Director: Charles Laughton
Guión: James Agee, basado en la novela de David Grubb
Reparto: Robert Mitchum, Billy Chapin, Sally Ann Bruce, Shelley Winters, Lillian Gish, Peter Graves, Evely Varden, James Gleason
País: Estados Unidos
Duración: 93 min.
Valoración E-innova:
El paso del tiempo es muchas veces caprichoso. Se trata este de un fenómeno que es capaz de socavar el reconocimiento de gran cantidad de aquellos filmes que, en el día de su estreno, hicieron relativamente buena caja y gozaron de aceptable reconocimiento crítico, pero que progresivamente fueron cayendo en el olvido como obras que, en realidad (esa que, por diversos factores, no se percibió en toda su magnitud a su debido momento), no poseían ninguna cualidad destacada para generaciones futuras e, inevitablemente, tendían a ser dilapidadas por los nuevos "grandes" filmes, más redondos y completos (o al menos, más y mejor adaptados a sus respectivas épocas aunque, claro, se darán desde entonces cita con la historia para establecer si son merecedores o no de permanecer en la memoria colectiva). No son pocos los ejemplos.
Este caprichoso paso del tiempo, sin embargo, se da también en sentido contrario: filmes en los que en el momento de su estreno, bien por su rareza, por el desconcierto que generaban o, directamente, porque no era su momento, pocos percibían nada, más allá de la apatía o la incongruencia. La noche del cazador sufrió esta última circunstancia. Estrenada en 1955, pocos fueron capaces de apreciar en su justa medida las innumerables virtudes que esta pequeña gran obra encerraba, incomprendida durante varios años hasta que el tiempo, en su constante reválida, condujo hacia su lento reconocimiento como un título único y sobresaliente que, pacientemente, tuvo que esperar la evolución de la crítica cinematográfica y su posterior reivindicación por parte del sector profesional para encontrar su lugar en la historia. Este es, precisamente, el caso de la cinta que nos ocupa, una obra tan personal, desconcertante y única como su principal responsable: Charles Laughton, afamado actor, pero primerizo director
La trama del filme sigue, durante la época de la Gran Depresión, al fanático y perverso predicador Harry Powell en su maníaca búsqueda de una familia de la que, estando encerrado en prisión, descubre por boca del patriarca de la misma que oculta un sustancioso botín que le costó a este su detención y posterior ejecución. Decidido a encontrar ese dinero, Powell se gana la confianza de la viuda y se casa con ella, pese a la oposición de uno de sus dos hijos, quien prometió a su padre instantes antes de ser detenido por la policía que jamás desvelaría el lugar donde ocultó el dinero robado. La llegada de Powell no hace sino poner a prueba ese juramento.
La película es así una peculiar fábula, terrorífica, desconcertante y poderosa; un irrepetible acto de creación absoluta que se materializó en el estreno de un filme en blanco y negro, y con una relación de aspecto de 4/3, cuando por aquel entonces los grandes estudios de Hollywood se encontraban ya volcados en el color y el Cinema-Scope; una, en definitiva, imposible conjunción entre tradición y vanguardia que, pese a sus irregularidades (o mejor, gracias a ellas), cristalizó en una mágica e imborrable página de la historia del cine norteamericano.
Con un guión reelaborado en numerosas ocasiones por los caprichos de Laughton, una fotografía como hacía años que no se veía, transgresora y plagada de complejas y preciosistas composiciones (el director de fotografía, Stanley Cortez, principal responsable de este aspecto del filme, comparó el trabajo y la ambición de Laughton con la de nada menos que Orson Welles, con quien anteriormente tuvo la ocasión de trabajar), y unas destacadas interpretaciones lideradas por Robert Mitchum, el filme explora un turbio universo de maldad a través de los inocentes ojos de unos niños, deteniéndose por momentos en una evidente lectura religiosa, con héroes (el personaje interpretado por Lilian Gish, famosa por sus colaboraciones durante el periodo mudo con el mítico cineasta David W. Griffith) y, cómo no, villanos: el despiadado predicador Powell.
