre el teclado de su ordenador.
Introducción
Hizo el poeta y crítico Luis Jiménez Martos el postfacio de El hombre de Ur en su primera edición (ver en las "Notas"), un libro bastante atípico en mi producción poética, aparte de su condición monotemática, que en general no aprecio. Y considero que lo es, pues en él intento "otra vuelta de tuerca" sobre el viejo tema de Abraham y su representatividad de la raza humana, al menos en su vertiente semita. Por igual reverenciado entre árabes y judíos, yo he querido actualizar su presencia, haciéndolo arquetipo del ser humano de todos los tiempos. Abraham escribe en ordenador, lucha contra los prejuicios y contra los dictadores, elije a la mujer como compañera y no como sierva, incluso duda de la sabiduría de un Dios a quien encuentra incompresible en muchas de sus manifestaciones.
Pero sigue sigo sintiéndome incómodo ante este "hombre de Ur" hijo mío, pues creo que habla y razona demasiado. Y la poesía no es eso.
Siete poemas
Sarai, mujer amada,
yo te ofrecí a los hombres
y jamás me consuelo.
En la Toráh,
ellos lo ocultarán bajo oscuros versículos;
tú y yo sabemos cómo, cuándo, dónde;
por qué, quizá no tanto.
Cada vez que te ausentas
¾esas tardes ardientes, frescas junto a las palmas¾,
mordisqueo mis uñas,
me siento bajo al porche,
telefoneo a los amigos,
hojeo enfurecido los revistas.
Y escucho ¾de alguna parte viene¾
un hálito que sabe de quejidos
amorosos, de labios
y de zumo de dátil,
de ojos, de largos dedos,
de lenguas sin cansancio.
Yo te ofrecí a los hombres,
Sarái, mujer amada,
para salvar la vida, y me he dado la muerte.
(1994)
A menudo descanso en una hamaca antigua
mientras cientos de insectos se me acercan
tímidamente
a observar a ese ser que huele tan distinto.
Envuelto en los recuerdos,
apenas, indolente, los aparto,
intentando pensar en las cosas que hacer:
completar los aperos, cuadrar sueldos,
renovar la hipoteca,
añadir un establo a la aldea incipiente.
Pero una imagen terca me lo impide.
Cada día, Sarái
me enviaba una esclava de tez noble y sombría,
quizás con una copa de dátil fermentado,
quizás para arroparme del relente.
Agar era su nombre,
dulce y caliente y soñoliento.
'El ama está ocupada ¾me decía¾,
te ayudaré, señor, a desvestirte'.
Y cada noche,
se acurrucaba junto a mí bajo las pieles.
Era volver atrás,
a los años del ansia entre las manos.
Me daba Agar en sus caricias
esa seguridad que el hombre busca.
Era el vértigo impar en cada encuentro,
era pasión y luz
con Asiel y Kiráwar,
Asiel de nuevo,
me perdía: Sarái, Agar, Virina.
En ellas, que eran ella,
me hundía hacia ese tálamo,
cuna y fuente final.
¿Quién que atesore tanto
puede cuadrar balances?
(1994)
Los árboles.
Los quemados, los secos,
los olvidados árboles.
Ni una hoja,
ni yemas ni algún brote inesperado.
Sólo troncos y ramas, encendidos
en la pasión de sed que los obliga.
Oh, los árboles muertos de Harán
que nada han merecido en primavera,
que se yerguen, adustos mercenarios,
empinándose a un cielo indiferente.
Cada noche, en la sombra
celebran ásperos conciertos,
disputan agriamente
para elegir un jefe que los salve.
Y luego, con la aurora,
invade la desesperanza
sus estériles venas,
se saben desterrados, incompletos,
son carencia ellos mismos.
Oh, rey, para ayudarte
acudí con mis deudos, liberé tu ciudad,
di muerte a tu enemigo.
Oh, rey, mezquino rey. y ahora regateas
una fuente de más, unos árboles menos
a mis ganados y mis gentes.
Oh, rey tan miserable,
no alcanzo a comprender qué ve en Sodoma,
tu aldea maloliente, mi sobrino;
en verdad, pobre rey, es como tú:
de piojos habitada, pecadora y banal.
Oh, rey, pequeño rey,
tu poder es apenas barniz, nube de plástico,
minúsculo bastón de 'majorette'.
Pero de ese poder te glorias,
y acuñas las monedas con tu efigie,
que duplicas en pósters, en fotos que presiden
aulas, salones y oficinas.
Oh, rey de pacotilla, rey de nombre
más insignificante que tu reino,
adulado por torpes, encumbrado por necios,
yo haré que continúe
por siglos tu memoria ¾no tu nombre¾
para vergüenza y advertencia
de quien se cree grande porque lo dicen otros.
(1994)
¿Ni tan siquiera Tú, Señor?
