Director: Andrei Konchalovsky
Guión: Djordje Milicevic, Paul Zindel y Edward Bunker (basado en un guión original de Akira Kurosawa)
Reparto: Jon Voight, Eric Roberts, Rebecca de Mornay, Kyle T. Heffner, John P. Ryan, TK Carter, Kenneth McMillan
País: Estados Unidos
Duración: 112 min.
Valoración E-innova:
El tren del infierno narra la huida de una prisión en Alaska de Manny, un peligroso criminal confinado durante meses en la zona más infecta de la cárcel, de la que es liberado tras una sentencia judicial, y Buck, un joven preso que, como la mayoría de sus compañeros de encierro, admira y respeta a Manny por su condición de tótem, erigido como tal como consecuencia de su lucha constante contra las normas establecidas. Tras dejar atrás los barrotes de la prisión, los dos hombres iniciarán su particular fuga y lucha por la supervivencia a través de los inhóspitos páramos de Alaska a bordo de un tren fuera de control y con la policía del estado siguiéndoles los talones, encabezada por el despiadado alcaide de la prisión de la que se han fugado: un hombre metódico y obsesionado con la idea de que Manny no puede salirse con la suya, sea el precio el que tenga que ser.
Lo que a priori podría haber dado lugar a una película de acción trepidante (atendiendo a la materia prima, y a los actores, no lo olvidemos: Jon Voight y Eric Roberts) se convierte, por obra y gracia de diversos elementos que enseguida analizaremos, en un filme más intimista y recatado. No obstante, la fuerza visual y el dinámico montaje impiden el abandono total del género al que mejor de adscribe la cinta, el de la acción. Eso sí, los matices son del todo pertinentes. Casi se puede hablar más de un drama con elementos de acción que de una obra de acción per se. Un drama de supervivencia. De personajes, si se nos permite, aun pudiendo sonar un tanto temerario...
Resulta llamativa la mezcla de nacionalidades que se dan cita en los puestos creativos importantes. Por un lado, el cineasta soviético Konchalovsky, en la que sería su segunda incursión en Hollywood tras Los amantes de María (Maria's Lovers, 1984); recordemos, un hombre que empezó su carrera muy de la mano del egregio Andrei Tarkovsky, además de ser hermano de Nikita Mikhalkov; por otro, el prestigioso realizador japonés Akira Kurosawa, guionista para la ocasión (o, mejor dicho, escritor del guión que se tomó como base para la realización de lo que finalmente terminaría siendo El tren del infierno); y por último, no hay que olvidar lo ya mencionado: el filme está rodado y financiado por una productora estadounidense, con actores principales y predominio del equipo técnico de aquella nacionalidad. Esto no deja de ser Hollywood. Y, para más señas, de la Canon, una de esas míticas productoras especializadas en el cine de acción de bajo presupuesto que, paradójicamente, a lo largo de su historia produjo cintas tan desconcertantes (para lo que era su seña de identidad) como la que nos ocupa. O aquella otra que dirigió el francés Jean-Luc Godard, uno de los principales valedores de la nouvelle vague, pero eso es ya otra historia...
El grueso de la película se ajusta a los estándares del cine hollywoodiense de la época; sin embargo, resulta igualmente evidente la presencia de una serie de elementos ajenos a esta forma de ver el mundo. Y así queda reflejado en el celuloide. La visión de Konchalovsky/Kurosawa introduce fisuras en el armazón narrativo que cristaliza en unas llamativas notas discordantes que proporcionan color y distinción a un producto que, sin ellas, no pasaría de ser una convencional cinta de acción, más o menos entretenida, pero ausente de la fuerza emocional y visual de la que finalmente el filme hace gala. El tren del infierno transpira intensidad; se percibe un magnetismo constante en cada uno de los planos de estepas salvajes que pueblan el metraje y de las nubes de niebla que cubren por completo no solamente las localizaciones del filme, sino también el alma de la historia; y el corazón de los personajes.
Personajes que se constituyen en el núcleo narrativo sobre el que orbitan el resto de elementos de la película, y que a sus actores les valió sendas nominaciones a los Oscar: a Jon Voight en la categoría de actor principal, y a Eric Roberts en la de actor secundario. No ganó ninguno de los dos, como si el derrotista carácter que impregna El tren del infierno hubiera escapado de los fotogramas y hubiese arraigado en los artistas que participaron en el rodaje con esa inquebrantable sensación de perdición absoluta, de dejadez y abandono. Perdedores que no quieren serlo, que en realidad no lo son, pero que se ven superados por las circunstancias: héroes que muestran su verdadero rostro ante la adversidad; y antihéroes que en realidad son héroes. Y villanos. Siempre habrá villanos peor de lo que parecían ser, dispuestos a sacrificar su vida en pos de de la venganza y de los más rastreros apetitos.
El filme definitivamente se desmarca de todas las convenciones con un final memorable, rupturista, que disuelve por completo la pátina de acción/aventuras que hasta entonces se había manejado con mayor o menor respeto genérico, y eleva la dimensión del filme a un punto más visceral y emocional, redentor y fascinador, en el que las ansias de libertad humanas se solapan con la magnificencia de la naturaleza más hostil en un clímax (con elementos de anticlímax) bello y subversivo, más cercano a la orilla del existencialismo que a cualquier otra.
Un canto de preciosismo final para un filme opresivo y de atmósfera claustrofóbica donde lo extremo se manifiesta como la norma, y donde los personajes se abrazan a la parte más áspera de su naturaleza; la única que, en realidad, garantiza su supervivencia y canaliza todas las más viles bajezas de la condición humana: ¿Crees que puedes sacrificar la vida de otra persona? ¡Eres un animal!, le grita en un momento dado el personaje de Sara a Manny, a lo que este responde: No. Peor. Soy humano. Un humano que, en su momento final, elige la muerte en libertad a la vida en cautiverio, desprendiéndose de todo lo que le une a este mundo para por fin poder experimentar la mayor de las liberaciones; un final que le permite desmarcarse de la escala humana y de la animal, rozando el cenit de sus anhelos más primigenios en el instante antes de dejar para siempre la Tierra: No existe bestia tan feroz que no sienta piedad. Pero yo no siento ninguna y, por lo tanto, no soy tal bestia.