A través de unas hipnóticas y fascinantes imágenes cuasi-oníricas, el relato se eleva de la mera terrenalidad para rozar cotas de sugestión pura. El trayecto de los niños mientras huyen del demoníaco pastor a través del río es de una madurez formal insólita, convirtiendo una aterradora huída en un inocente viaje a través de la noche estrellada, de un lirismo incalculable. Retazos que recuerdan al expresionismo alemán se unen con imágenes de gran simbolismo y composiciones de un calculado peso pictórico para elaborar un inspirador recorrido visual que sitúa la cinta en una liga completamente diferente al resto de thrillers de la época, incluso de la actualidad.
El terrible villano Harry Powell, encarnado magistralmente por Robert Mitchum, supone el contrapunto obligado ante la inocencia y jovialidad de los niños. Un loco fundamentalista religioso, trastornado, desequilibrado y maquiavélico a partes iguales, con un temperamento singular y un odio visceral hacia gran parte de la sociedad, otorga a la historia del cine uno de sus más míticos villanos. Con una de sus manos tatuada con la palabra hate (odio) y la otra con love (amor), Powell representa la doble vía de su discurso, incluso en público, amparándose en el trasfondo religioso para exponer su peculiar y aparatosa teoría sobre los poderes que rigen el universo a través de la interacción de las dos fuerzas supremas que representan sus manos. Especialmente reseñable resulta ese momento durante el enfrentamiento final entre el bien y el mal que se nos es mostrado a través del asedio del predicador a la casa de la señora Cooper, en el que ambos, durante un momento de máxima tensión, unen sus voces para entonar una tradicional canción del lugar, que rivaliza en inmortalidad con aquel cántico que de manera perpetua acompaña a Powell allá donde va, ese imborrable Leaning, leaning, leaning on the everlasting arms...
El tratamiento de la violencia, por su parte, resulta del todo crudo; sugerido, sí, pero de una brutalidad impactante, generado más a través de ruidos y gritos que de escenas explícitas, se encuentra presente a lo largo de todo el relato. Los terroríficos gritos del enajenado reverendo cuando sus planes se tuercen, o el estremecedor ruido que este hace durante el asesinato de la madre de los niños, con la que se acaba de casar, y el posterior traslado del cadáver fuera de la casa mientras la cámara se mantiene en la habitación de los niños... Con mano maestra, increíble para tratarse de una ópera prima, el director se adentra en turbios recónditos que el cine no solía retratar con tanta aspereza y, sin embargo, gracias a su tacto y la firmeza de sus convicciones lingüísticas, consigue salir airoso sin caer en ningún momento en las convenciones ni visitar lugares comunes. E incluso, cuando los visita, especialmente en la primera mitad del filme, durante el pasaje del pueblo, se hace necesaria su presencia. El control narrativo y formal de la cinta no se corresponden con los de un cineasta debutante.
Es bien conocida la enorme decepción que para Laughton supuso la pobre recepción de su obra entre la crítica y el público de su tiempo. Afectado a un nivel más personal que meramente profesional, especialmente por el hecho de haberse vaciado tanto con ella y haber cuidado cada uno de los detalles de la cinta hasta la extenuación, se juró no volver a dirigir nunca más otra película, incluso estando en pleno proceso para la realización del que sería su segundo largometraje como director: The Naked and the Dead.
Pero cumplió su promesa. Desgraciadamente, cumplió. Es bastante probable que esta no fuera en realidad la razón principal. Probablemente, el bueno de Laughton, un actor que nada tenía que demostrar, prefiriera la espontaneidad del teatro a la del celuloide. Lo que es indudable es que La noche del cazador ha superado el siempre plomizo paso del tiempo y se ha ganado el reconocimiento de obra de culto; única, conmovedora, radical e innovadora, Laughton nos legó su particular visión como director con una obra definitivamente adelantada a su época. Adelantada, en realidad, a cualquier época.