¿Qué es tan terrible,
la corrupción? Bien sé que los políticos
¾maestros en el arte de alterar la semántica¾,
los letrados, los jueces,
son de la intriga padres, hijos del oro ciego.
Pero, arrasarla toda, ¿no parece extremado?
La raza cambiará
sólo a fuerza de siglos. O, quizás, cuando llegue
el Mesías solemne que anunciabas
mientras de Ur salía con mi padre.
Inventa soluciones, mi Señor,
no es en Sodoma todo negativo,
los jóvenes son jóvenes, quieren brindar con vida;
luego vendrá el trabajo,
el salario mezquino, el paro innoble.
Veo
que no estás convencido, que hay alguna
razón que sólo Tú conoces
y que te hace inflexible.
Pero al menos
deja que mi sobrino escape con los suyos;
Zilar ama a Sodoma, la cuna de sus hijas,
¿no has de quererlas salvas?
Todo lo encuentro insólito,
¿sabré explicárselo a Sarái?,
digo Sara, ya pierdo la memoria.
Desde que Agar volviera del desierto
me consuela Ismael, aunque estoy muy cansado,
ese otro hijo mío se retrasa.
Perdóname, Señor, que insista:
el hombre,
después de todo, es obra tuya,
y en dos o tres mil años, seguirá siendo el mismo,
las ciudades, hermosas y asesinas,
los vicios excusables.
Pero Tú sabes más. Aunque me temo
que la historia del día en que se dijo
'no' a la misericordia por sólo cinco justos,
se sienta incomprensible.
(1994)
Temo esas láminas bruñidas y terribles
que Agar trajo de Egipto,
donde la parte débil del alma se agazapa
y nuestro rostro oscuro
pide socorro, hundido en el metal.
¡Y pensar que pagué por mi temor
cien medidas de trigo!
Qué necedad empuja
a acumular rebaños que nunca comeremos
para comprar las telas que nunca cortarán nuestras esposas
para trocarlas luego por billetes
para adquirir perfumes que languidecerán en los estantes,
y muebles que jamás servirán de reposo,
y discos que no hay tiempo de escuchar,
y fieros automóviles
para dar una vuelta a la manzana.
Miramos a la nube, al pájaro y al monte
y lo hacemos amigo y confidente,
pero, en verdad, ellos no prestan
atención a tu risa o a tu lágrima.
Tú solo eres tu mundo, isla
de cada uno, isla
de las familias, las naciones,
isla de los humanos, que como orates ciegos
abusamos la nube, el pájaro y el monte,
para arrojarles a la cara
sus pobres restos, clines ensuciados.
Por tanto desperdicio,
criminal e insensato, pagaremos un día,
lo estamos ya pagando,
mientras el alma escapa, consumida de hastío,
a los campos que viven
al fondo de esas láminas que llamarán espejos.
(1994)
Y ahora, hijos míos,
sólo os queda partir.
Compungidos, cogidos por los hombros,
estáis sobre mis restos, sin saber ya qué hacer.
Id, volved a vuestras tiendas;
os aguardan quehaceres y ganados,
cartas que contestar,
algún afán secreto, los negocios pendientes,
problemas con Hacienda.
Por una vez reunidos,
Ismael con Isaac, para llorarme.
Bueno, no lo toméis a mal
pero debo marchar. Aquí no hay nada
que me detenga
¾huesos, sangre, despojos
que durarán lo que la digestión
de los gusanos que se me insinúan;
adelante, servíos sin cuidado¾.
No; verdaderamente,
en este umbral sombrío me impaciento
por correr a la blanca
senda que aquí se inicia.
Mi Isaac,
mi Ismael,
hijos amados,
deseados hijos:
detrás de mis urgencias por marchar,
me doléis suavemente.
Sé que no fui buen padre
¾con Ismael tacaño,
duro con Isaac¾;
os di sólo la vida, que no es mucho.
Pero a mi modo
os amé demasiado,
os amo más ahora, que adivino
que no os llevaréis bien.
Al menos,
atesorad este momento en que os une mi tumba.
¿Que adónde voy?
Eso, no lo veréis
hasta que a mí vengáis.
La blanca senda es la respuesta
a la ansiedad continua, al hambre en el insomnio.
Mas nadie volverá a deciros
qué sea o cómo sea,
aunque ilusos, o necios, o malvados
invoquen especiales
fuentes para sus mitos.
Me voy, me voy.
¡Qué poca fuerza tienen
los adioses,
las memorias, los vagos
ligamentos banales
de las casas y cosas amasadas,
del poder y la gloria!
¡Qué inútiles
en este viaje último
para el que sólo son precisos
el ánimo ligero,
un corazón en condición aeróbica,
y el visado especial en nuestro pasaporte
que dice "A la Mañana"!
(1994)