No tengo ningún dios con quien disculparme,
solo a grandes mentes que relataron
tragedias sísificas toleradas genocidamente.
A mi juicio, no hay más argumento que la historia.
Ahora todos somos esa biblioteca quemada de Alejandría.
La dignidad, la identidad, el individuo
se combaten otra vez en los montes Altaï.
Rugen ellos, fuertes, al anochecer
una antigua serenata feudal.
Trovadores modernos de la poética económica de la Rosa polaca.
Al fin y al cabo, todos somos niños exiliados
de los brazos del Estado .
Huérfanos por la falta de un escultor,
como aquel herrero que del grito
la montaña fundió.
Huérfanos por falta de éticas
tirando piedras a esa loba Asena,
que sin ella no hay salida de ésta platónica cueva.
Ahora sé lo que es un escalofrío paralingüístico,
ser cómplice de nuestro autosuicidio.
A Ergenekon, un tirano, lo está gaseando.
Pero sus voces, aquí, no se han asfixiado.
Porque, ¡ELLOS!
Sí, ¡ELLOS!
No nos quieren ver como andrónicas piedras.
Vanora Miranda